‘Memoria’: el paisaje escuchado
El sonido, la imagen y el tiempo en el cine de Apichatpong Weerasethakul
Guillermo Martínez Valdunquillo
Existe una interpretación de la obra de Mark Rothko –en general, del expresionismo abstracto– desarrollada por el historiador de arte Robert Rosenblum en la que argumentaba que sus pinturas encarnaban una versión no figurativa de la idea de lo sublime. Los campos de color se podían pensar como abstracciones de la pintura paisajística del siglo XIX, aquella en la que autores como Caspar David Friedrich, Albert Bierstadt o JMW Turner representaron en el horizonte la imagen de lo sublime. Este concepto, que tiene que ver con lo sobrenatural, lo sobrecogedor, lo incontenible, con todo aquello que supera las dimensiones humanas y aterroriza y atrae a la vez, se encuentra presente, según el historiador, en la obra de Rothko. La pregunta que plantea es cómo llegar hasta esa emoción desde lo no figurativo. Robert Rosenblum argumentaba que, en esa pintura, los diminutos personajes que solían aparecer, en contraste con la inmensidad de la naturaleza, establecían un “puente de empatía” entre el espectador de la obra y la representación del paisaje. Estas pinturas no sólo representaban una imagen de lo sublime, sino que conectaban al espectador con esa imagen a través de las figuras humanas. Para él, en la pintura de Rothko ese puente de empatía no es necesario porque aquel que puebla el paisaje sublime no es la figura recortada sobre el horizonte del Caminante sobre el mar de nubes de David Friedrich o los diminutos Emigrantes cruzando las llanuras de Bierstadt, sino el propio espectador del cuadro, que se encuentra no frente a una representación del paisaje, sino frente al paisaje mismo.
Muchos de los juicios de valor que se hacen en torno al cine tienen en cuenta el tiempo de la película como un factor clave. No sólo la duración de la obra sino su ritmo
Aunque el salto entre estas dos formas de percepción está descrito para este movimiento pictórico concreto, depende en gran medida de las condiciones de observación de los cuadros. En el caso de Rothko, su gran formato y el tiempo invertido en contemplarlas requieren una puesta en escena particular, casi religiosa. Pasar rápido por delante de una pintura otorga una información descriptiva, sobre lo que aparece en ella, pero probablemente seamos incapaces de percibirla en términos emocionales, de sentirnos abducidos por ella. El tiempo de observación es crítico, porque sumerge la mirada cada vez más profundo en las dimensiones del cuadro. Naturalmente, una pintura es un objeto estático que podemos observar cuanto queramos, un segundo o una hora. La pintura no impone unos tiempos al espectador –si acaso los sugiere–, sino que somos nosotros los que le concedemos un plazo a cada cuadro. En cierta manera, cada uno decide cómo experimentar cada obra, no existe un tiempo asignado a ellas. El cine, sin embargo, impone su duración al espectador. No se puede ver una película en su totalidad durante más o menos tiempo que la duración de su metraje –por mucho que Netflix se esfuerce en poner un botón que reproduce su contenido al doble de velocidad, lo que vemos ahí es una obra nueva, no la original–. El cine se construye siempre desde este tiempo impuesto, es él quién nos dicta cuánto tiempo ver cada imagen. El efecto de la percepción es más una tarea del cineasta que del espectador.
Muchos de los juicios de valor que se hacen en torno al cine tienen en cuenta el tiempo de la película como un factor clave. No sólo la duración de la obra sino su ritmo, su velocidad. Hay un cine lento y un cine normal. Está el slow cinema y luego el resto. También hay películas a las que les sobra metraje y otras, las menos, a las que les falta. Lo lento suele ser aburrido por costumbre, así que reclamamos cosas rápidas y cortas, como si nuestra presencia en el cine no fuera un disfrute sino una tortura y, lo deseable, salir corriendo de allí. El cine lento y el cine rápido, sean lo que sean, plantean en cualquier caso interesantes cuestiones en torno a la percepción. Cada ritmo se adapta a ciertas necesidades: la acción es rápida y de esta forma, espectacular. El drama, más pausado, posibilita la construcción de una empatía hacia los personajes. Pero ¿qué ocurre cuando los ritmos de la película tienden a parecerse a la propia realidad? No hace falta irse a Empire de Andy Warhol y su plano de ocho horas del Empire State Building para percibir esto. Pensemos, por ejemplo, en el cine de Apichatpong Weerasethakul. Su cine se desarrolla en un estado letárgico, como si los personajes se encontraran perpetuamente en el espacio comprendido entre el sueño y la vigilia, en el despertar, donde aún es difícil ubicarse y las imágenes se entremezclan con los sonidos. En ese punto donde la realidad y el sueño son indistinguibles aparecen obras como Tropical Malady o Mekong hotel, relatos sobrenaturales no sólo por su temática, sino por la atmósfera enrarecida en la que se desarrollan. Lo interesante de esta sensación es que no es un efecto milagroso de las imágenes, sino el simple efecto del trabajo sobre el tiempo en el cine, que él ha perfeccionado en cada obra. En sus películas la duración de las imágenes es lo que apuntala las escenas, pero lo interesante no es el hecho de que sean largos, sino la razón por la que lo son y los efectos que eso produce.
El cine y la realidad parecen confundirse cuando el primero se acerca a los tiempos de la segunda
Memoria abre con Jessica, una botánica de Reino Unido que trabaja en Colombia, despertándose de madrugada por un fuerte ruido metálico, un golpe sordo surgido “de la profundidad de la Tierra”. Se incorpora y recorre la estancia buscando su origen. Se sienta al lado de una ventana y la escena termina. En total, cinco minutos y medio que narran una secuencia de acciones que en muchas películas no alcanzaría más de treinta segundos. Memoria es su último trabajo y, como toda película de Apichatpong Weerasethakul, trata sobre el tiempo. Él es consciente de que es un material crítico en el cine: el tiempo resignifica la imagen y el sonido, les otorga autonomía, sugiere su significado. Por eso Memoria abre con una escena de cinco minutos y medio tan sobria: lo importante en ella no es tanto lo que ocurre sino cuánto tarda en ocurrir. De esa forma, el ruido adquiere un aura aún más sobrenatural. El primer plano, que abre con Jessica recostada en la cama, transcurre en silencio durante un minuto, tiempo suficiente para asimilar como espectadores ese estado de calma. Y de repente, el golpe revienta el aletargamiento inducido por la escena. Jessica se incorpora e invierte otros cuatro minutos más en buscar su origen por la casa, a oscuras. La amenaza de que suene de nuevo se mantiene en el aire precisamente porque la escena dura cuatro minutos más. Todo se extiende en el tiempo, se genera una expectativa, penetramos en esa imagen estática poco a poco. El cine y la realidad parecen confundirse cuando el primero se acerca a los tiempos de la segunda. Ese sonido parece sobrenatural no tanto por sus propiedades sonoras sino porque aparece en un contexto muy poco dramatizado, casi cotidiano. La similitud entre lo que escucha Jessica y lo que escuchamos nosotros es mucho mayor que si esa escena hubiera estado montada de forma más rápida. Habría sido, simplemente, una sensación completamente diferente porque la perplejidad de la actriz intentando escuchar de nuevo ese ruido, buscándolo por la casa, solo tiene sentido si los tiempos de esa búsqueda se parecen a los reales, si los sentimos como reales. Es aquí cuando el puente de empatía del que hablaba Robert Rosenblum, que establecía un lazo entre el espectador del cuadro/película y el personaje del cuadro/película, se desvanece. No es que súbitamente pasemos a estar en la película, no se trata de algo tan obvio. Simplemente la conciencia de estar viendo una película comienza a desvanecerse, en cierta manera dejamos poco a poco de ser meros espectadores. Nuestros sentidos se ausentan de la realidad y empiezan a atender aquello que se ve y escucha en la película en vez de lo que la rodea.
Este perturbador ruido sobrenatural y la forma en la que Jessica se enfrenta a él encarna, curiosamente, una versión de la idea de lo sublime, que no es central ni evidente en la película –ni desde luego se puede leer en los términos de la pintura paisajística– pero planea sobre ella, igual que planea sobre toda la obra de Apichatpong. Jessica está aterrada y fascinada por el ruido, y su vida se convierte en una búsqueda cada vez más desesperada por darle un origen y un sentido a ese fenómeno acusmático. Todo parece estar un poco fuera de lugar: El ruido, por supuesto, pero también la protagonista, siempre desubicada intentando asimilar todo. Para ello, contacta con Hernán, un técnico de sonido que le ayuda a dar forma a lo que escucha. Pero ¿cómo ilustrar con imágenes aquello que no puede verse? Jessica lo define como “una bola enorme de concreto que cae en un fondo de metal rodeada de agua de mar” y a partir de ahí, Hernán busca en librerías de sonidos algunos que puedan encajar en esa descripción. Uno de ellos, “objeto golpeado con un bate de madera” capta la atención de Jessica. Al reproducirlo, el espectro del sonido aparece en el monitor del ordenador. Esa es la primera imagen aproximada de lo que ella escucha, una maraña de colores que parece más una pintura abstracta que la representación visual de un sonido y que, sin embargo, es fácilmente manipulable. Hernán altera la imagen, filtra unas frecuencias determinadas y el sonido cambia. Memoria establece aquí y hasta su final una correlación entre lo visible y lo audible. El primer enigma está casi resuelto: el sonido sobrenatural tiene, como cualquier otro sonido, un espectro manipulable, una imagen. La pregunta que dirige el resto de la película es la contraria, ¿qué produce ese sonido? Naturalmente, para Jessica no es suficiente con ver ese sonido. Necesita conocer su origen. Para ella, la ciencia no es suficiente, la búsqueda debe expandirse.
El sonido persiste, golpeando la imagen de vez en cuando. Jessica pasea, recorre plazas, naves industriales se reúne con amigos y con Hernán, cada vez más aterrorizada porque descubre que el sonido suena en todas partes y sólo es ella quien lo escucha. Su tránsito por estos lugares parece casi un experimento acústico con el que averiguar cuál de estos espacios posee una arquitectura más adecuada para escuchar su ruido: un auditorio, un restaurante, un pasillo. En el mismo centro de estudios sonoros donde conoció a Hernán descubre un modernísimo cubo de cristal y hormigón que contiene un pequeño jardín. Después de todo, la clave estaba ahí, más allá de la ciudad, en la naturaleza. Como siempre en el cine de Apichatpong Weerasethakul, la respuesta se encuentra lejos de la civilización. En este viaje a lo salvaje, lo primero que se transforma es el sonido. Ella deja de escuchar su ruido, pero también desaparecen los sonidos de la ciudad y la tecnología –un reproductor musical, un improvisado concierto, una rueda pinchada–, que son sustituidos por un nuevo paisaje sonoro: el viento cortando las hojas, los animales, el agua del río. Es aquí, al final de la película, cuando Jessica encuentra el sentido a todo. También es la parte formalmente más paisajística: de repente la realidad urbana de su vida como botánica se disuelve en una sucesión de larguísimos planos del paisaje: imágenes de la selva y las montañas cuyos sonidos se entremezclan formando un ruido blanco de fondo, una visión ciertamente apacible –también resignada– respecto a la voluntad de Jessica, que menguará poco a poco hasta verse impotente de asimilar lo ocurrido.
Todo Memoria es un juego de correspondencia entre elementos que no encajan: Jessica en Colombia, el sonido en el ambiente, la ciencia y la ficción
Al final de todo, la fuente del sonido es revelada, para alivio de Jessica. En una nueva representación sublime, con un incesante murmullo de fondo –como un drone que recorre sonoramente toda esta parte de la película– se revela no sólo el origen del sonido sino también su forma. Esa “bola enorme de concreto que cae en un fondo de metal rodeada de agua de mar” resulta ser algo muy diferente. Y el espectro sonoro que Hernán representó en su estudio también tiene una forma muy diferente. Todo Memoria es un juego de correspondencia entre elementos que no encajan: Jessica en Colombia, el sonido en el ambiente, la ciencia y la ficción. Lo único sincronizado es la propia Jessica con la Memoria, aquí representada no sólo como el recuerdo sino como la historia de todas las cosas. Hernán –otro Hernán, el mismo– al final de la película le cuenta que no abandona el pueblo para no verse asediado con la memoria de todo lo que le rodea, con los acontecimientos que cada habitante del paisaje ha vivido. Como si quisiera liberarnos a nosotros también de ese asedio de recuerdos, el último cuarto de hora es silencioso, tras la resolución, es silencioso. La imagen y el sonido de ese momento se desvanecen, y dan paso a una colección de paisajes de la selva, de cielos nublados y personajes mirando el horizonte. Solo un leve ruido de fondo continúa durante estos 15 minutos, mostrando un paisaje transformado tras la revelación, no porque algo haya cambiado en la imagen, sino porque es un paisaje resignificado, un lugar que alberga lo sobrenatural, toda la memoria del mundo. Y estas imágenes estáticas, aunque suenan como un paisaje sonoro, empiezan a sentirse como pinturas, como espacios emocionales. Y Apichatpong, cuidadoso de no despertarnos de golpe del sueño, abre los títulos de crédito sin cambiar la pista de audio, de forma que hasta el mismo final de la película seguimos allí, en un paisaje que ya no se ve, pero se escucha, un paisaje eterno.
Por Guillermo Martínez Valdunquillo
‘Memoria’: el paisaje escuchado
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