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Me perdí la belleza de la vida de Mª Loreto Sutil Jiménez (IV parte)
Carecer de algunas de las cosas que uno desea es condición indispensable de la felicidad.
Bertrand Russell
A las pocas semanas de separarse de su esposa, Juan Antonio se sintió angustiado; era uno de esos hombres que no sabía vivir sin tener al lado una mujer. Su buen fachón, su envaramiento, sus ojos verdosos rajados hasta las sienes… su pelo negrísimo, ensortijado, que te incitaba a desenroscarlo con los dedos. ¡Madre, que guapo era! Hecho para vivir en bares, casinos y trabajar poco. Se había deteriorado mucho; pero aún quedó lo suficiente para enamorar a Cristina. Cierto es que Cristina era la mayor de siete hermanos, venía de una familia paupérrima y su mayor deseo era abandonar su casa. Cristina era avecilla joven e inexperta, solo tenía diecinueve años y se había pasado su vida bajo las órdenes de sus padres, cuidando de sus hermanos.
Juan Antonio y Cristina se unieron pronto. Al año de estar unidos, Cristina tuvo su primer hijo, a los tres años de estar juntos una hija, a los seis años otro hijo, a las ocho de estar en pareja otro hijo. En poco tiempo se cargó de hijos y de años que parecían multiplicarse, doblemente, a la par que su descendencia.
Para esta nenita, toda malva y rosa, no le suponía un problema el alcoholismo de Juan Antonio al menos de momento. Suficiente problema tenía la blanca Madonna, semejante las madonnas de Durero por sus redondeces y su pelo como la bruma al amanecer, cuidando los hijos que le venían de forma tan seguida… como para de detenerse a comprobar como llegaba su esposo, incluso cuando no llegaba tampoco le resultaba una contrariedad. Su única preocupación era sacar adelante a sus cuatro hijos y que Juan Antonio siguiera en la empresa y trajese dinero a casa.
La juventud e inexperiencia, el carácter flemático de Cristina y la buena relación entre los hijos de sus dos familias, supuso una tregua para Juan Antonio. Él continuaba con el mismo ritmo de vida. Si salías por el pueblo a cualquier hora era fácil verlo saliendo o entrando de cualquier bar o sentado o de pie con un vaso en la mano en la terraza de algún mesón charlando animadamente. Siempre estaba rodeado de gente y daba la impresión de no tener prisa, como si no tuviera que hacer, y continuaba con la misma costumbre: invitar a las personas que merodeaban cerca de él, una vez que ya había bebido lo suficiente para verlo todo del color de rosa a través del vidrio de la botella. ¡Tarugo de hombre!
Un atardecer sucedió lo inevitable, conducía bebido, conducía por una carretera nacional… ya faltaban pocos kilómetros para entrar en el pueblo cuando perdió el control del coche e invadió el carril contrario. Chocó de frente contra otro vehículo. No tardaron en rescatarle. Se le había clavado el volante entre el estómago y el pecho y antes de llegar al hospital ya había muerto. Conducía un vehículo antiguo, no tenía airbag… realmente era una muerte anunciada… era cuestión de tiempo, ya había tenido muchos accidentes, siempre bebido.
El conductor del otro vehículo resultó herido gravemente, pero salvo la vida, llevaba un coche actual, le saltaron los airbags y eso, junto con el cinturón, con sus reflejos… fue su salvación.
La familia de Juan Antonio quedó impactada a pesar de sus repetidos percances, cuando llegó el momento no podían asimilarlo.
Juan Antonio murió con cuarenta años dejando seis hijos pequeños y toda una vida por gozar.
De mi relato Me perdí la belleza de la vida, primer premio en el III Concurso de Relatos “sin adicciones” de la Asociación vida y esperanza libre de adicciones VELA.
Se puede escuchar deliciosa música mientras leemos, ejemplo: Bach (tocata y fuga).
Desnuda soy, desnuda digo: soñadora.
Mª Loreto Sutil Jiménez