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Por Salomé Guadalupe Ingelmo
Hace doscientos dieciocho años nacía una mujer a la que le bastó una única novela breve para convertirse en uno de los más grandes iconos de la literatura de terror de todos los tiempos. En breve tendré el privilegio de rendirle homenaje con un relato a ella dedicado, Vendrá la muerte y tendrá tu rostro, que verá la luz próximamente bajo el sello Saco de Huesos, en una antología ‒Siglo de sombras‒ sobre la literatura de terror decimonónica.
En realidad, a lo largo de toda su existencia, Mary Shelley fue de naturaleza enfermiza. Falleció con sólo cincuenta y tres años a causa de un tumor cerebral. La vida de Mary estuvo marcada por la desgracia desde su nacimiento. A consecuencia de éste, unos días después del parto, su madre murió. Parece que ella no mantuvo una buena relación con su madrastra, con quien su padre se había casado tres años después de la muerte de si primera esposa. A pesar de que encontró el amor con Shelley, esa relación le acarreó el ostracismo social. Es cierto que gozaron de una vida intelectual intensa y enriquecedora, pero constantemente se vieron acuciados por las deudas y penurias económicas. Si bien Shelley pertenecía a una familia acomodada, ésta le volvió la espalda ante su creciente radicalismo político, que se alimentó en parte de las ideas del que se convertiría en su suegro. De hecho cuando se trasladan de Londres a Italia, lo hacen en realidad por motivos de fuerza mayor: para eludir a sus acreedores y también por temor a que Shelley perdiese la custodia de los hijos de su primer matrimonio. Además sus viajes por Europa probablemente debieron de generar en la pareja una suerte de desarraigo.
Por otro lado no estoy muy segura de que la doble vida de Shelley, a pesar de que Mary teóricamente aprobaba el amor libre, no le pasase factura emocional a la escritora. A lo largo de su primer embarazo debió de sentirse bastante infeliz a causa de las frecuentes ausencias del poeta, a quien por aquel entonces le nació un hijo de su esposa que él recibió con entusiasmo. Así lo expresa Mary en su diario, en el cual se queja además de la estrecha relación entre Shelley y su hermanastra Claire Clarmont, que vivía con ellos. En efecto Shelley no parecía inmune al encanto de otras mujeres, y durante el tiempo que residieron en Italia se interesó por varias. Sin ir más lejos una de las principales incógnitas en la vida de la autora es la identidad de la madre del bebé que Shelley registró como hijo suyo en Nápoles, y que con total seguridad no era de Mary. Tras la muerte de la esposa de Shelley, su boda, en lugar de motivo de alegría pues ponía punto y final a lo presuntamente escandaloso de su relación, fue origen de discordia. De hecho el suegro de Mary nunca aceptó conocerla en persona; una vez muerto Shelley, todos los asuntos relacionados con el hijo en común que sobrevivió se solventaron a través de los respectivos abogados. Lo cierto es que lo que impulsó a la pareja a regularizar su relación fue el consejo de los abogados de Shelley, quienes estimaban que así resultaría más fácil conseguir la custodia sobre los hijos de su primer matrimonio, que habían sido reclamados por la familia materna.
Mary, además, vivió la muerte como una experiencia muy cercana desde niña: los fallecimientos de su madre, la esposa de Shelley ‒que se suicidó‒, su hermana mayor Fanny ‒que también se suicidó‒, tres de sus cuatro hijos, la hija que su hermanastra Claire había tenido con Byron y Shelley. Incluso, después, durante la guerra de independencia griega, Byron, con quien había continuado una estrecha relación mientras vivió en Génova tras la muerte de su marido.
La infelicidad de Mary fue en aumento y quizá se pueda considerar en parte responsable del aborto espontáneo que sufrió en Italia, en una residencia que ella describía como un calabozo, poco antes de la muerte de su esposo. Éste salvó su vida, pero se alejó aún más de ella mientras estaba convaleciente. Tras la muerte de su primera hija, Mary pasó por una fuerte depresión que le ocasionó incluso visiones de su bebé muerto.
Esas pérdidas seguramente la atormentaron durante toda su vida. En realidad Frankenstein parece, sí, fruto de las duras experiencias sufridas; pero también, al tiempo, una obra premonitoria, pues el futuro le deparaba a la joven escritora mucha más muerte y dolor aún.
Los muertos, el recuerdo de los muertos, acompañaron a Mary desde su nacimiento hasta el final. Marcando de alguna forma su entera existencia. Tanto es así que cuando, tras su fallecimiento, la familia revisó su escritorio, descubrieron que durante todo el tiempo transcurrido había guardado celosamente mechones de cabello de sus hijos perdidos. Allí guardaba, además, un cuaderno que había compartido con Shelley, una copia de su poema Adonaïs, una pequeña porción de sus cenizas envueltas en papel de seda y los restos de su corazón, que no había ardido totalmente cuando el cadáver del poeta fue cremado en la playa de Viareggio.
Mary, a su regreso a Inglaterra, tras la muerte de Shelley, hubo de enfrentarse a la desaprobación de una sociedad puritana que no perdonaba su forma de vida ni siquiera después de que hubiese formalizado su estado mediante el matrimonio. Las relaciones sociales y el intercambio cultural, si bien existieron gracias al círculo de amigos de su padre, no podían estar a la altura del cosmopolitismo y sofisticación que había disfrutado en Italia, rodeada de intelectuales liberales. Ella y su forma de entender la moral no encajaban con la mayor parte de la sociedad londinense. De hecho, entre sus amigas había también lesbianas a las que facilitó sus proyectos de vivir juntas en un lugar moralmente menos represor. Tras enviudar y regresar a Londres tuvo varios pretendientes y amantes, pero siempre mantuvo una vida privada discreta y no se volvió a casar.
La Mary de mi relato se siente decepcionada por el género humano, como la Mary real debió de sentirse defraudada por su sociedad e incluso por el propio Shelley. A cuya memoria, a pesar de todo, ella siempre permaneció fiel hasta el punto de hacer grandes esfuerzos para que las obras y biografía del que había sido su marido se publicasen. Es el sino del escritor: sólo nuestras creaciones permanecen junto a nosotros y nos son fieles hasta el final. Y sin embargo mi Mary escoge la vida real en lugar de la fuga de ficción que se le ofrece. Mi Mary no deja de ser una alegoría de la mujer, con su infinita capacidad de perdonar y de seguir ofreciéndose generosamente hasta el final, aun no sintiéndose justamente correspondida. También los personajes femeninos de las obras de la propia Mary solían representar la sensibilidad y la racionalidad, frente a la impulsividad y la brusquedad que encarnaban los hombres.
Su figura me fascina, lo confieso. Vendrá la muerte y tendrá tu rostro no es el único relato que he escrito sobre ella. Su propia vida se diría una parábola, el ejemplo más evidente de cómo el hombre está sujeto a los avatares del destino. Su historia tiene mucho de tragedia griega. Por el mismo motivo, Mary Shelley es un ejemplo paradigmático de cómo el hombre, el hombre de voluntad, logra sobreponerse a los peores envites. Ella constituye un modelo para el resistente: una nave que, aun herida por los duros témpanos, flota y mantiene el rumbo.
Imagen: Retrato de Mary Shelley por Reginald Easton