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Por Salomé Guadalupe Ingelmo
En los últimos tiempos, el revuelo causado por la publicación ‒bajo el sello de una reputada editorial‒ de un presunto manual para la supervivencia en la escuela, me ha traído a la mente lo delicado que resulta escribir para la infancia. Cómo nuestra responsabilidad hacia la comunidad en tanto escritores se multiplica cuando nos dirigimos a un público aún no del todo formado y fácilmente influenciable. Lo he sostenido otras veces públicamente.
Su autora, que ofrece consejos sexistas y discriminatorios, ante la avalancha de críticas de padres, educadores y cerebros sencillamente cabales, se defiende afirmando que ella se limita a ofrecer pautas para eludir un problema ya existente. Es decir que promueve el conformismo, la aquiescencia e incluso la adhesión desvergonzada ante actitudes reprobables porque, según ella, adaptarte a lo que hay nos asegura no convertirnos en víctimas. Así, secundar al verdugo cuando acosa a otros compañeros, practicar nosotros mismos la discriminación, nos permite mimetizarnos con los individuos dominantes, evitando su atención y escapando de sus iras.
La tesis esencial de la autora es, por tanto, que cuanto antes los niños y niñas aprendan a aceptar las situaciones de violencia y desarrollen mecanismos para derivar esa violencia hacia otros inocentes, mucho mejor.
No se me antoja muy pedagógico.
Y yo me pregunto: ¿dónde queda la rebeldía, las ganas de luchar por un mundo mejor, la defensa de los valores y el honor?
¿Por qué molestarse en arremeter contra las normas o hábitos injustos?, imagino que se preguntará la pragmática autora. Para que la sociedad pueda seguir mirándose al espejo quizá, digo yo. Quizá, para permitir que nuestras comunidades progresen y se vuelvan, a ser posible, cada día más ecuánimes y solidarias.
Si a lo largo de la historia el ser humano se hubiese limitado a acatar las normas vigentes sin razonar sobre ellas, sin cuestionarse las consecuencias éticas, como la autora postula, sólo por poner dos ejemplos de los tantos que se pueden esgrimir, seguiría habiendo esclavos negros y la mujer continuaría sin derecho al voto. Los abolicionistas y las sufragistas deberían haberse adaptado a sus sociedades para evitarse problemas, para no llamar la atención. Y sin embargo optaron por el riesgo que suponía intentar cambiar lo que consideraban injusto, el segregacionismo racial y el sometimiento femenino. Y sin embargo, porque en toda época, a pesar de los riesgos, han existido personas consecuentes con sus principios y solidarias con sus semejantes, se organizó clandestinamente el Ferrocarril Subterráneo, y no pocas mujeres, tristemente, fueron encarceladas únicamente por exigir sus derechos civiles.
Si nos hubiésemos conformado, si otros antes que nosotros se hubiesen “adaptado”, aceptado “razonablemente” su realidad, si hubiesen escuchado únicamente a su instinto de supervivencia y se hubiesen guiado exclusivamente por sus propios intereses o comodidad, la autora del polémico manual habría podido firmar un contrato de edición sin el consentimiento de su marido. Ni viajar, trabajar por cuenta ajena o ejerciendo profesiones liberales u otras tantas actividades ahora consideradas habituales, sin el permiso de su tutor masculino ‒que sería siempre su representante legal‒. Porque ésta era la realidad que hasta hace bien poco vivían las mujeres en España. Yo aconsejaría que reflexionásemos todos seriamente sobre ello.
La autora se declara alarmada por las amenazas que presuntamente ha recibido. Me cuesta creer que precisamente quienes criticar el sesgo de su obra por machista, discriminatoria y otras cuantas cualidades escasamente edificantes, a quienes preocupa su influencia sobre la tierna personalidad de niños y adolescentes, postura aparentemente bastante responsable, se dediquen a reproducir comportamientos propios de la mafia ‒entiéndasemé bien, tampoco ella ha manifestado haberse despertado con una cabeza equina sobre su almohada‒. Pero, teniendo en cuenta cómo anda el mundo, inmerso en una espiral de violencia que amenaza con sumirnos en la peor visceralidad, le concedo el beneficio de la duda e incluso estoy dispuesta a creerla.
No obstante, me gustaría recordar que existen muchas formas de ejercer la violencia, y a menudo la más solapada se revela la más peligrosa. Me refiero esencialmente a esa institucionalizada, la que impone determinadas normas de conducta si se quiere ser aceptado; qué hacer, decir o cómo vestirse si queremos formar parte del grupo; cómo “cazar” y conservar a un ejemplar del sexo masculino… Qué mayor violencia que seguir reproduciendo un patrón que ha mantenido esclava a la mitad de la población durante siglos, que sólo ahora tímidamente comienza a desterrarse. Qué mayor violencia que alimentar con esos prejuicios a quienes no tiene aún experiencia vital suficiente para revelarse, ni tan siquiera para ponerlos en duda. Si un adulto, por demás un adulto con la suficiente autoridad para escribir un libro, dice que las cosas son así y así han de seguir siendo, seguramente ha de tener razón.
Hace poco descubríamos que el Ayuntamiento de Málaga estimó apropiado que los perros locales hiciesen sus necesidades sobre los restos de represaliados de la Guerra Civil, la segunda mayor fosa común de Europa ‒dudoso orgullo en el que sólo quedamos por detrás de Yugoeslavia‒, sobre la que se colocó un “pipicán” a sabiendas. Se me antoja muy revelador, esclarecedor sobre lo que determinadas instituciones, o para ser más exactos los cargos públicos que circunstancialmente las representan, piensan sobre la Memoria Histórica. Y establezco una asociación entre ambos casos porque lo de la mencionada obra dirigida a la infancia se asemeja peligrosamente a ciscarse en la memoria de quienes arriesgaron o dieron su vida por defender los derechos humanos en sentido amplio y también, más concretamente, los de la mujer ‒además, cómo no, en el dolor de quienes fueron víctimas de acoso infantil de niños‒. Ciscarse en ambos casos, en el del “pipicán” y en el del libro, en las víctimas, lo que me parece especialmente despreciable y mezquino, amén de cobarde.
Demonizar no es lo mío, pero sigo pensando que resulta indispensable reflexionar antes de hablar o escribir. Y si ello es así siempre, mucho más cuando nos dirigimos a niños o adolescentes. El escritor ha de ser consciente de su responsabilidad, pues posee un arma poderosa si se sabe usar con nobles fines y de modo juicioso; devastadora si se esgrime de forma insensata. Escudarse en la libertad de expresión, como se está poniendo tan de moda, para justificar cualquier atropello, no es propio de personas maduras. Lo mismo hacen quienes insultan y vilipendian públicamente, y no parece razonable ni decoroso. Para exigir respeto hay que aprender a respetar. Para obtener una sociedad respetuosa es condición indispensable educar en el respeto. Porque si no, estaremos incitando a que nuestros niños actuales continúen reproduciendo patrones violentos en el futuro ‒incluido insultar y amenazar a los escritores cuando sus obras nos parecen improcedentes‒. Y todo ¿por qué? Porque adaptarse a un mundo violento en lugar de combatirlo es lo más razonable si queremos sobrevivir, o al menos eso nos dijo un libro que leímos en nuestra infancia…
El problema, quizá, es que estamos hablando de un presunto manual de supervivencia, y no deberíamos enseñarles a nuestros niños a sobrevivir, sino a vivir. A ser posible, dignamente.
Y por cierto, respecto a esta teoría de hacer oídos sordos ante la ignominia y perseguir a las víctimas para comprar el favor y la protección de los verdugos, querría recordar los famosos versos de Martin Niemöller:
Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío,
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.
Ilustración:
Julio Romero de Torres, “Conciencia tranquila”