Machados

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Antonio Cascales
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Machados

 Por Antonio Cascales

 Van entrando en tu vida. Primero, don Antonio, el viejo maestro cansado, fotografiado en las Salesas con su torpe aliño indumentario, el jardinero de versos de mis diecisiete años, el agua de la fuente, sobre la piedra tosca y de verdín cubierta; el zahorí de estampas que volverán con el tiempo, y muerto Abel, junto a una mancha carmín; el que sabe grabarnos el paisaje en el alma y sabe  hacernos ver más allá del paisaje, diagnosticar, Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora; el maestro que nos lleva de la mano, campo adelante, y nos enseña el ejemplo de la encina, que brota derecha o torcida con esa humildad que cede sólo a la ley de la vida, que es vivir como se puede. El jardinero de la terca esperanza, minúscula, indestructible, olmo, quiero anotar en mi cartera la gracia de tu rama verdecida. El escribano de su  propia agonía en los recuerdos de sueño, fiebre y duermevela de Abel Martín, ¿soy yo el sambenitado, señor verdugo?

-Sí.

MachadosEn el desgarrón de un soneto aparece su padre, aún joven. Lee, escribe, ojea sus libros y medita. Se levanta; va hacia la puerta del jardín. Pasea, a veces habla solo, a veces canta.

El padre Machado, dedicado a escuchar la voz del pueblo, la verdad del pueblo, no en los libros, en las coplas, en los cantares, los decires, los refranes. Con una atención y un respeto heredados de su madre, doña Cipriana, la abuela Cipriana que recogía ya coplas y romances en los campos de  la España de Isabel II.

De ahí viene una de las raíces del texto machadiano, de la abuela Cipriana, hija de un liberal desterrado un tiempo en Francia, de donde volvió consecuente con sus verdades, las que están depositadas en el fondo del saber popular y hay que saber encontrarlas poniendo un oído atento. Vuelve a Sevilla, su cuna, casada con el tercer Machado, el abuelo Machado, don Antonio, joven catedrático formado en países europeos que busca casa y la encuentra en el palacio del marqués de Montefuerte, entre la Plaza del Duque y la calle de las Palmas, hoy Jesús del Gran Poder. Una casa blasonada, con cadenas que aún perduran, porque allí debió pernoctar el rey Fernando VII, declarado demente—por no guillotinarlo– en la iglesia de al lado, San Hermenegildo. Allí vive el abuelo Machado varios años, hace buenas migas con sus vecinos del cuartel de la Gavidia, donde entre los oficiales se mueven los ayacuchos que quieren una corona sometida a la norma constitucional. Ese enorme palacio, que tiene fachada a la plaza de la Gavidia, será convertido en Gobierno militar obligando al abuelo Machado a buscar otro domicilio. Mientras, en la Universidad, con Federico de Castro y Federico Rubio, conspira, suma voluntades, firma manifiestos y prepara unos apuntes, clandestinos, donde da las primeras nociones de las ideas evolucionistas de Darwin.

Una tarde nublada de septiembre de 1868, el abuelo Machado, miembro de la Junta Revolucionaria, ve salir por la puerta del cuartel de la Gavidia al general Izquierdo, a caballo, con la bandera de España en la mano, que se dirige al Ayuntamiento para tomar posesión de la ciudad sublevada.

Allí, el general habrá de aceptar un pacto con el poder civil de la Junta, y con el pacto un decálogo ejemplar, que publica al día siguiente la prensa: la consagración del sufragio universal y libre como fundamento de la legitimidad; la libertad absoluta de imprenta, sin deposito ni fianzas; la abolición de la pena de muerte; la abolición de las quintas; la abolición de la Constitución bastarda que nos venía rigiendo…

En ese mismo espacio, delante del cuartel de la Gavidia, sesenta y ocho años más tarde, otro general sublevado contra la II República, Queipo de Llano, hará leer el primer decreto aboliendo las libertades, clausurando los sindicatos, iniciando la convulsa etapa de la Guerra Civil entre cuyas víctimas destaca, ejemplar en su obra y en su vida, el poeta Antonio Machado.

 

Antonio Cascales

 

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