Los veranos de Hernann Hesse

Los veranos de Hernann Hesse

Antonio Costa Gómez
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Los veranos de Hernann Hesse

    Hesse escribió“ El último verano de Klingsor” poniendo toda la vitalidad desesperada de un pintor en sus últimos días. Poniendo toda su captación visionaria de la vida.  Pero en realidad toda su obra, toda su vida, fue un verano. En el sentido que él le da. Porque yo prefiero el invierno. Pero para él el verano significa el chillar de las cigalas y todo el vitalismo del cosmos. Para mí es el aburrimiento, para él era la vibración y la rebeldia-

    Y en ese sentido toda su obra fue un verano.  Lo fue “Demian”, cuyo protagonista solo quería ser él mismo y no comprendía porque tenía que serle tan difícil,  miraba con Isaac Sinclair el fuego lleno de vida en la chimenea y pensaba en la serpiente rebelde de los gnósticos y el conocimiento.  Lo fue “Bajo la rueda”, donde el personaje no quiere que el sistema lo aplaste bajo sus ruedas.  Lo fue el inolvidable “El lobo estepario”, donde el solitario lobo trae los bosques apasionados a su cuarto, proclama su soledad incontrolable, se deja mandar solo por las mujeres, increpa al Goethe académico e imperial en su retrato.

      Una vez un pedante académico me dijo que Hermann Hesse era para adolescentes. El quería abstracciones académicas y frías.  Palabras supuestamente sesudas de gabinete. Ir por las calles y respirar la vida es poco académico. Querer que la literatura te haga vivir de verdad, que no sea solo acumulación de lecturas en plan pedante, es para adolescentes.

       Estos académicos siempre serán lo mismo. Posan junto a la mesa como Ortega y Gasset y se empolvan la nariz. Ni se les ocurre salir a la calle. Ni se les ocurre pasear por el bosque. Ni se les ocurre viajar o emborracharse un atardecer. Lo suyo solo posturas sesudas, conceptos sin vida.

      También era un verano “Sidharta”. Aquel hombre  busca el saber por todo el mundo y por Oriente,  busca con todo su ser y con su cuerpo,  y al final encuentra la sabiduría en lo más sencillo, como los maestros zen. En   aquella piedra sencilla junto a un río que se lo enseña todo. En aquella piedra desigual y asombrosa que nos rompe la mirada como en los jardines de piedras japoneses.  En aquella piedra que no consistía en conceptos vacíos, que rompía todas las cárceles de los conceptos, en la que se escuchaba chocante el fluir del agua.  Herman Hesse me dio con toda su melancolía visionaria el último verano de Klingsor.

       Hesse no fue para nada un escritor académico, rompió del todo con el academicismo. Como Henry Miller, como Jack Keroauc. Como William Saroyam ,si me apuras. Como muchos escritores orientales, que quisieron destilar de verdad la vida en sus escritos. No acumular conceptos académicos para que los leyeran otros académicos. Para que alguien escribiera una tesis doctoral perfectamente muerta y perfectamente inútil. En eso sí que tiene que aprender Europa de Oriente, y Herman Hesse lo aprendió puntualmente.

     Toda su vida buscó desesperadamente, con todas sus fuerzas, que sus páginas se llenaran de vida, que  destilaran la vida. Que nos alumbraran una forma de vivir la vida.     Su escritura fue una lucha desesperada con las palabras. Con los viajes, con los vagabundeos. Rompiéndolo todo, replanteándolo todo. Cayéndose debajo de las ruedas y levantándose de allí abajo. Buscando la vida auténtica debajo de las ruedas. Buscando rescatar la vida debajo de los engranajes.

     Por eso resulta decepcionante su última obra “El juego de los abalorios”, su última obra. Siempre defendió la personalidad propia y al final exalta una comunidad de seres del montón. Siempre luchó contra el sistema y al final implanta un sistema. En teoría el juego de los abalorios consiste en sintetizar toda la cultura humana, en destilar apasionadamente todo lo que tiene de vivo. En teoría mantiene en ello un misterio, una pasión. Pero también la cultura se codifica, se reduce a unas tarjetas que se arrojan a una mesa. Resulta decepcionante.

      Pero antes de eso toda su vida fue una lucha admirable. Si ese pedante académico dice que era para adolescentes, yo le respondo con Gombrowicz: que viva el tiempo de la inmadurez. Lo que está maduro está muerto. Lo que está inmaduro sigue creciendo y mantiene la vida. Y por eso Hesse siempre fue mágicamente inmaduro. Como las ruinas góticas, que son mucho más vivas que los edificios terminados.

      Toda su vida fue un verano, en el sentido en que él usa la palabra.  Fue un chillar de cigarras y un dispararse de colores. Fue un peregrinar del pintor Klingsor enloquecido por el bosque. Sintió toda su vida chispeando, adivinando su muerte.  No hay nada más vivo que esperar la muerte.

     Toda su vida fue una obstinación, un sentido propio, como él decía. Tenemos que defender nuestro sentido propio, tenemos que ser obstinados. Solo así no nos aplastarán nunca del todo las ruedas. Solo así los sistemas y las doctrinas no nos domesticarán. Solo así no estaremos nunca maduros ni muertos. Ni seremos polvo de archivos, que es lo que más odiaba Nietzsche.

     Su vida fue una sucesión de veranos, sus obras fueron un verano tras otro. Cada vez asombraba al mundo con el chillar de las cigarras y el dispararse de las ocurrencias. Cada vez le decía al mundo: me revuelco por los prados y la vida,  y nadie me pillará. Por eso era solitario e irreductible. Y por eso mismo, porque era sincero, conectaba con los más vivos.

      Por eso deslumbró a tantas personas, por eso ayudó a tantas personas. Porque leían sus libros para que los hicieran vivir, no para acumular libros leídos en las fichas. Ni para fabricar frases ingeniosas ni para escribir tratados sesudos y vacíos. Tratados que matan lo que analizan y que no se enteran de nada.   Lo suyo fue una sucesión permanente de veranos. Y nos traía el verano a todos, lo mejor de los veranos. Podíamos veranear con él siempre y siempre regresar a la vida.

      ¿Por qué no deberíamos olvidarlo, por qué deberíamos guardarlo como un fuego en la chimenea?  Porque traía ese fuego epítome de la vida que Demian y su madre miraban fascinados siempre. O esas serpientes que les recordaban la vida ancestral y el conocimiento apasionado y rebelde.

       En ese sentido Hesse siempre renace, siempre se convierte otra vez en las espigas de van Gogh antes de morir. Van Gogh pintó su cuadro más loco y lleno de vida antes de morir. Hesse escribió su libro más visionario y agónico antes de morir. Y antes de morir nos llevaron a las cumbres de la vida.

ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR

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