El Libro de las aguas

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Jose Sarria
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EL LIBRO DE LAS AGUAS

Por Fernando Cabrita

 “El Libro de las Aguas”

Diputación P. de Córdoba y  Casa de Galicia en Córdoba

José Sarria

Vengo de la lectura de un libro de poesía absolutamente fantástico: “EL LIBRO DE LAS AGUAS”, de José Sarria, escritor español, de Málaga, que ha visto su trabajo premiado y traducido en muchos países. Este mismo poemario, “El Libro de Las Aguas”, edición de 2015, recibió el El Libro de las aguas_305x495XXII Premio Nacional de Poesía “ROSALÍA DE CASTRO”. El conjunto de 26 poemas, todos ellos hermosísimos, se estructura sobre tres líneas esenciales: el agua, que da título al libro, la memoria y el silencio. Y sobre esas tres líneas se construye una poesía conmovedora, radiante de emociones; una poesía que hace vibrar la cuerda sensible en cada hombre y nos transporta a la infancia, lugares de memoria, y a ese “lugar preciso donde, jóvenes, por un instante fuimos eternos, invencibles, inmortales”.

¿Quién de nosotros, en su juventud, no era también invencible y eterno e inmortal? ¿Quién no ha sentido que la juventud -que ahora se resguarda bajo las cosas que transitaran- fue como un momento divino? ¿Acaso no era nuestra juventud otra divinidad a nosotros otorgada?, ¿y no hemos sido a nuestro modo dioses, dioses de nosotros mismos, dioses para siempre? José Sarria nos da esta profunda emoción de retorno a la época cuando así fuimos; y lo hace en un lenguaje de puro brillo, una tesitura de esplendente poética, despojada de artificio excusado, en una expresión clara, cristalina, donde despunta la luz de todo el sur que ha sido y del sur que es. Las palabras son correctas y precisas, las más limpias y las más justas. Existe en ellas el rigor que Pound aconsejó: “nunca utilice en su poema una palabra que no venga a ser absolutamente necesaria”.

Y cada palabra de José Sarria en “El Libro de Las Aguas” viene en la medida justa. Rigurosa, cada una, como el país o la casa en que vive el poema y el poeta. El autor mismo nos advierte, al abrir el cántico: “No tengo otro país que la palabra…”. Y concluye ese su poema (que sintomáticamente intitula “El Sur”) con el mismo concepto de identidad/patria de la palabra: “Siempre atesoré la certeza / de que al final nos quedaría / el murmullo del agua en las acequias / el sustento de los geranios / y la patria común de la palabra”.

La lectura de este libro nos da una poética de tranquilidad, de apaciguamiento, donde se entretejen anhelos de agua, nostalgia y el encanto de las cosas que, aunque pasadas, siguen atesoradas en la memoria y en el espíritu: “Allí está” escribe José Sarria: “He visto cómo me mira y me sonríe. Espera en aquel preciso santuario, universo donde las cosas y los lugares mantienen, intactas, sus promesas: el amor adolescente, el candor inagotable, las barcas repletas de frutas y canciones, el camino de los naranjos o el olor de las manzanas de oro: los destellos más altos, los himnos de las victorias”. Uno lee esto y se conmueve. Se trata de nuestra infancia que regresa de la mano del poeta. Nuestra infancia. Todas las infancias. Y el agua siempre a murmurar detrás, arrullando en cada estrofa, esta agua que encuentra su patria y sus raíces en al-Ándalus, el agua que bebían “las gacelas de los años”, agua primordial y peregrina en que “nuestra propia existencia permanece flotando” en el Puente de Córdoba.

La poesía se hace aquí de peregrinación no sólo por el recuerdo de la infancia, sino también por el recuerdo de los viajes y lugares visitados (Tamerza, Jemaa el-Fna o Estambul), en los altos corceles que adentran a menudo los poemas o esas gacelas, perfectas perlas, que doran el texto con gracia y elegancia.

Es que la perfección de esta poesía es su misma agilidad, en la palabra siempre encantadora y precisa que conlleva consigo la profundidad, la huella de lo que era; pero incluso su propia negación tan hábilmente expuesta: “no existen palabras más fuertes que el silencio”.

Y en el silencio, en ese mágico espacio entre la palabra y lo que no dice, existe el eco y los sonidos del zéjel y la moaxaja y las voces de Muafa “Al Cabri”, de Ibn Ammar, o de Al-mut’amid: “Saluda en mi nombre, Abu Bakr, mis queridos lugares de Silves / y dime si su nostalgia / es tan grande como la mía. / Saluda el Palacio de los Balcones, / de parte de quien nunca lo olvidó, / ese lar de leones y gacelas y / sonido de salones y sombras que / para mi dulce refugio fueran (…)”. O aquel rio que cantó Assantamari.

Porque la poesía de José Sarria, sin citar, sugiere, evoca, convoca. El último poema del libro, “Huerta del Cielo”, inmediatamente plantea la memoria de Antonio Machado y su infancia (“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, / y un huerto claro donde madura el limonero”), trayendo de Machado, recuerdos, patio y huerto, sin nombrarlos.

Pues así es. Aquí tenemos un magnífico libro, editado por la Diputación de Córdoba e ilustrado con una viñeta del pintor Juan Gómez Macías, que ennoblece la cubierta del texto.

Y aquí aflora una gran poesía. Una brillante y alta poesía de la más absoluta modernidad, en el mejor sentido de la palabra. Y una escritura meridional, no de un sur geográfico, sino de un sur que es identidad y espíritu, un sur que pasa por las venas históricas del Tiempo.

Un altísimo poema de un gran escritor contemporáneo. Porque sólo la gran poesía se puede escribir tan despojadamente, con tan hermosas ideas y tan profunda filosofía: “Cuando cae la noche contemplo las estrellas. / Contemplar las estrellas: / un pequeño tesoro / para los que no tienen / más fortuna que el tiempo”.

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