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Manuel Filpo Cabana
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Muchas fueron las veces que desde el modesto hogar de mi tío Antonio, sito en la calle Antonia Díaz, acaricié la edición de Ramón Sopena, S.A. hasta llegar a mi piso de la calle Santa Ana. Contento y alborozado por sentirme importante —dado el gran regalo que me había hecho—, inesperado, extraído de un aparador donde objetos más propios de su nombre compartían espacio con aquella ‘lujosa’ edición de 1950 de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. La editorial lo lanzaba con «el propósito de honrar la memoria como mejor puede hacerse: coadyuvando a la constante divulgación de la obra inmortal y que, siendo cuidadísima, pudiese llegar a todas las manos por su exiguo precio».

Desde aquellos doce años hasta los setenta y cinco que curso, mis manos lo acariciaron muchas veces, tanto para leerlo otra vez como para saborear los capítulos preferidos. Las 1.048 páginas han envejecido al compás de mis neuronas y hoy presentan con la mayor dignidad el inevitable paso del tiempo: un amarillento tono inequívoco de una vejez altiva.

El CIS asegura que solo la mitad de los españoles han leído El Quijote (abreviatura de su correcto título). Llama la atención que el 51,3% considere que la obra es muy larga y muy difícil por el lenguaje en el que está escrito. Entre quienes sí lo han leído, el 54,1% lo hizo obligado por motivos de estudios, el 30% por motivos personales y solo el 10,8% por tener cultura.

Lo siento por ellos: se han perdido una obra tan real como la propia vida porque —y aunque Cervantes era un hombre culto y pensador—, no pertenecía al santoral: aficionado al juego, prestamista, corredor, negociante que traficaba con joyas, gallinas, esclavos… y mucho más político de lo que aparenta en sus obras. Tuvo la rara suerte en aquellos tiempos de tener un imitador: Avellaneda. Y hasta la presente —ojalá siga— su vida quedó envuelta en el sabor del misterio.

Existen contadas obras universales básicas que deberían pertenecer al imprescindible currículo de toda persona que aspire a poseer una cultura más allá de la universitaria, y menos en los tiempos actuales donde el estudiante que opte por una licenciatura permanece más interesado por saber qué suele preguntar para aprobar el catedrático de turno —con sus apuntes exclusivos— que de tener una amplia visión del ser humano, la que abre perspectivas de nuestro fugaz paso por este vulgar geoide lleno de molinos de viento junto a una que otra Aldonza Lorenzo.

Tengo un gran amigo sin estudios universitarios, lector empedernido e, inevitablemente, cultísimo que habla y escribe con casi absoluta perfección. Lleva varios años en el paro ¡cómo no! Me alegra su compañía porque siempre me enseña mucho: estímulo y curación para mis pecadoras ráfagas de inmodestia. Tuvo una relación sentimental con una muchacha, catedrática de instituto licenciada en Ciencias Exactas. «Sé lo que me aconsejas, Manolo, la oportunidad para estabilizar una vida incierta, más cuando ambos nos gustamos físicamente, pero tiene una gran dificultad para convivir: en absoluto le interesan las ciencias relacionadas con la historia o los muchos misterios que nos rodean. Solo le seducen las matemáticas. Me resulta imposible un futuro al lado de una persona sin otras inquietudes». Y así sigue, como un loco que ha perdido todo menos la razón, bien a la búsqueda del origen de los tartessos o si el universo que vemos es el único posible.

Al paso que vamos, dudo que con la pobreza galopante de nuestro rico vocabulario, el porcentaje de lectores de la simpar obra de Cervantes suba. De lo que estoy seguro es que el que suscribe sería otra persona diferente si no hubiese contraído un matrimonio bien avenido con las enseñanzas, siempre nuevas y fascinantes, del perseguidor de gigantes por una Mancha interminable y llena de facinerosos personajes. Igual que hoy.

 

Manuel Filpo Cabana

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