La Torre de Babel
Desde que el ser humano fabricó el ladrillo y la argamasa y dio rienda
suelta a su imaginación, parece ser que no tuvo otra idea más elevada que la
de rozar el cielo. Si esto irritó a Dios sobremanera y nos obligó a estudiar
idiomas sembrando la confusión en nuestras lenguas, hoy, a esta ciudad del
medio tacón de la Giralda, Giganta cervantina por ser la torre más alta del s. XII,
le ha crecido en la Triana de la Cartuja, un gigantón que levanta más puyas que un cactus del desierto de Arizona. Pero no me remitiré a Manhattan ni a la Estatua de la
Libertad, aunque sus desafíos arquitectónicos tan solo son comparables a las
pirámides de Egipto y al Coloso de Rodas, esa maravilla de la antigüedad que se pasaba por la entrepiernas los velámenes de las embarcaciones. Y no lo haré,
porque los americanos tienen poco pasado, han aprendido el carpe die
horaciano, viven el presente y tienen más futuro.
Sin salir de Europa, y por los rifirrafes de tirios y troyanos cuando se
topan con algo novedoso, sabemos que es menos complicado aceptar el
pasado que evolucionar hacia el futuro. Seguramente porque el pasado está
hecho y solo nos implica a seguir por sus líneas matrices, y el futuro tenemos que crearlo y aprender a adaptarnos a él. Sabiendo y aceptando que todas las innovaciones han tenido trabas en sus inicios. De ahí que a Bécquer no le publicaran su obra, y Rubén Darío, que remozó y dio frescura a nuestro idioma, hay quien pidió, desde unos versos, que le
torcieran el cuello a su cisne de engañoso plumaje. Hoy esto no se sostendría por
su propio peso aunque sigue repitiéndose en todas las manifestaciones del arte. Recordemos que muchos de los monumentos y obras emblemáticas que hoy admiramos en todo el mundo, fueron duramente criticados en sus fases iniciales y sus autores avocados a
la marginalidad, remitámonos al caso sangrante de Van Gogh, por ejemplo.
Ni la Giralda se libró de estas insensatas especulaciones cuando el
arquitecto renacentista Hernán Ruiz, acometió la reconstrucción del
minarete almohade y sustituyó el yamur, destruido en el terremoto de 1365,
por el actual cuerpo de campanas, y mezclando la sebka con el cinquecento
culmina un milagro lleno de heterodoxia.
Gustave Eiffel, del que no se podrá dudar hoy en día, presentó su
proyecto de torre a la Exposición Universal de Barcelona de 1888, y los
munícipes responsables lo rechazaron porque les pareció una construcción
extraña que no encajaría en la ciudad. Esto también nos sigue pareciendo una falta de visión. Lo hicieron mejor con el Ensanche y levantando la polémica Casa Milá,
peyorativamente llamada la Pedrera, y objeto de escarnio desde buena
parte de la ciudadanía y los periódicos barceloneses. Yo preguntaría si
aquellas formas aniñadas del maestro Gaudí, inspiradas en la arquitectura sudanesa, eran “un insulto a la belleza” como decían ciertos sectores. Porque el genial arquitecto modernista, ya refrendado universalmente por todo el conjunto de sus obras, soportó estoicamente las opiniones que le imputaban de estar convirtiendo su ciudad en “un lugar horrible, en el que edificaban casas para los dinosaurios y los dragones”.
Cuando por fin Eiffel levanta el gran mecano de su torre y hace que
obstante París el monumento más alto del mundo, 324 metros incluyendo la
antena de radio de su cúspide, hay artistas que firman un manifiesto en
contra del insigne ingeniero, y éste se limita a decir si no lamentarán con el
paso del tiempo el haber tomado partido tan a la ligera. Qué duda cabe que
el tiempo vino a darle la razón, y las protestas de sus adversarios se
quedaron en una mera anécdota, ya que la torre Eiffel se adelanta diez años al siglo
XX para convertirse en el símbolo más emblemático de París.
Algo parecido volvió a pasar entre los parisinos con la Pirámide de cristal
de Louvre y con el Centro Pompidou. Ambas edificaciones fueron una
conmoción ciudadana. Contrastaban estridentemente con los edificios
colindantes, en formas, estructuras, materiales y coloridos. Y si Ming Pei
convirtió el número de la Bestia en 666 rombos de luz dentro de una
superficie de 1250 metros cuadrados, Renzo Pïano y Richard Rogers,
influenciados por la arquitectura racionalista de Van der Rohe, hacen
posible un inmueble basado en el high-tech, entendido como un contenedor
donde probablemente se podría dar cabida a un todo.
¡Qué alegría que se llenara de cultura y espacios de ocio! Donde después de una mirada introspectiva a la metafísica del arte, te puedes tomar una cerveza mirando las vísceras del edificio, que transportan su tecnología inteligente por sus fachadas, y contemplar a la vez el juego de los niños en la plaza aprendiendo otra manera de construir y de pensar.
Ahora no quiero faltar a Le Corbusier, ni pasar por alto los ingredientes
urbanísticos de autopistas suspendidas, altos edificios que
descubren perspectivas aéreas, bloques levantados sobre pilares, cubiertas
ajardinadas, criterios bioclimáticos para el ahorro de energía y reciclado de
materia orgánica. ¿Por qué no voy a tener la aspiración de no depender de un
contenedor de basura con lo que ocupa, incomoda a la higiene y afea al
paisajismo y a la convivencia urbana? ¿Por qué vamos a renunciar a mejoras
que se hicieron posibles en los años sesenta del pasado siglo sin olvidar la irracional y divina proporción del hombre: el número áureo?
Recuerdo que la primera vez que estuve en Viena, me llamó la atención
que desde un dédalo de calles adyacentes a la plaza de la catedral, pudiera
contemplar reflejándose en una fachada de vidrio y piedra escalonada, las
jacarandas florecidas, la techumbre y la espectacular aguja de San Esteban.
Qué hermoso anticipo me adentró en Stephansplatz. Por esa visión
recuerdo el hecho como algo que no me dejó indiferente. Era la Casa Haas,
del arquitecto vienés Hans Hollein que, desde su planificación, tuvo
detractores y fuertes resistencias para impedir su construcción. La
polémica estaba servida. ¿Cómo iba a encajar aquel edificio tan novedoso en
el casco histórico de la ciudad antigua?: Seguramente mirando sin
prejuicio.
Ahora, Cesar Pelli, Premio Internacional de Arquitectura Sostenible y genial tucumano que hiciera posible la compleja maravilla de Las Torres Petronas, ha a empinado a Triana para que desde su suelo se asome a su caserío y al chapitel vidriado de Santa Ana. Al zigzag del Guadalquivir y a la gran urbe sellada por una catedral de locos y un alminar asunto al cielo. Cúpulas barrocas y palacios renacentistas conviviendo con el historicismo de Anibal González y el gesto de Calatraba en el puente del Alamillo. Y en esa geografía
del aire que encuentra a Roma cuando roza Itálica, el solar de seda de don Alberto Lista y el grito de Rodrigo de Triana. Todo y más entre la neblina que levanta el Aljarafe y los ojos moribundos del Cachorro. Al lado mismo del edificio de Sáez de Oiza y el de Santa María de las Cuevas, donde las chimeneas de Pickman ocultan, cómo no, a un novio cartujano pintor de loza…
Por lo pronto vamos a ostentar el edificio más alto de Andalucía con sobresalientes hermanos en buena parte del mundo. Este hecho es un paso hacia delante en la arquitectura de la ciudad. Y si ese paso se ha dado en Triana, me parece que hemos tenido suerte como si contáramos con un mural de Diego Rivera o una obra de Botero, y aspiráramos a las estructuras de Janet Echelman y a sus redes ancladas en el firmamento. Va siendo hora que la capital andaluza empiece a retomar su capitalidad y la ejerza como tal. Que no nos avergüence sabernos grande o un poquito más grande. Lo digo, porque nos están tomando mucho terreno en cuestiones culturales y de toda índole.
Claro está que la ciudad tendrá que estar a la altura, y nunca mejor dicho tratándose de un rascacielos, con unas infraestructuras adecuadas y responsables. Y quiero apuntar, que lo que más me importa por ser excelente para el contenido posterior del edificio, es la justificación que da La Caixa para sacar el proyecto Caixaforum en Sevilla de las Las Atarazanas y ubicarlo en la Torre Pelli, sabiendo que el concepto de Caixaforum “un espacio vivo, al servicio de las personas, en el que la cultura se manifestará como una
herramienta eficaz para la cohesión y la transformación social”, se haga
realidad en esta Triana que tanta cultura y espacios culturales demanda.
Por otra parte, y mirando su fisonomía inconclusa, declarar que nunca quise abortarla. Que es un parto querido para mí desde sus aljibes que administrarán la lluvia, hasta la tecnología fotovoltaica que organice sus termómetros y sus jardines colgantes. Que por su cercanía parece que estuviera criándola a mis pechos y le di biberones de hormigón, hilos de comprensión para amarrar sus grúas, y domeño mi vértigo como la chica de Superman para subirme a ella. Que la llevo presente. Que la he absorbido, y me urge su camisa de fuerza y de locura, de acero, de vidrio y de cerámica.
De sobra sé que no estábamos a la altura de sus estipendios económicos. Que era una frivolidad poseer la elíptica de su cuerpo. Lo sé. Como sé que aprenderemos a insertarla en el breve paisaje de la vida.
Rosa Díaz
Poeta y escritora
La Torre de Babel