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La vida es muy simple pero insistimos en hacerla complicada.
Confucio.
¡Muerta, soy muerta! Señor del desierto y las tinieblas donde no crece la vida ¿Ahí me encuentro? Ya no podré contemplar la mañana, ni pasear por las montañas sonrosadas en ese paisaje tibio de mi tierra; acariciar el brezo, la jara y el tomillo…, ese olor que llevo pegado en mi piel. Mirar los colores de los pajarillos, los insectos y el sonido del agua en su destino. En mi patio, oler las flores naranjas, azules, rojas y amarillas de los parterres. Tampoco podré acomodar en mi pañuelo de seda capullos de azahar o jazmines para perfumar la alcoba.
Ahora tomaría una infusión y comería el trozo de tarta que dejé sin tocar. ¡Tantos libros por leer, tantas melodías por oír, tantos países por visitar! ¡Tantos te quiero por decir, tantos besos por dar! ¡Perfidia infinita cae en mi corazón! ¡Cuánto dolor en mis adorados padres! ¡Cuánta pena en mi familia! ¡Cuánto desconsuelo en mis enamorados! ¿Por qué llegó la muerte tan temprano ahora que iba a empezar la vida? ¡Oh muerte que ronda, muerte enamorada! ¿Tendré que padecer una eternidad de soledad?
Una traicionera nube negra me envolvió. Los cielos tan azules de mi ciudad los cubrió un velo oscuro. Una sombra cubrió las lilas que empezaban a florecer y las marchitó. Las cubrió… como si fuese un nubarrón tenebroso goteando carbonilla: sobre los huertos, los jardines, las casas, la población… sobre mi alma, mi corazón. La nube negra se apoderó de mi persona, quedé encerrada en aquel color único. Tenía cabeza, cuerpo, brazos, cuernos… ¿Era un horrible y espantoso animal mitológico o era una deformación de mi mente? Lo que sé es que me cogió y me arrastró… Mientras, los habitantes del pueblo miraban sin poder hacer nada. ¡Maldito sea el dolor que me asesinó, que me convirtió en un ser débil, sin esperanzas…! Ahora todo son ruegos y lamentos.
¡Que no lloren por mí, no lo merezco! ¡No quiero rezos, ni un ser dolorido, ni lutos, ni golpes de pecho, ni velas encendidas, ni tristezas! ¡Que no exista una lápida con mi nombre, ni un panegírico… que nadie hable de mí… que pronto sea olvido para que nadie siga mi camino!
¡Oigo timbales! Hasta mí llega una mezcla de aromas, parece que hace sentir algo a mi cuerpo y adormece mis músculos y mis sentidos: fluctuaciones de amapolas, azucenas, rosas, claveles, margaritas, geranios… combinadas con licores de menta, licores frescos de una noche de verbena. Siento mis labios resecos y lágrimas tibias corriendo por mi rostro. De nuevo… parece que oigo voces que había escuchado en mi adolescencia de cuerpos que había amado tanto:
— ¡Mary, María Rosario, María…! — decía mi padre, mientras acariciaba mi brazo—, parece que está despertando.
— ¡Voy a avisar al médico! — apuntó mi madre nerviosa.
No volvía del sepulcro. Mi rostro pálido, mi cuerpo desmayado no salía de una tumba: volvía de unos días en coma. ¡Ay de mí!
Mi intento de suicidio no había sido consumado.
Pasé semanas en el hospital. Al principio no podía levantarme de la cama, me conformaba con sondear en mi pensamiento profundo como un pozo sin fondo, y con oler las flores que llegaban como regalos de mis tías. Ramos apretados metidos donde había ocasión, incluso en botellas de plástico… poblaban la mesita y la techumbre del armario. La habitación parecía un pequeño cementerio. Cuando pude levantarme, daba minúsculos paseos por el pasillo. El camisón azul de algodón y la bata del mismo color (incluso la talla más pequeña) me quedaban enormes, bailaban en mi cuerpo. De hecho, con el cinturón de la bata me podía dar dos vueltas en la cintura y me sobraba. Sentía un extraño placer al sentir mi enorme delgadez. Cuando me miraban las personas por el pasillo, pensaba, seguro que dirán: “¡Que bella esa chica tan delgada!”, incluso lo sentía cuando me miraban los rostros pajizos de algunos enfermos asomados al quicio de la puerta de su habitación. Tenía que estar pronto de vuelta en mi dormitorio por la debilidad que tenía. Volví a mi casa en el pueblo, esta vez con un tratamiento del psiquiatra y un diagnóstico: anorexia, bulimia, todo junto… trastornos de la conducta alimentaria. Decidieron mis padres que era preferible que me tomase un año sabático en la aldea. Mis ascendientes tenían miedo de que no me recuperase, el mismo miedo que yo sentía. Tenía en mi alma el castigo de no poder desprenderme de la angustia que se me había metido en mi cabeza y en mi alma. Si los humanos somos seres pensantes, quería no tener pensamientos. Quería estar delgada, quería estar bella y para mí estar atractiva era estar esquelética… a veces no era tanto un deseo como un pensamiento rumiante que se apoderaba de mi persona y no me dejaba vivir. ¡Oh Dios mío, líbrame de mi cabeza, líbrame del pensamiento! ¡Ay de mí!
No existen palabras para definir el dolor de la enfermedad que me acosaba, quizás la que más se aproximaba a su descripción era: ¡Misterio! Una enfermedad invisible que no se detectaba en análisis, ni en radiografías. La enfermedad de la paciencia, el tratamiento era probando medicación: poniendo unos medicamentos y si no iban bien cambiándolos por otros.
Encontré en el deporte una salida al problema de la obesidad. Aunque las ideas nunca me abandonaban, al menos con el deporte paliaba, en parte, el temor a verme gorda
Cuando pasó el año, mi padre, al ver mi mejoría, me planteó continuar con los estudios en la ciudad. Acepté, mi madre hubiese preferido que me hubiese quedado en el pueblo con ella.
En esta ocasión ya no estaba interna en el colegio, aunque seguía con monjas: comía y dormía en una residencia de hermanas y salía a estudiar a la universidad. Además, mis padres vendrían pronto a vivir a la ciudad, ya habían decido aceptar la propuesta de trabajo que les habían ofrecido y parece ser que era cuestión de poco tiempo. Elegí para formarme profesora de E.G.B., bueno, más bien lo eligió mi padre, porque esa era mi segunda opción. Ir a Madrid para hacer literatura hubiese sido mi deseo, estaba muy lejos, estando yo con la salud delicada; esa fue la opinión y decisión de mis padres. Le vi lo positivo: estaría cerca de mi familia y me pondría en contacto con grupos de poetas y literatos.
De mi novela: La señorita Juli, el sexo y mermelada de fresa.
Se puede escuchar deliciosa música mientras leemos, ejemplo: Bach (Tocata y fuga)
Desnuda soy, desnuda digo: soñadora.
LORETO SUTIL