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La Poesía de Ana Patricia Santaella
En primer lugar unos breves trazos bioliterarios:
Con sus propias palabras nos dice: “Nací en Córdoba. Me crié en la Judería, en la Plaza del cardenal Salazar. Hice Trabajo social porque me apasiona todo lo que puede transformar la realidad e incentiva el sentido crítico”.
Y efectivamente estudia trabajo social que le ha llevado a realizar una importante labor en barrios marginales de Cádiz y Granada. También ha trabajado en la recuperación de mujeres alcohólicas. Comprometida con las causas nobles ayuda en diferentes proyectos intentando limar desigualdades he insolidaridades sociales.
Desde muy joven siente la fascinación por las palabras, y comienza a escribir a los catorce años. Ha participado en revistas literarias como “Musu”, Angélica, “Aljibe de Granada”, Itinerario Interminable, Tres Orillas y en la Bella Varsovia que le editó Orquídeas para mi madre. Colabora en con el Instituto Andaluz de la Juventud, el colectivo de “Poetas Cordobesas” o “ La Sociedad de Plateros”, y desde hace años es una de las coordinadoras en la sección literaria del foro cultural “Puente de Encuentro”.
Hasta ahora ha publicado sus poesías en diversas “plaquetas” y antologías como Antología de poetas con solidaridad con los afectados por el Sida. Colabora en la Escuela de Verano “Casa Grande” de niños y adolescentes del Sector Sur de Córdoba. Ha coordinado también antologías de índole social.
En 2009 obtuvo el VI Certamen de Poesía “Encuentros por la Paz”, concedido al trabajo en dos partes titulado Territorio Apátrida y Hermanamiento Universal. Un trabajo premiado porque, según el jurado, “transmite la idea de Paz desde una perspectiva universal. Es un poema total, donde se combina el fondo y la forma. Tratando el tema de la Paz desde su raíz”.
Tiene especial predilección por la poeta Concha Lagos, a quien organizó un homenaje en el Real Círculo de la Amistad dentro de los fastos de Cosmopoética en su séptima edición.
Entrando en su obra, en primer lugar tengo que decir que me niego a creer, y no creo, que haya una literatura de hombre o de mujer y una poesía femenina o masculina pero sí hay que decir que la poesía de Ana Santaella, cuyo vórtice y excusa es la mujer, debe de llamarse algo similar: “La mujer poeta busca…/la bella mentira del poema,/ la delicada urdimbre/ el destello sonoro del deseo,/ en la gozosa verdad de sus poemas”. Aunque si lo importante es que haya poesía en sus poemas; la hay. Y si la poesía no se mide al peso, también habrá que señalar que la producción poética de Ana es corta en sus publicaciones (se reduce a varias plaquettes) aunque no escasa en poesía.
Su poesía se maneja sobre todo en lo simbólico, por eso recurre a imágenes como la luna, la luz, muy presente en su poesía como si pintara sus poemas o en sus poemas: “Las luces se asoman/ a un patio verde./ Atardece, se opaca la luz/, en las acequias lejanas de lo digno”; o “somos una ínfima luz que persevera” “si pusiéramos/ la clara transparencia/ del corazón a la luz”.
Y recuerda a María de Francia, que en uno de sus lais escribió: “Sólo la poesía nos libera del miedo y del dolor”. Ana dice: La palabra escritora/que redime las yemas/ de un largo camino”.
Transita por la infancia, como en el poema Marchita Infancia: “En el torrente marchito de tu infancia, dejaste/ las calles desabrigadas,/ y un balón arrinconado y desinflado”. Nos dice mucho el balón de ese paraíso perdido. Pero en seguida aparece la cruda realidad más oprobiosa: “Miro/ al jirón mugriento de las ingles,/ a tus manos precoces de mendigo/ y un pesar helado me fragmenta”.
Su poesía tiene dos pilares, el sentimiento amoroso y lo social, en una especie de coyunda libre de ataduras pero sí de compromisos. Y escribe esta poesía social en poemas como Palestina, A la libertad, A un ciego.
Pero sin olvidar sus raíces en los temas y estos se dirigen y se dedican todas mujeres o a algún niño, a esa infancia que ella recuerda en la Plaza del Cardenal Salazar o a un patio de Córdoba; como el bello poema “Un pájaro visita en noviembre un patio de guzmanas”.
Ana hace una vocación de fe poética y vital en un poema cuando escribe: “Es mi dogma de fe/ la sencillez” y “prendo/ en mi el juramento/ de ser feliz cada mañana”.
Es cierto lo de la sencillez pero en su último libro –aún inédito- “La sonrisa del Manzano”, y del que me vais a permitir que me pare algo más, recurre a una cierta complejidad poética, más acorde con una visión más madura de la poesía y en la que se denotan influencias de poetas como la propia Concha Lagos, Pilar Sanabria y la poesía de Vicente Aleixandre.
Lo que se denota en poemas como Tercera Residencia donde palpita un tono metafísico: “la enérgica creatividad del universo/ la ventana imaginaria del prodigio”. Un poema que alude a la creación.
En este poemario “La sonrisa del manzano”, las intenciones de la poeta están claras: lo divide en dos partes: Ventanas sentimentales y ventanas sociales, conjugando los dos puntos cardinales de su poesía y posiblemente de sus intenciones vitales.
En este libro cambia el tono poético. Alcanza la madurez con una poesía libre de ataduras formales, pero atenazada a una palabra que le lleva a indagar en los demás tanto como en ella misma, repleta de imágenes desbordadas: “No tengo para ti una respuesta/ ni el agua mansa de mi aliento/ aplaca la herida”.
Con imágenes rotundas: “¿Dónde cabe un corazón de bronce/ que repique en cada amanecida”. Y se repiten imágenes presentes en otros poemas con un simbolismo amoroso como la lluvia, el agua como vida, o el sanjuaniano pájaro.
Y es verdad que los escribe con una sencillez casi franciscana, con una cierta añoranza de la vida retirada como el poema Yegen: “El pulmón del viento/ extendiéndose/ sobre el ocre ritual/ de los castaños,/ la rústica costumbre/ de las cosas más sencillas”. O el tono bucólico de El Tiempo de Centeno: “Cantan sin cesar las segadoras,/ vendimian alma adentro/ los labriegos”.
Y ese cierto franciscanismo se hace panteísta (“Soy agua,/ soy aire,/ soy tierra”), cuando el poeta se siente inmerso en la propia naturaleza que rodea al poeta; con un panteísmo vital también trazado por el ser querido: “Y seamos el vuelo descarnado del fuego y el verdor./ Hasta ser la transparente/ consumación del colibrí”. O “He sentido la vergüenza de la rosa/ la soledad acuciante del jardín,/ el equilibrio de la nuez sobre el nogal”.
Pero no excluye a los demás ya que pretende a “un amor universal”, “hacerlo mío y de los otros”. Como el bello poema dedicado a Miguel Hernández “Los Puntos sobre las íes”: “Ya no andas enclaustrado,/ni el aguijón de la tuberculosis/ obcecado te atormenta”.
Y es una poesía intensa y emotiva: “Empuña el corazón al corazón./ Oscila entre la sal,/ el acero y la saliva”; con una simbología erótica a veces compleja y difícil de dilucidar.
Ya hemos dicho que formalmente utiliza el verso libre –el menos libre de todos los versos, como diría Eliot- y retóricamente la imagen y la metáfora aportan no sólo el vehículo de expresión de su sentimiento sino de la palabra reflexiva que como escribió Celan es una botella echada al mar. Realmente este libro representa un salto cualitativo importante en su obra poética.
Antonio Varo Baena