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Mariela Arévalo Barquero, La pequeña muerte de Moira Molloney, Almería, Letrame, 2019
DRAMA FAMILIAR, ABISMO PERSONAL Y FONDO SOCIAL ANTIBELICISTA EN LA NUEVA NOVELA DE MARIELA ARÉVALO
Tras su primera novela, Los hombres de los ojos violetas, Almería, Letrame, 2018, Mariela Arévalo Barquero (Sevilla, 1956), ofrece al lector una segunda entrega, La pequeña muerte de Moira Molloney. Llama la atención que elige con acierto los títulos, pues en los dos casos deja al lector con una impresión de sorpresa: en la anterior por la alusión a los “ojos violetas”, en esta por el sintagma “pequeña muerte”, verdaderamente evocador, clave para entender la obra. Desarrolla un argumento atractivo, que conmueve y abre el apetito por la lectura desde el primer momento hasta el final, pues todo lo que sucede es de alta carga dramática.
La pequeña muerte es la de su personaje central, sobre el que giran las acciones y sentimientos. Moira Molloney ve marchar a su padre, Dorran Moloney, a la guerra para combatir el fascismo junto a las brigadas internacionales en el frente español contra Franco y posteriormente en la Resistencia francesa contra los nazis. Esto desencadena toda la tragedia de la obra: El padre escribe una carta a su hija en la que le comunica que no volverá a su tierra natal, Irlanda, y que formará una nueva familia en España. Ante esta noticia, la esposa y madre de Moira, Mab, que no se llevaba bien con su marido, entra en cólera y se revuelve entre ataques epilépticos, acusando a la niña de todos los males. Esta queda marcada e, incapaz de sobreponerse, decide, digamos, morir, pero sólo logra “morirse un poco”, entrar en un estado raro, misterioso para los médicos, pues no respira pero el corazón palpita; es decir, parece muerta pero está viva, lo que en la novela se describe con expresiones como: pequeña muerte, se había muerto un poco, prácticamente muerta, casi viva…
En realidad, esta historia es el relato de una pérdida, una búsqueda y un reencuentro. La historia de un regreso por parte de todos los personajes tras pasar, la mayoría, un verdadero infierno de violaciones, ejecuciones, impotencia ante la guerra o por la enfermedad extraña de la niña: Moira vuelve, con entusiasmo, a la vida, gracias a los cuidados de un niño que la besó a los ocho años, Ryan, convertido más de veinte años después en médico, y a los de una sanadora, Biddy, que introduce elementos de una especie de magia natural con un conocimiento profundo de los secretos curativos del bosque y de la psicología humana; Ryan, su amante, vuelve a verla años después para no dejarla más; el padre, tras ver cómo asesinan a su familia española, regresa al calor de lo que dejó atrás con aparente frialdad en Irlanda… Un regreso, el de Moira, a la consciencia, que tiene truco, en un nuevo guiño transreal o de realismo mágico. Dura poco la alegría, Moira tiene su primera hija, pero… Dejamos el final para el lector, no todo se puede contar.
Como en la primera novela, Mariela Arévalo usa un lenguaje sencillo sin grandes pretensiones, ágil, fresco, marcado a menudo por fragmentos de prosa poética, de una carga lírica indudable. En esta novela, podemos observar esta intensidad especialmente en los momentos que describen o narran la emoción, como la reflexión sobre la infancia (p. 15: “¿Por qué será que recordamos como algo sagrado e intocable el tiempo o el lugar donde, de niños, pasábamos nuestras vacaciones? ¿No será que añoramos el tiempo en que éramos libres, absolutamente libres de responsabilidades y obligaciones?”, medita Ryan), el sesgo misterioso (capítulo dos, con Moira en un Asilo de lunáticos, que es un campo de horrores), la brutalidad de la guerra (p. 57, el padre extenuado, a punto de morir), y detalles impresionantes que en una pantalla de cine harían derramar, aún más que con la lectura, por su plasticidad, más de una lágrima: Soledad, la esposa española, lamiendo la sangre de su hija (p. 111: “La sangre de Aileen se empezaba a secar en sus manos, formando una costra que hacía que sus dedos se pegaran unos con otros y Soledad lamió la sangre como un animal, en un acto instintivo que le hizo saborear a su hija, traer a su memoria su sabor familiar que empezaba a alejarse de ella.”), el perro que hace lo mismo con Morran (p. 119: “Lleva caminando desde el amanecer, no ha comido nada, ni su estómago se queja. Se sienta en el suelo y, poniéndose las manos sobre los ojos, deja salir un llanto atávico, salvaje, que atrae a un perro famélico y solitario. Lo husmea y, tras reconocer el dolor profundo del ser humano, acaba lamiéndole las manos y las lágrimas que corren por su rostro.”), etc.
Y el ingrediente mágico, marca de la casa al parecer, asoma de vez en cuando, para contrarrestar los elementos contextuales históricos, las alusiones tan realistas a la guerra. Lo vemos en momentos como el poder del nombre (p. 25: “Moira había nacido en día de luna nueva, algo que su abuela no pudo evitar. Las niñas nacidas en luna nueva tendrían un periodo de oscuridad en su vida. Por eso mismo, por si el nombre, en un momento dado, pudiera ser más poderoso que su estrella, llamó a su nieta Moira, la diosa del destino.”), la explicación de cómo se puede ser hijo del agua, del aire o de la tierra, con su simbolismo (pp. 30-31: “Cuando la pequeña, tras un parto laborioso, respiró el primer aire, su abuela ya sabía que iba a ser una niña de agua: siempre asociada a la compasión, emociones, amor, sanación y sueños. Y, con voz dulce, le dijo la bendición del agua: «Que la compasión fluya de tu corazón y el amor sea tu amigo eterno». Y mientras decía estas palabras dejó caer unas gotas de agua de manantial en el pie derecho de la pequeña. En ese mismo segundo, el llanto de la niña cesó y un dulce sueño la acunó hasta que los calostros subieron al seno de su madre.”), el valor curativo del bosque y los conocimientos telúricos de la sanadora (pp. 97-98: “Adéntrese en un bosque y deje su alma abierta, escuche el sonido profundo del viento en sus ramas, el agua correr en sus arroyos con la dulce voz de la llamada lánguida en su efímero transcurrir. Deléitese con los trinos de las aves, con el batir de sus alas. Tras un rato, irá percibiendo más y más sonidos. Algunos tendrán una procedencia conocida, otros no. Tal vez comenzará a intuir leves presencias. Son los ecos del bosque y la vida oculta que encierra, murmullos, rumores de leves movimientos, susurros desconocidos, resonancias ajenas a todo lo vivido. No, no me pida razones, por favor. Le reto a que se interne en el bosque profundo una mañana temprano, cuando la niebla empieza a levantar, o un atardecer, cuando caiga sobre las copas un tenue manto brumoso. Lleve consigo un cuaderno y anote todas, absolutamente todas sus sensaciones, por irracionales que le parezcan. Luego, sentado frente al fuego, ya en su hogar, relea y recréese en lo que vivió. Hágalo en voz alta, para que Moira se vaya familiarizando con la calma que el bosque transmite.”), o la descripción del tratamiento de la sanadora para Moira (p. 164: “Cuando hubo concluido el masaje, pulverizó sobre la cara de Moira agua de rosas amarillas para eliminar las penas y recuerdos tristes. Finalmente frotó sus ojos con una loción de hierbas variadas y flores de manzanilla para facilitarles la apertura tras tanto tiempo, y untó sus labios con miel para hacerlos despegarse con dulzura. En la mesita esperaba preparado un zumo de limón con miel y whisky caliente para que, cuando despertara, su voz se templara.”).
Asistimos a un drama humano en profundidad. Aquí hay muerte, violación, dolor, desamor, barbarie, pero también reencuentro, perdón, amor, ayuda, pues el paso del tiempo, como leemos, es un bálsamo, aliado del perdón y de la vuelta a los afectos destrozados (p. 178: “El tiempo, ese señor vetusto, sabio y juguetón, volvió a unir a dos seres que nada tenían que decirse en su insolente juventud y que, tras muchos años, parecían acogerse el uno al otro con generosidad y cariño. Tal vez habían aprendido a valorar cualidades que resultan invisibles a los ojos jóvenes y que, ante la sabia mirada de la vejez, se vuelven auténticos tesoros, como es la capacidad de perdonar, la dulzura o la humildad.”).
En definitiva, esta segunda entrega es, sin duda, de un atractivo literario marcado, pues aúna estar escrita con fluidez, con diálogos frescos, descripciones llenas de lirismo, y tratar temas universales e intensos, aliando a su vez lo personal y familiar con lo social e histórico. Un acierto que hará llegar la obra, esperamos, a muchos lectores.