La Luz de la Memoria

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Jose Sarria
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La Luz de la Memoria 

 

JOSÉ SARRIA

LAS HORAS SUMERGIDAS

Jorge de Arco

Algaida poesía, Sevilla, 2013

 Escribía Antonio Machado que: “Algunas rimas revelan muchas horas gastadas en meditar sobre los enigmas del hombre y del mundo”. Esto sucede, sin duda, al enfrentarnos al poemario “Las horas sumergidas” del escritor madrileño Jorge de Arco, que nos hace entrega de un texto reflexivo, sugerente, de interiorización, en donde la contemplación y el recuerdo conforman el pulso vital del autor  para soñar con ese “otro lado de la noche” alcanzable a través del lenguaje poético. Así lo afirma el poeta al escribir: “Bajo este sol lejano de la tarde / asciendo por vez última / las empinadas / cuestas de la memoria” con la finalidad de descubrir los paraísos perdidos que no dejan de ser los auténticos, los reales, los verdaderos.

“Las horas sumergidas” es un poemario que va desgranando la evolución del exilio personal, del transcurso de la existencia, de la ruptura amorosa o la diáspora en “islas solitarias que miran hacia la nada”. La meditación, la mirada interior y la memoria son el recurso posible en donde el tiempo se estanca para dar paso al prodigio de la inmortalidad, gracias a la resurrección que se esconde en las palabras.

Jorge DE ARCO.jpg“Quien soñó el otro lado de la noche, / o lo vivió con todas sus estrellas / apagadas, con todos / sus miedos encendidos, / quien tuvo resbalando entre los dedos / como hormigas punzantes, las horas sumergidas, / no puede ser el mismo que con pinceles otros / pintó en el lienzo virgen las esquinas / de otra noche vivida detrás de los espejos”. Con estos magníficos versos, carta de presentación del poeta Jorge de Arco, se abre, a modo de tímpano catedralicio, el poemario “Las horas sumergidas”, con el que obtuvo el I Premio Nacional de Poesía “José de Zorrilla”.

Es fácil, al referenciar un texto escrito, caer en la tentación de analizar las bondades de su construcción versal, limitarse al estudio de su estructura, de la arquitectura métrica, de sus bellas metáforas, estudiar su ritmo cadente  o los recursos estilísticos que ha podido utilizar el autor en la conformación del libro, sin más. Podemos, entonces, perdernos en forrajes que ocultan la hermosa visión que puede existir detrás de la maleza y nos extraviamos en extensas disecciones meramente colaterales. Hablamos, entonces, de laberínticos conceptos y obviamos aquello que decía Wilde: “el hombre no ve las cosas hasta que ve su belleza”. Y ésta es la cuestión. Porque podemos quedarnos en el poemario de Jorge de Arco con la perspectiva de un profuso conjunto de heptasílabos y endecasílabos perfectamente engarzados, limitarnos a observar cómo el poeta posee un dominio magistral del verbo y del sustantivo que se estiliza y se doblega al antojo del escritor, con una gran intensidad en las imágenes y metáforas utilizadas, así como una capacidad especial para cerrar el espacio versal. Podremos quedarnos en las formas, excelentes, bien talladas, labradas con la precisión de los grandes orfebres, y habremos perdido la oportunidad de profundizar, realmente, en el que considero es el gran logro del poemario: hacer de su historia testimonio plenamente estético, perdurable, universal, como ha indicado el crítico granadino Antonio Enrique o como señaló Rilke en sus “Apuntes de Malte Laurids Brigge”: “para escribir un solo verso… es necesario tener RECUERDOS... Y tampoco basta con tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan. Pues, los recuerdos mismos, no son aún esto. Hasta que se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primera palabra de un verso”.

las horas sumergidasY es este el alambique que produce, en nuestro autor, el milagro de este magnífico poemario. Él mismo lo señala así, en el segundo de los poemas del texto: “No tengo otra moneda que el recuerdo”. Ese será su tesoro, su personal patrimonio, del que surgen la piel de un antiguo paraíso, el aroma de la abuela, las calles de algún pueblo sureño en donde se esconde su infancia o una isla al borde de los ojos de un amor, quizás, perdido. Y es este, precisamente, el milagro que se experimenta al leer los poemas de “Las horas sumergidas”, un texto en donde el escritor hace funcionar la memoria como método, como motor del libro. La historia no es un mero acta notarial de su vida, ni una crónica o una autobiografía, sino una realidad transubstanciada por el recurso de la evocación, de donde van emergiendo remembranzas, imágenes y experiencias, que “ascienden por última vez las empinadas cuestas de la memoria” para alcanzar con el poeta la edad en la que la vida es recorrida como el paso de las páginas de un álbum lleno de estampas que, a modo de impresiones, han quedado grabadas en el corazón de quien ha adquirido madurez y las contempla como un todo gracias al recuerdo, a la añoranza del niño que dirige hacia el Sur “los siglos más hermosos de su infancia”.

Jorge de Arco posee el arte, la maestría de los grandes poetas, aquellos que tienen la capacidad de contar sus experiencias para universalizarlas, restaurando a los personajes hasta que se convierten en nosotros mismos y nos identifican, y nos llevan también a nuestros recuerdos, y nos sanan, y nos redimen, y nos salvan. Escribía Jaroslav Seifert que “recordar es la única manera de detener el tiempo”, y es este el método empleado por Jorge de Arco en “Las horas sumergidas” con la finalidad de anular el conjuro del destino y hacer posible el prodigio de devolverle a aquel niño que llevaba en sus venas las calles blancas de un pueblo andaluz “el nombre que tuvo y que algún día regresará si lo pronuncia el tiempo”.

“Las horas sumergidas” además de ser un poemario de perfecta factura formal y de gran calidad constructiva, donde el poeta demuestra sobradamente el dominio de la técnica, es un un texto hermoso en su planteamiento, lleno de una especial sensibilidad, cargado de delicadeza, intenso, arriesgado (por cuanto puede tener de personal, pero superando con creces lo particular, lo  anecdótico), hilvanado con el sabor doliente de quien ha sufrido el proceso de búsqueda que significa vivir, atravesando aquellas lejanas islas que se extendían en los límites del olvido. Es, en definitiva, un poemario doliente, canto al tiempo sucedido, al tiempo perdido en el propio tiempo, que tiene mucho que ver con la superación del intimismo subjetivista (en la línea de la consideración cordial de lo íntimo o personal de la que tanto hablara Machado: “Palabra en el tiempo”, escribiría el poeta sevillano), en un claro intento por dar sentido, explicación o interpretación a la propia existencia desde el rescate de los recuerdos que viven y sobreviven al paso de las horas sumergidas.

 

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