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La higuera de los bastardos: Hurgando en las raíces de nuestra historia
Por Salomé Gudalupe Ingelmo
A casi un año de su estreno ‒24 de noviembre de 2017‒, con Franco finalmente a un paso de ser exhumado, quizá sea el momento apropiado para recuperar una producción española que entonces pasó discretamente, sin hacer demasiado ruido, pero a la que hoy creo conveniente reconocer sus virtudes.
La higuera de los bastardos nos exhorta a mirar de frente nuestro pasado para entender mejor nuestro presente. Por eso podría resultar útil sobre todo a los más jóvenes, que a menudo sólo cuentan con vagas referencias de terceros a veces escasamente imparciales; pero para los que, afortunadamente, muy lejos, casi en otra galaxia, quedan aquellas décadas o incluso los testimonios de quienes sí las padecieron en primera persona.
Getxo, postrimerías de la Guerra Civil, una cuadrilla de falangistas alentados y dirigidos por un señorito local decide salir cada noche a cumplir con una noble misión: limpiar de rojos la nueva España. Durante una de esas sacas nocturnas, irrumpen en casa de un maestro republicano al que, ante la impotencia del resto de la familia, raptan junto a su hijo mayor, de dieciséis años. Perseguido por la mirada del hijo menor, que con sólo diez años cava una fosa en el lugar de la ejecución y entierra a sus muertos bajo ese verde y anónimo prado, uno de los camaradas comienza a nutrir un miedo cerval a la venganza que presagia una vez el huérfano alcance la edad del hermano desaparecido, la que para ellos convierte a un niño en hombre y en enemigo al que se puede asesinar impunemente.
Desde entonces espía los actos del muchacho intentando encontrar pistas sobre su futuro. Por eso, cuando descubre que el chiquillo planta hijuelos de la higuera que adornaba el hogar familiar sobre la tumba de los suyos, y que testarudamente los repone cada vez que sucumben ante la voracidad de las vacas o la maldad de las manos humanas que los arrancan para que no enraícen, persuadido de que el niño quiere que él se encargue personalmente de regarlos cada noche para que no se agosten y alentado por la esposa del alcalde ‒que considera el extraño hecho obra de la virgen, empeñada en hacer de él un anacoreta para que deje de matar‒, decide aceptar la penitencia y vigilar, noche y día, el plantón. Así durante veinte años sin ininterrupción.
Convertido el lugar en centro de peregrinación y el falangista en hombre santo, sus extravagancias comienzan a resultar incómodas para sus antiguos compañeros, a quienes ‒especialmente a su cabecilla, que sigue siendo un hombre muy influyente‒ más conviene la discreción sobre su turbio pasado, que podría descubrirse de hurgar entre las raíces de la higuera.
Con un guión muy original ‒basado en una novela de Ramiro Pinilla‒ y en el fondo muy minimalista, la película propone al público una mirada honesta que evita caer en la sensiblería.
Fallecido en Bilbao en 2014, a los 91 años, Ramiro Pinilla, ganador del Premio Nadal en 1960 y finalista del premio Planeta en 1971, centró su obra en Vizcaya, donde la represión cultural, lingüística, política y social se vivió con dureza. En palabras de Fernando Aramburu: “arrastró de por vida el recuerdo tenebroso de la represión. Pasadas las décadas, aún se acordaba de aquellos falangistas de principios de la posguerra que iban por las casas de Getxo y alrededores buscando carne de paredón. Lo refirió en algunos pasajes de sus novelas; como asunto central, en La higuera, uno de sus textos que mayor aprecio me inspira. Ramiro Pinilla gastaba ese tipo de humor que obedece al nombre de retranca, cuyo fin primordial no es causar la risa, sino clavarle al interlocutor, como quien no quiere la cosa, un aguijonazo sutil de ironía”[1].
En efecto, a pesar del dramatismo de las ejecuciones, La higuera de los bastardos hace gala de un sano ‒y blanco, aunque no exento de desencanto‒ sentido del humor, llegando a resultar francamente divertida en más de un momento. Sobre todo gracias al personaje de Raimunda, la esposa del alcalde, el paradigma de la mujer franca ‒y un poco bruta‒ del pueblo, venida a más únicamente gracias a la obediencia de su marido al régimen. Raimunda, transparente, terca y escasamente dócil como es, obviamente, no encaja en el modelo de mujer impuesto ‒siguiendo los pasos del fascismo italiano, que después fueron calcados también por el nazismo alemán‒ por el franquismo ‒que preconiza una sumisión femenina que acaba alentando la doble moral‒ y encarnado por la Sección Femenina, y personifica la antítesis del ideal femenino del momento.
Como en Simón del desierto, de Buñuel ‒que la directora, Ana Murugarren, reconoce rememoró apenas comenzó la lectura del libro‒, asistimos a una larga penitencia por parte de Rogelio, el protagonista.
Somos testigos del crecimiento personal de quien, aun así, no consigue desprenderse de la natural predisposición del hombre a ansiar la aceptación y perseguir la pertenencia a un grupo ‒un mecanismo tan ligado a los movimientos totalitarios que agitaron Europa durante el siglo pasado y que fue admirablemente descrito por Erich Fromm en su obra de referencia obligada, El miedo a la libertad‒. Y, en este sentido, en cierto modo, la película se puede poner también en relación con la parábola del hijo pródigo.
No obstante, no nos engañemos, el de nuestro protagonista se revela un crecimiento personal bastante particular y limitado: centrado esencialmente en el disfrute personal de una recién descubierta vida sencilla y bucólica, pero en el cual no podemos advertir verdadero arrepentimiento o iluminación.
Lo cierto es que el improvisado anacoreta no alberga dudas sobre su antigua causa o los métodos por ella empleados, sino temor por las consecuencias de sus peores actos. Recordando la máxima de que quien a hierro mata, a hierro muere, ha comenzado a barruntar que sus desmanes habrán de ser recompensados un día con el proporcional castigo.
Por eso ‒porque cree el ladrón que todos son de su condición‒, y no por verdadera generosidad o buscando limpiar su culpa, convence al sacerdote local de que le busque al muchacho huérfano un lugar en el seminario.
A través de ese cura carlista ‒que adivinamos, por principio, trabucaire‒, atisbamos un enfermizo sistema de pensamiento que desvirtúa la doctrina cristiana y pervierte la caridad en favor de la autocomplacencia, fórmula promovida por una infame parte de la Iglesia demasiado involucrada en la política, esa que confundía la moral con la religión y justificaba las purgas, la “reeducación” del vencido, el robo de niños para que fuesen criados por familias de sanos hábitos “cristianos”, etc. De esta forma los seminarios se aprovisionaban y los santurrones acariciaban la ilusión de haber hecho una buena obra convirtiendo a futuros comunistas, anarquistas, socialistas, sindicalistas y demás gente de mala ralea a la fe verdadera.
Porque, en realidad, Rogelio pretende que el chiquillo, metiéndolo a sacerdote, no ejecute una vez llegado a la edad adulta, como él sospecha infundadamente, su venganza. Sus temores se revelan vanos y sus precauciones inútiles, pues finalmente descubriremos que no es en el bando vencido donde enraíza la persistente mala hierba del rencor y la barbarie.
Como esta parábola, aunque manejada con ironía, no está exenta de un fuerte contenido simbólico, el improbable asceta acaba, como un nuevo Judas, colgado de la higuera por sus camaradas, que lo consideran un traidor a la causa y perjudicial para sus intereses.
Constatamos así que es en el bando vencido donde residen las virtudes, como la fidelidad. La fidelidad al propio sistema de valores pero también a quienes respetamos y queremos. Como muestra de ello, el muchacho manifiesta una determinación que es reflejo de la dignidad con la que tantas familias de represaliados soportaron el ostracismo, las humillaciones y abusos ‒el verse despojados de sus propiedades por los vencedores, que evitaban darles trabajo para que muriesen de hambre o aprovechaban su precaria situación para explotarlos a cambio de un sueldo miserable; que los obligaban a alistarse en la División Azul para demostrar así su afección al régimen o los separaban de sus hijos para evitar que estos se contaminasen con sus abominables ideas‒ a los que fueron sometidos mucho tiempo después, como castigo por los presuntos pecados de sus muertos. Y lo hicieron, como el muchacho, en silencio. Un silencio que en aquel momento era obligado para la supervivencia, pero que tras la muerte del dictador se les ha seguido imponiendo, arbitriamente, durante cuarenta años más en aras de una paz social supuestamente en riesgo. Además de la impunidad de los delitos entonces, las víctimas deben ver cómo se les niega su condición incluso hoy en día, o cómo se los insulta afirmando que la búsqueda de sus familiares tiene por único objetivo la obtención de subvenciones.
Y es que la película, con sus hordas de fieles que se acercan al ermitaño en espera de observar un milagro, amén de reflejar el papanatismo religioso de aquellos años, tan típico de este país ‒que quizás no lo haya superado del todo‒, también nos ofrece claves importantes ‒y valientes‒ sobre la transición. La higuera de los bastardos muestra sin tapujos cómo los jerarcas o los esbirros del antiguo régimen se convirtieron ‒con lo expoliado‒ en una élite no sólo económica y social, sino también administrativa y funcionarial, ocupando cargos públicos y representativos en la naciente y frágil democracia, que parcialmente pervirtieron con sus pertinaces hábitos totalitarios nunca reprimidos, castigados o tan siquiera reprobados oficialmente.
En una obra alegórica como la que nos ocupa, la lección de la especie vegetal alredor de la que gira la historia no me parece intrascendente. La higuera se vincula estrechamente a la tradición bíblica: tanto en el Antiguo como el Nuevo Testamento, la higuera representa la prosperidad y la abundancia. Parece razonable ya que, en condiciones óptimas, el árbol da dos cosechas al año. Por ello, para los hebreos sentarse bajo la higuera es sinónimo de disfrutar una vida serena y desahogada ‒1 Reyes 4:24, 25‒.
El hecho no deja de resultar paradójico, pues las hojas de las higueras son ásperas e, igual que su látex, debido a su toxicidad, llegan a provocar urticaria y alergia, de tal forma que su contacto puede considerarse más bien una dura penitencia. Paciencia se requiere, además, para ver prosperar este árbol, que es de crecimiento lento. Resistentes y dedicadas a un tiempo, las higueras pueden alcanzar una edad venerable y soportan la sequía y el exceso de calor, pero sufren las heladas y pueden congelarse si las temperaturas bajan demasiado. Exigen, pues, cuidados, como las tiernas atenciones que le dispensa Rogelio a su arbolillo. Igual que el amor y el perdón, las higueras necesitan ser largamente cultivadas.
Por otro lado, muchos sabios hebreos, comentaristas del texto bíblico ya desde antiguo, consideran que el fruto prohibido no fue una manzana sino un higo. Por esa razón, este fruto se convertirá en símbolo de sabiduría.
Significativo resulta que el muchacho ofrezca la primicia de los higos a sus muertos, hundiéndolos en la tierra a los pies de la planta. Aunque el espectador sospecha que lo que en realidad ofrenda el joven es ‒ya que no el arrepentimiento y redención‒ el sacrificio del verdugo.
Visualmente sugerente y revestida de un barniz simbólico y onírico muy atractivo ‒con el que quizá contraste innecesariamente ese toque a lo spaghetti western de la banda sonora cada vez que la cuadrilla efectúa sus siniestras salidas‒, La higuera de los bastardos probablemente diste de ser una obra redonda, pero me parece perfecta para afrontar, especialmente en la actual coyuntura, donde tanto fariseísmo se ha puesto de manifiesto en el ámbito político y también en ciertos ambientes ciudadanos, nuestro pasado sin complejos, vendas ni discursos tan dudosamente correctos como en absoluto creíbles, sin ese celo exquisito de algunos por garantizar los derechos de una parte, la misma de siempre. Porque quizá en este país finalmente, tras cuarenta largos años, haya llegado el momento llamar a las cosas por su verdadero nombre.
Sin duda es hora de ver La higuera de los bastardos, que recomiendo especialmente a quienes sostienen que la ley de Memoria Histórica pretende satisfacer las bajas pasiones y ofrecer una mezquina revancha a los vencidos, aun a costa de fomentar la discordia y alimentar viejas rencillas. Esas disputas fratricidas que también quedan reflejadas en la película, especialmente a través del miserable delator, deshecho de la especie humana que proliferó a la sombra del régimen.
Porque esta hermosa fábula, que florece en el amor y fructifica en la absolución de las faltas pasadas, no promueve en absoluto el enfrentamiento, sino la sana y serena aceptación de nuestra más brutal y nefasta historia. Así, La higuera de los bastardos nos ayuda a colocar las cosas en su lugar, en el menos dañino, para que las viejas heridas, nunca cerradas, duelan por fin, después de tanto tiempo, un poco menos.
Ilustraciones:
- Frida Kahlo, Retrato de Luther Burbank.
- Antonio Gisbert Pérez, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga.
Ficha técnica
Título original: La higuera de los bastardos
Año: 2017
Duración: 111 min.
País: España
Dirección: Ana Murugarren
Guión: Ana Murugarren (Novela de Ramiro Pinilla)
Fotografía: Josu Inchaustegui
Reparto: Carlos Areces, Karra Elejalde, Jordi Sánchez, Pepa Aniorte, Ylenia Baglietto, Andrés Herrera, Ramón Barea, Mikel Losada
Productora: Blogmedia
Género: Comedia / Drama
Los dos lados eran de malos, pero uno solo oye de un lado.