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La forastera
UNO
Cuando Saturnino Perejil fue acusado de la muerte de María La Viciosa, respondió que nanai de la China. A pesar de la negativa, lo metieron en el depósito de cadáveres en donde encerraban al Gordo Alfredo cuando se jumaba y le daba por armar jaleo. Desde que ocurrió esto, Saturnino Perejil anda enjaulado, hablando con las paredes, y a la espera del Gordo Alfredo o de algún muerto cualquiera con quien darle a la lengua de otra cosa que no sea la desgracia que se le había echado encima.
En Campanares nunca había puesto los pies un juez. Eso lo dijo, al parecer, Seño Antonio, una especie de diccionario, sin dientes, con gorra y garrota, que dedicaba las tardes a dar pláticas en el poyete de la iglesia.
Desde la ventana de la cercana sacristía, Seño Antonio fue siempre vigilado por el cura Julián, a quien apodaban El Cuervo, que era el único cura de la comarca de Paniagua. No en vano, asistía, con la ayuda de Buenamoza -una mula tranquilarga, orejona y tuerta, por un mal parto- a las catorce pedanías que tenía asignadas.
Todo el mundo sabe en Campanares que Seño Antonio y Cuervo Julián andan encontrados. El asunto de entrambos no está claro, pero circula un soniquete por las esquinas del pueblo, de que el agarre se produjo por un lío de faldas que les agrió la sangre.
Cuando el día anterior, recién llegada la amanecida, Crispín, el niño chico de Juan El Espartero, fue a colocar perchas al antiguo molino mareal, se topó de bruces con un ramillete de dedos abiertos y negros, como si de una flor nacida al calor del fangal se tratara. Como el prodigio parecía amenazar con seguir creciendo en la huida de la bajamar, Crispín salió corriendo en dirección al pueblo, posiblemente perseguido por el diablo, en busca de alguien o algo a quien contar la aparición.
Con el primero que se topó fue con Seño Antonio, que andaba aparejando la burra subido al porche de la casa. A la vista del miedo que el niño traía, que incluso adelantaba como un ectoplasma el cuerpo del chaval anunciando calamidades nunca vistas, Seño Antonio, intuyendo cercanas catástrofes, le dio el alto y, presto a conocer lo que fuera, le arreó un guantazo, sin dejar de zarandearlo, hasta que Crispín vomitó, dando saltos como una gallina descabezada: ¡He visto una mano en la marisma! ¡Hay una mano en la marisma!
DOS
Antonio El Pintao pasaba la cincuentena cuando murió su madre. Desde siempre mantuvieron una vida saneada por ser dueños de una huerta agradecida y de un pastizal que alimentaba a cuatro vacas de leche. Antes de que la enjuta Gertrudis, que así se llamaba la madre, diera con el cuerpo en tierra, contagiada de unas repentinas y traicioneras fiebres que la llevaron en un santiamén al camposanto, le hizo prometer a Antonio que, a partir del día siguiente al entierro, buscaría una mujer que se hiciera cargo de la casa.
Enterrada la finada y antes de la misa de difuntos, que el cura fijó para siete días después, Antonio El Pintao se colocó el traje, agarró cuatro cosas que introdujo en una bolsa, y principió a andar en busca de la carretera, donde la camioneta que iba a la capital hacía su parada.
Una vez allí, se alojó en una fonda que tenía cierto prestigio en el pueblo y se dispuso a buscar mujer lo antes posible, porque había dejado las vacas y la huerta a cargo del mayoral de Don Ezequiel y no podía estar mucho tiempo fuera. Se marcó de plazo cinco días, justo el tiempo necesario para llegar a la misa de Doña Gertrudis, fijada para las siete de la tarde, y aprovechar también la ocasión para presentar a su mujer en el pueblo.
TRES
Antonio El Pintao pasó los primeros días en la ciudad mirando a cuanta mujer veía sola intentando explicar a quienes le dejaron cuáles eran sus intenciones, pero lo único que escuchó fueron carcajadas de burla, como si buscar una mujer fuera un disparate y no una necesidad. El tercer día, con la desesperanza grabada en el rostro y el tiempo apremiando, se dijo, antes de salir de la fonda, que de ese día no pasaría sin que cerrara el trato. Se dirigió a La Fontanilla, una casa de relajo que había visto en las cercanías de un parque y le dijo a la madame que quería ver a todas las mujeres disponibles. Cuando el plantel de la casa, sacado de la cama a hora tan temprana, dado el oficio, se sentó frente a Antonio El Pintao, y éste, como si de comprar o vender una partida de animales se tratara, pasó a explicar el motivo del madrugón, intentando enredar a alguna de las chicas contándoles las bondades de la huerta y la salud del rebaño de vacas. Antonio tuvo que soportar el jolgorio que se improvisó entre las presentes, y ver la extrañeza de unas miradas que más bien parecían estuvieren observando a un extraterrestre. Cuando parecía que el asunto no tendría arreglo, una de ellas se levantó diciendo que se iría con él, que estaba dispuesta a marcharse siempre y cuando se casaran antes de salir para el pueblo. A Antonio El Pintao se le iluminó el rostro como si hubiera visto a Dios, y manifestó estar de acuerdo. Se casarían cuando ella quisiera, dijo; como testigos, podrían venir todas las demás… que él correría con los gastos. De esta manera, un día antes de la misa de difuntos de su madre, Antonio El Pintao se unió a María Fernanda Cáceres Jover, más conocida en sus menesteres como María La Viciosa.
CUATRO
El mismo día en que se había de celebrar la misa, el autobús procedente de la ciudad frenó junto al camino que llevaba a Campanares, y dejó en el arcén a Antonio El Pintao y a su recién estrenada esposa. A la vista del importante número de cajas y de maletas que María Fernanda Cáceres Jover se había hecho trasladar al autobús, Antonio El Pintao le dijo a su mujer que se resguardara en un alcornoque cercano hasta que él llegase con la carreta.
Mientras Antonio El Pintao caminaba a buen tranco por el secarral del camino, en dirección a casa, iba pensando en los pormenores del día anterior. En la discreta boda, en la felicidad de la madame y el resto de pupilas, en la comida… donde casi todo el mundo se apipó, y luego, en la blancura de leche del cuerpo de María, que le hizo pasar una noche inolvidable en la fonda donde estaban. Y también, sonriendo satisfecho y picarón, en cómo hicieron crujir las tablas de la cama hasta bien entrada la madrugada. Mientras tanto, María Fernanda se preguntaba en la soledad de aquel páramo, escoltada por el alcornoque y amenizada por las chicharras y algún pájaro que otro, que a ver cómo salía de esta aventura en la que se había embarcado. Siempre había esperado una oportunidad como ésta y ahora, casi en la cuarentena, no iba a dejar escapar a Antonio por nada del mundo.
En menos de una hora, Antonio El Pintao se hizo ver en la lejanía manejando una carreta destartalada y chirriante, conducida por una vaca cuernilarga, a la que su marido daba voces en un lenguaje incomprensible. Antonio cargó los bártulos en la carreta y ayudó a María Fernanda a subir. A paso peregrino enfilaron el tramo final hasta la casa, que, a partir de ahora, ella debía cuidar y adecentar, además de ayudar a su marido en las tareas que le fueran propias. Cuando llegaron y antes de bajar del carro los enseres que María Fernanda había traído, Antonio le enseñó la vivienda, sin olvidar la cuadra y la huerta. Mañana, le dijo, vendrás conmigo al pastizal para que veas qué buena finca tenemos. Después de comer algo, estrenaron la cama que fuera de Doña Gertrudis que, a partir de ese momento, pasó a sufrir los enviones de Antonio, que parecía no tener hartura en tales menesteres. Luego, mientras su marido dormía roncando como un bendito, ella se levantó y se dispuso a desembalar y a colocar, donde estimó conveniente, las cosas que había traído. Mientras andaba trasteando, María Fernanda pensaba en qué vestido debía ponerse para la misa de su desconocida difunta suegra, y sobre todo, en cómo la recibirían las mujeres del pueblo. A algunas de ellas las había atisbado, chismorreando tras las ventanas, en el trayecto que hicieron por enguijarradas calles hasta llegar a la que ahora era su casa. Sabía María Fernanda, porque su hasta ahora oficio aguzaba mucho el ingenio, que no sería bien recibida; que sería tratada como una extraña, como alguien que pretendía aprovecharse de un solterón en apuros. Pero ya se encargaría ella de limar asperezas. Pretendía dedicar todo su tiempo a cuidar de su marido. Así les taparía la boca a aquellas que dedican el suyo a hablar de vidas ajenas y mucho tienen que callar.
CINCO
Cuando las campanas empezaron a tocar a duelo, María y Antonio estaban ya vestidos y acicalados. María eligió un vestido negro, poco escotado. Antonio, el mismo traje que utilizara para el entierro de su padre, el de su madre, y para su propia boda: o sea, su único traje. Que esperaba además, como era norma, le sirviera también para su entierro cuando hubiera de llegar. Ambos, manteniendo una actitud seria y expectante, se encaminaron hacia la iglesia cuando entendieron que era el momento. Los vecinos, como si fuera un regalo inesperado que les posibilitaba el murmullo tendencioso, encontraron, aquella tarde de la misa de Doña Gertrudis, el motivo ideal para hablar del zorrito de Antonio y de qué callado se lo tenía. En primer lugar, porque al Pintao no se le conocía noviazgo alguno; en segundo, porque no está bien que uno se pasee con una forastera del brazo, por la calle, siete días después de la muerte de su madre; y por último, porque mozas, lo que se dice mozas, había suficientes en Campanares. Y El Pintao, ahora que la necesitaba, debía haber escogido a cualquiera de ellas antes que traer una de fuera; incluso, no faltaban viudas recientes que hubieran aceptado de buen grado el arreglo.
El descaste de Antonio para con sus vecinos, se había corrido como la pólvora inflamando una a una las viviendas y los fértiles predios de Campanares.
Cuando ambos enfilaron la calle que daba a la iglesia encontraron, con mayúscula sorpresa, a una multitud de personas en la puerta de la misma. Se diría que el pueblo entero se había echado a la calle solo por el gusto de verlos.
Los vecinos se habían dividido entre los que aceptaban que El Pintao podía hacer con su vida lo que le viniera en gana, y que no era necesario por tanto esperar tiempo alguno -comandados por Seño Antonio-, y otro grupo, más numeroso, espoleado por el cura Julián, reacio a admitir lo que El Pintao estaba haciendo con su pobre madre, Doña Gertrudis, que tan bien lo cuidó en vida. Más grave aún si se tercia, por estar todavía su cuerpo caliente bajo la losa que la sepultaba. No entendían que este mal nacido viniera ahora, como si nada, y le hiciera a Gertrudis tal cosa. Para postre, con una forastera, como si en el pueblo no hubiera mujeres en condiciones.
SEIS
Cuando los recién casados iniciaban el ascenso de la escalinata que daba pie a la iglesia, Seño Antonio no pudo contenerse y bajó a dar el pésame al Pintao por ver si se enteraba de algo. Éste le presentó a María diciendo que era su mujer, y, a Seño Antonio, le brillaron los ojos como si hubiese obtenido un triunfo en una batalla importante. Sin dejar de mirar a María, a la que dio la enhorabuena, y revisándola de arriba a abajo, se retiró a su feudo contando a unos y a otras la nueva circunstancia, además de repartir sus consejas a quien quiso escucharlas: “Antonio ha hecho bien. Un hombre no puede estar solo. Y bueno es que escoja como mujer a la que le entre por los ojos”.
Mientras esto ocurría, el cura se había introducido en la iglesia, ciertamente ofuscado, con la intención de vestirse para la ceremonia, y luego… cuando finalizara la misa, hablar con el Antonio y esa desconocida. Indagaría cómo se había producido el arreglo hasta empaparse del mismo, porque bien sabía que tal cosa amenazaba con generar una gigantesca ola de rumores y correveidiles que debía controlar al precio que fuere. Cuando el reloj de la torre dio las siete de la tarde y las campanas regaron por el pueblo el eco del último toque, el cura salió de la sacristía enfrentando el presbiterio para llevar a cabo la misa. La primera sorpresa de las varias que se llevaría el cura esa tarde, la encontró al comprobar que la iglesia estaba atestada de personas; algunas de las cuales, nunca, nunca, desde que él se encargaba de las almas en Campanares, habían puesto los pies en tal casa; lo que le hizo pensar que sólo estaban allí por la comidilla de ver al Antonio con la mujer que traía y no por otra causa. La segunda y más grave, por no decir gravísima, se hizo presente al mirar a la mujer que se había agenciado El Pintao y comprobar que se trataba de María La Viciosa, a la que conocía desde hacía años y a quien visitaba cada quince días, vestido de paisano, cuando se escapaba a la ciudad para “ver a la familia de su hermana”, que esa era la eterna excusa utilizada para poder desahogar los carnales apetitos.
Cuando María comprobó quién era el cura, y se vio a Julián vestido con los honores de tan alto rango, a punto estuvo de venirse al suelo. Para evitarlo, se agarró del brazo de su marido, quien entendió el gesto como un consuelo que le hacía su esposa y depositó la mano derecha sobre su izquierda para agradecerle el gesto. Mano que Antonio sintió, sin embargo, fría y temblorosa como la piel de un lagarto en invierno. El cura, rojo como la grana, estuvo un momento respirando con dificultad, agarrado al altar, y con los ojos como escapados de la cara, hasta que, balbuceando al principio y a buen ritmo después, despachó el asunto sin florituras. Lo que no dejó de extrañar a sus seguidores, pero, sobre todo, a Seño Antonio, que ágil como era en sacar conclusiones y que también poseía el beneficio de la interpretación de los gestos, captó de inmediato la contrariedad que había supuesto para el Cuervo la presencia de la mujer del Pintao, asunto que se propuso indagar a partir de ese momento. Acabada la misa, el cura se introdujo rápidamente en la sacristía, pero, Seño Antonio, fue de nuevo a dar el pésame, para averiguar el porqué de la contrariedad del Cuervo. Cuando le dio la mano al doliente, lo hizo poniendo fijamente los ojos en María, y comprobó que, a pesar de tener la cara desencajada, las facciones de la misma ocultaban algo más que la pena por la muerte de la madre de un hombre al que apenas conocía. En algún lugar, en algún otro sitio, se dijo, había visto antes a la mujer del Pintao, pero ¿dónde?
Cuando iba de regreso a casa, cavilando como era su norma, empezó a hilar cabos, mientras manejaba a buen ritmo su garrota sobre el empedrado como si fuere un diapasón, y llegó a la conclusión de que El Pintao había sacado a su mujer de La Fontanilla, la casa de citas que él había visitado alguna que otra vez, acompañando a Don Ezequiel, y donde… hace años, mientras esperaba que éste desahogara su entrepierna, encontró, vestido de paisano y como un figurín, al cura Julián, de quien se enteró posteriormente que era un asiduo de la casa hacía tiempo, mucho tiempo.
SIETE
María Fernanda Cáceres Jover se había propuesto no mentir a su marido. Desde que aceptó casarse con Antonio, se había dicho que debía romper con el pasado y que bastantes mentiras había contado ya a lo largo de su vida. Por lo que, desde que salió de la misa de su desconocida suegra, agarrada a su marido y mirando al empedrado para no fijar la vista en la multitud de curiosos que posaban los ojos sobre ella, llevaba encima un pesar que era como una pena imposible de sostener por su ahora atormentado cuerpo. Su marido, a pesar de que la conocía poco, no fue ajeno a tal contrariedad, pero la achacó al vertiginoso cambio de vida que para ella suponía haberse casado con él, al ajetreo de la boda, al pesado viaje y… también, cómo no, a esta historia del entierro de su madre. Cuando llegaron a casa y justo después de cerrar la puerta, Antonio la tomó de la cintura y dándole un beso en la frente, le dijo: ¡María, no me importa nada tu pasado, sólo quiero una mujer que me acompañe y que me ayude en la vida, nada más! ¿Está claro? María le miró a los ojos y luego empezó a llorar, diciendo: ¡Antonio, es que tú no me conoces… no me conoces bien, Antonio! Él la tomó de la barbilla hasta que ella le fijó de nuevo la mirada, ahora empapada de contrariedades, y reiteró: ¡Mira, María, te lo repito una y mil veces, me da igual todo… ahora eres mi mujer y se acabó! ¿De acuerdo? Ella no contestó, y moviendo afirmativamente la cabeza, se escudó en el pecho de Antonio, enterrando por ahora las ganas que tenía de decirle que aquello no podría funcionar: no en ese pueblo y menos con ese cura.
OCHO
Cuando Seño Antonio hila que hilando llegó a la conclusión de que la mujer que había traído El Pintao, era de seguro pupila de madame Roquefort, que así apodaban a la dueña de La Fontanilla por su cara granulada y cavernosa, pensó que al día siguiente iría a La Entreverá y le haría una visita a Don Ezequiel, a quien hacía tiempo no veía el careto. Porque, si alguien podía corroborar tal cosa en el pueblo, no era otro que él.
Al clarear, aparejó a Golondrina, que así llamaba a una burra cuarterona, pero vivaracha, quien no se amedrentaba ante el paso largo de jumento alguno, y, en vez de tirar para la huerta, como todos los días, encaminó los pasos del animal en dirección a La Entreverá esperando que el Ezequiel estuviera allí y no hubiese tomado camino para otro lado.
Don Ezequiel, sentado bajo una parra que cubría el altillo de la terraza de su casa, cuando vio a lo lejos el paso nervioso de Golondrina, arrugó el entrecejo y comentó para sus adentros ¡a ver qué trae de nuevo éste! Seño Antonio, cuando llegó, se dejó caer con un ¡a los buenos días!, que fue contestado con un ¡dichosos los ojos que te ven, rufián!
Raro era que el chismoso de Seño Antonio se dejara caer a voluntad por La Entreverá, como no fuere para algún negocio complicado o por algún chisme de altura mayor que debiera saber Don Ezequiel, quien, con el tiempo, había llegado a conocer de sobra al viejo parlanchín. Luego de ponerle un carajillo, que sabía gustaba al visitante, le espetó: Bueno… ¿y qué hay de nuevo, amigo Antonio? Éste no se hizo de rogar, y contó de un tirón lo acaecido desde la marcha del Pintao… su ausencia por un tiempo del pueblo, y la posterior llegada con una hembra que decía era su mujer. Además, él lo había escuchado de su propia boca y no de otras consideraciones, y eso le hacía pensar que El Pintao se había casado en la ciudad.
¿Bueno, y qué?, dijo el dueño de la casa. No, si eso no es lo peor, continuó el viejo. Lo que yo creo, es que se ha casado con una puta. ¿Con una puta? ¡Sí, con una puta!, reiteró. Don Ezequiel, luego de tomarse un respiro, dijo: Bueno, eso no es nada malo; él necesita ahora una mujer y si con la que se ha casado, sea lo que sea, le vale, pues, asunto arreglado. No, si por ahí está bien el asunto y no entro en prendas, continuó Seño Antonio; lo que yo creo, dijo con aire de pícaro, es que el Cuervo conoce a la mujer del Pintao y puede que se haya acostado con ella más de una vez, en La Fontanilla o en cualquier otro lado. Don Ezequiel abrió los ojos como platos y poniendo un gesto de sorpresa, dijo: ¡Hombre, eso sí que sería una buena cosa, mira! ¿Por qué piensas eso, alma de cántaro, a ver? Pues, porque la reacción que ha tenido El Cuervo en la misa no es normal. Conozco a ese sapo negro demasiado bien para que me pueda engañar; además, la cara que puso la mujer del Pintao cuando lo vio dando misa, fue para pensar que hubiera visto al mismo Satanás. ¡Estoy seguro! Bien sabe Don Ezequiel que a mí no se me escapan las cosas. ¡Buena cosa, buena cosa…!, dijo éste. Si es como dices, valdrá la pena ver en qué acaba esta historia. Además, será un buen momento para darle bien dado de una puñetera vez, al engañabobos del Julián.
NUEVE
María Fernanda Cáceres Jover demostró, a pesar de la seriedad instalada en su rostro, que era una mujer hacendosa, dueña de su casa, nada saliscona y pronta a resolver cuantas cuestiones se plantearan con buen criterio y sentido común. Por eso El Pintao andaba estirado, con sus apetitos satisfechos y sin echar de menos a su difunta madre sino más bien todo lo contrario. Se dijo, en estos días postreros a la boda, que había perdido un tiempo precioso y que se tenía que haber casado antes. El caso es que, El Pintao trabajaba ahora como un mulo y cuando llegaba a casa, la encontraba como un primor: la comida hecha, la mesa puesta, su ropa lavada y tendida… y, para más suerte, María le ayudaba en el ordeño para que él rematara la jornada vendiendo la leche por el pueblo.
DIEZ
Justo a los diez días de la misa de difuntos, o lo que es lo mismo, de la llegada de María Fernanda Cáceres Jover a Campanares, El Pintao llegó del campo a la hora en que lo hacía normalmente y su mujer no estaba en casa. Pensó que, por fin, se habría enzarzado de cháchara con alguna vecina, por lo que no dio importancia al asunto y se fue a ordeñar las vacas y a repartir la leche. Pero, cuando llegó de regreso, y vio que la casa estaba en la oscuridad más absoluta, el asunto empezó a olerle mal. Revisó las habitaciones y comprobó que las cosas que había traído su mujer estaban en su sitio.
La marcha imparable de las horas le confirmó a Antonio que algo extraño pasaba, algo que tenía intención de romper el sosiego que se había instalado en su vida.
Pasadas las once de la noche, optó por pensar que su mujer no había podido aguantar el cambio de vida y se había marchado. Se había ido dejándolo todo. Antonio se pasó la noche cavilando en un sillón y cuando el alba entró por la ventana del dormitorio de ambos, había tomado la determinación de ir a la ciudad en su busca. Arreó las vacas hasta la finca, las dejó pastando y, desde allí, tomó camino al cruce de la carretera, donde llegó a tiempo para tomar el viajero.
En la ciudad comentó el asunto con madame Roquefort y con sus antiguas compañeras, quienes, a pesar de las súplicas, no pudieron darle norte del paradero de María. Después de recorrer todos los prostíbulos de la ciudad, Antonio, resignado, decidió volver a casa por si María, arrepentida, hubiera decidido volver.
Encontró la casa tal como la dejó, sin rastro alguno de su mujer. A la vista de lo que había, decidió que la vida debía continuar y que ya vendría lo que tuviera que venir.
ONCE
Lo sorprendente del caso, cuando se hizo público que la mujer del Pintao se había largado del pueblo, fue que, también, desde ese día, nadie volvió a ver al cura Julián. Ambos habían desaparecido como si se los hubiera tragado la tierra. Seño Antonio, siempre listo a desenmarañar lo que fuere, y al haber oído que El Cuervo se había esfumado, se fue a ver al Pintao y le contó lo que él y Don Ezequiel sabían del asunto. Para comprobar que El Cuervo y María Fernanda se conocían, se fueron a La Fontanilla donde, efectivamente, les corroboraron que desde hacía tiempo, había entre los dos una relación que iba más allá del simple trato carnal, y que, incluso, con anterioridad a que Antonio la desposara, el Julián, que ellas no sabían que fuera cura, le había insistido a María para que se fueran a vivir juntos. Que si no le dijeron nada cuando vino a preguntar por ella, fue por pena, no por otra cosa; que las perdonara.
FINAL
Del obispado hacía días que habían mandado otro cura, a quien Antonio fue a visitar pero tampoco pudo aclararle nada. Puestas las cosas así, El Pintao fue al cuartelillo del pueblo vecino, aconsejado por Don Ezequiel, y puso una denuncia por la desaparición de su mujer María Fernanda Cáceres Jover.
Así estaban las cosas hasta que Crispín bajó corriendo por la calle de Seño Antonio y éste le largó un guantazo que le cortó la respiración, y luego Crispín soltó aquello de la mano… de que en la marisma cercana había visto una mano.
La bajamar, tal como era previsible, descubrió el cuerpo de la mujer del Pintao, que había sido violada antes de que le fracturasen el cráneo. Lo de Saturnino Perejil, que continúa encerrado en el destartalado depósito de cadáveres, no parece que sea nada serio ni tenga relación con el caso. De lo único que le acusan, es de que una noche de farra, en la taberna del Quemao, y una vez que se corrió la voz de que El Pintao había traído a su mujer de La Fontanilla, dijo entre copa y copa, que pasaría a ver a la María, a ver si podía hacer trato.
Y esto es lo que hay en Campanares a la espera de que un juez ponga orden. No conozco más de la historia, sólo relato lo que me fue contado.
Yo también fui cliente de María y por eso vine aquí, por ver si la levantaba del pueblo. Pero me encontré con su entierro y con lo ya dicho. Aunque, si he de ser sincero con ustedes, puede que algunos enredos de los descritos me los haya inventado.
Paco Huelva
Febrero de 2014
La forastera