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La Estepa en el barranco
En más de una ocasión suelo recordar la necesidad de la lectura de aquellos autores que han dejado huella en uno. Benefactor compás del tiempo que transcurre tallador de esa vida nuestra que se nos va arrugando a la vez que se refugia en la memoria del tiempo vivido. Sólida razón que le hace a uno ser más exigente en cuanto a gustos y placeres, ese gozo que es la lectura de calidad. Cuando joven uno lo leía todo, tiempos devoradores, más que leer era aquel afán por pretender conocerlo todo. Pero con los años se va imponiendo pausadamente la selección dirigida por una mano de suave actitud, que muestra insobornable la razón de tener que rechazar cualquier tentación o tipo de soborno de literatura distraída, y no hablemos de bagatela disfrazada con velos de premios amañados.
Esto no es crueldad, tampoco pedantería, simplemente separar la paja del trigo, calcular con mesura, no sin temblor, lo mucho que queda por releer mientras las hojas del incansable calendario, continúa insistentemente y sin descanso deshojando otoños, mientras uno a ojo de buen cubero calcula cuántos años quedan para los adioses días que restan -esto sin contar el peligro de que me arrolle una bicicleta-, selecciona títulos y ponerlos en espera. Porque dicho sea de paso, cada día resultan más peligrosas las bicicletas. Y pensar que edité en un tiempo una antología poética dedicada delicioso aparato compuesta por una exquisita lista de poetas.
Y he aquí una muestra, el resultado de unas agradables horas de la noche leyendo de nuevo La Estepa, esa narración tierna y bella, conmovedora, que tiene como protagonista a un niño de nueve años, al que sin ser su voluntad dejar el calor familiar de la casa junto a su madre viuda, una fría mañana lo colocan, tras triste despedida, en el pescante, junto al cochero, de una vieja calesa dispuesta a emprender el largo y pesado viaje de cruzar la estepa ucraniana hasta llegar al instituto de una ciudad, donde debe comenzar sus estudios para con los años hacerse un hombre de saber y poder lograr ser algo importante en la vida.
Una obra magistral alimentada de vidas y pasiones centrada en ese protagonista observador, niño embargado por las sensaciones que se suceden en tan largo viaje donde una naturaleza viva y variada le va ofreciendo las más diversas secuencias naturales. Como la de esa tormenta que amenaza sobre sus cabezas, que no termina de desencadenarse. Y pasa hermosa sobre sus cabezas. A y todos respiran y alguien inicia un canto. Sentir y participar en la vida dura pero sencilla y llena de humanidad de ese grupo de hombres derrotados conductores de carros, biografías tronchadas por el destino, como la del viejo sochantre que un día perdió la voz tras bañarse en el río. Y ahora aquí, intentando en alguna ocasión volver a catar bajo la bóveda del cielo en la noche de la estepa ucraniana.
Conductores de una caravana de carros repletos de lana de oveja que llevan al mercado, una historia que otorgó a este indiscutible y admirado maestro de la literatura rusa, el éxito y la fama justa y merecedora por su manera de dar vida esa madeja de variados protagonistas, judíos, terratenientes, los mercaderes que solo viven y duermen inquieto sueño pensando en las posibles ganancias. Es una narración que tomando unas páginas se puede extraer cuentos por separado. Porque la Estepa de Chejov es el principio real de la confirmación del gran maestro, el preludio de una hermosa obra, del mejor heredero directo de Tolstoi y Gogol dotado para escribir el factor humano y hondo de los personajes, también de los mezquinos, los miserables. Pero por encima de todos los humillados, derrotados y ofendidos.
Le acompaña a esta obra maestra el relato o novela corta, según se le quiera denominar, como anexo de otra historia más corta. El Barranco toda una narración en la que el adulterio se complica con asesinato junto a los más variados delitos. Historia que no desmerece nada en calidad de la Estepa, cuya historia discurre con la fluidez propia de la mente de un maestro del relato que la va llevando de la mano con su estilo inconfundible.
Por Francisco Vélez Nieto