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No dejes que se muera el sol sin que hayan muerto tus rencores. Mahatma Gandhi
LA ENFERMEDAD MISTERIOSA, De Mª LORETO SUTIL JIMÉNEZ (I parte)
Nací en un agreste pueblo de la sierra. Mi infancia fue muy feliz. Fui hija de la calle, como todos los niños que vivíamos en pueblos pequeños. Corría por la alameda, me bañaba en el río, perseguía mariposas, me subía en el burro de mi abuelo… me encandilaban los distintos tonos de verde y cómo se paraba el tiempo en las puertas del vecindario al atardecer.
Entonces nevaba con frecuencia, recuerdo como me asomaba a la ventana para ver caer los copos de nieve y posarse blandamente en la tierra. En pocas horas, el pueblo aparecía como una tarta de chocolate cubierta de nata. También, recuerdo los aromas de dulces y el pan de pueblo cocido en horno de piedra.
A los catorce años empecé a sufrir unos ataques desconocidos. ¡Ay de mí! En la villa era normal dar a todo explicaciones mágicas, más concretamente en mi familia. Mi abuela María decía que su amiga Teresa era bruja. Mi abuela María era muy especial, tenía facciones grandes y pelo negro como la endrina, que peinaba en el patio largamente, y luego retorcía en un moño atractivo bajo la nuca. Yo la observaba, tranquila, sentada en una silleta, arriba una luz cegadora que sacaba reflejos azulados, violeta, rojizos al negrísimo pelo de mi abuela.
En mayo, en un domingo de comuniones, se perdió una niña. Virtudes decía que se la había llevado el demonio porque seguramente había dejado algún picadillo sin confesar. ¡Tócate el coño!, dijo Herminia. Fue ese episodio de la pérdida de la niña y el demonio, y de historias similares como una mujer que vendió el alma al diablo para no morir y para estar bella, las que se me metían en la cabeza y desencadenaban en mí una respiración agitada y una sensación como si tuviera un gato enganchado en el pecho. Encontraba consuelo echándome en la cama y quedándome un tiempo en penumbra durmiendo. ¡Ay de mí! Mi madre en uno de estos episodios llamó a mi imaginativa abuela para pedirle consuelo. Llegó mi abuela con el moño en su sitio y pronosticó que me estaba tentando el diablo, con lo que me puse peor todavía. ¡Ay de mí!
Fuimos a consultarle a la señorita Luisa, una mujer muy sabia, admirada por mi madre y admirada por todo el pueblo. La señorita Luisa era un terroncito de azúcar. Mirarla era un placer, su pelo rojo hacía destacar aún más su piel lechosa. Bajo sus cabellos de fuego, sus ojos azules te recorrían minuciosamente mientras hablabas. Sus finos dedos estaban cuajados de anillos entrelazados, que parecían detenerse en el aire cuándo sus manos volaban en gestos delicados; era otro más de sus encantos, en un pueblo en el que todavía había rincones en los que podíamos encontrar una orgía de harapos. Ella nos dijo que le parecía que era algo de nervios. A mi padre y a mi madre les pareció que era más acertado, pues un tío paterno ya padecía esta enfermedad. También mi bisabuelo parece ser que sufría de nervios. (Continuará)
Primer premio de relato en el XII concurso literario D. Juan Francisco Guardia Molina
Se puede complementar la lectura escuchando deliciosa música, Ej. La vie en rose (versión ópera) por Sonya Yoncheva.
Desnuda soy, desnuda digo: soñadora.
Mª Loreto Sutil Jiménez