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LA CRUZ Y EL MARTILLO
(Cuando el Hijo dejó de mirar al cielo)
Autor: Francisco José García Carbonell
<<El dolor ajeno provocó en mí otros dolores: el de verlo, el de ver que era irreparable, y el de saber que, sabiendo que es irreparable, empobrece incluso la inútil nobleza de querer repararlo…>>[1]
El cristianismo ha sido, desde un principio, el mayor fracaso de la humanidad, y sin embargo se sigue creyendo de una u otra manera, en el sentido espiritual de este, porque el sentido cristiano ronda tras la penumbra de nuestro inconsciente proyectando en nosotros el dolor preciso de la culpa. Allá donde el cristianismo ha dejado su impronta, ha removido en lo más profundo de nuestro ser la economía salvífica de Dios. Un camino de perfección se yergue, así, ante las personas para que estas “quieran deber transitarlo” a la vez que desechan todo lastre impuro. ¡Ay!, de estos que se apartan de este ideal, ya que entonces quedaran absorbidos de modo total por el sinsentido de una naturaleza que es ciega frente a las grandes y nobles aspiraciones de justicia con que toca al ser humano la venida del Reino de Dios.
La historia de Jesucristo, en su subida hacia Jerusalén, es la historia que termina en el fracaso de la cruz, pero también es el camino de verdad y vida que sobre-existe al propio proceso natural de la historia y que nos muestra el ideal de justicia. Él nos señala al cielo para que abramos nuestra vista a él, para que no quedemos subsumidos en el cerco del mundo. El gran problema, entonces, queda centrado en la propia debilidad humana, en su imposibilidad para alcanzar la verdad y en su estúpida humildad por no creerse a imagen del Padre, cosa que se le subraya por escrito en los textos sagrados. Pero sí hasta el mismo Hijo, ya en la cruz, dudo sobre las intenciones del Padre y le echó en cara su abandono. Este apartó la confianza en el Padre, quedó ciego ante la naturaleza de las cosas y, peor aún, durante esos momentos de debilidad ante su propia divinidad también encubrió nuestra salvación. Se rebeló igual que anteriormente lo había hecho el pueblo judío (Mt 27:46 y Mc 15:34 y Salmo 21) para, de manera posterior, desposeerse asimismo y entregar, de nuevo, su voluntad al Padre (la kenósis). Algo que nos lleva a preguntarnos: ¿Acaso, Jesús, en esos momentos, no experimentó la impotencia al verse absorbido por la ceguera que le producía la enfermedad de haberse apartado de Dios, y que es inherente a todo ser humano? ¿Acaso se nos quiere señalar con esto, como también se ve en San Pablo (Filipenses 3:15), como el resultado de un gran amago a la hora de intentar conseguir una perfección que a la larga resulta imposible, de verás, en esta vida? ¿Acaso, en definitiva, en el propio fracaso de la Cruz se cumple el último paso para retornar a Dios de modo definitivo a través del vaciamiento de su propia voluntad para ser receptivo a la voluntad de Dios?
Jesús terminó entregando su espíritu y, por tanto, arrepintiéndose, antes de la muerte física, de haber dudado del Padre. Por unos momentos, este desvió la mirada del camino trazado por Él, relajándose en sus propios deseos humanos y ocultando, de este modo, su alma verdadera al mundo. Entonces, he aquí, que el remordimiento, algo propio de alguien que está llamado a la perfección, se apodera de Este hasta el punto de entregar su alma al Padre para volver a ser como Él, perfecto en la otra vida, más allá del cerco de los deseos mundanales.
Con todo, y antes de proseguir con este desarrollo, cuál era el valor que el mismo hombre judío que era Jesús daba al arrepentimiento.
Escribe Fernando Bermejo:
<<Es esperable, a priori, que dos predicadores escatológicos judíos hayan llamado a sus oyentes a arrepentirse de sus faltas y a experimentar un cambio radical (teshuvá metanoia) ante la inminente manifestación del poder de Dios y el juicio que entraña. El llamamiento a “volver al Señor”, con el tono de pesar por lo previamente hecho que comporta, es una noción que aparece con frecuencia en las Escrituras judías (…) En el caso del Bautista, la expectativa del juicio está encaminada al arrepentimiento y a producir buen fruto. El bautismo que Juan proclama es un “bautismo de arrepentimiento para el perdón de los pecados”, que presupone ya haberse orientado a la justicia y por tanto que el individuo ha alterado radicalmente el modo y la dirección de su vida, en sus motivaciones, actitudes y objetivos básicos (…). Por otra parte, la idea de la conversión parece estar ya contenida en la necesidad de aceptar el mensaje de Jesús: ante la urgencia escatológica, el galileo puede haber reformulado el arrepentimiento en los términos de seguimiento a él (como heraldo divino) y a su enseñanza. Es obvio que la implicación de la predicación de Jesús es que ante lo que (creía) se avecinaba, la gente no podía seguir viviendo como hasta el momento, y eso implicaba la necesidad de una profunda conversión>>[2]
¿En qué consiste ese sentimiento tan complejo en los seres humanos y que ayuda a remontar el camino del futuro rompiendo con la impureza del pasado, aquello que se denomina como la Teshuvá? ¿Aquello que nos invita a arrepentirnos de los pecados de una manera sincera adentrándonos, para ello, en lo más profundo de nuestras debilidades? ¿Qué es aquello que nos culpa por nuestro ser débil incapaz de alcanzar por sí solo el camino de salvación eterna?
Notamos como las horas, los minutos, todo el tiempo en su conjunto, nos traspasa, y aún así, a pesar de este tiempo que nos sustrae, nos hace suyos, en definitiva nos somete a su propio movimiento provocándonos un continuo en nuestras vidas, nos impide, de la misma forma, detenernos y encontrarnos, al igual que por momentos hizo Jesús colgado en la cruz, frente a la angustia de la muerte. Esta nos produce un espanto tan atroz que también desviamos la mirada, pues, y así pensamos, que a través de las solas cualidades del tiempo que marca el ritmo de nuestro esfuerzo, podamos alcanzar la eternidad sin necesidad de una Gracia. Queremos volver de nuevo a las religiones paganas y hacernos piedras con las piedras, agua con el agua, excremento con el excremento. Hacernos, así, en definitiva, naturaleza ciega con la naturaleza ciega. El Dios cristiano, cuentan, plantó el ansia de perfección respetando nuestros cuerpos imperfectos. Él, dicen, abrió ante nosotros el camino al cielo, sin derrumbar nuestras imperfecciones para que nosotros podamos, o no, optar de una manera libre a desviar la mirada hacia una naturaleza indiferente a nuestras más nobles pretensiones, y que se ceba con nuestros cuerpos corruptos, pero si optamos por esto último ¿cómo pretendemos arrepentirnos de nuestras debilidades si estas sólo son producto de un trastorno producido por nuestras propia naturaleza humana? En todo caso, de ser así, ¿arrepentirse sería lo mismo que optar por resignarse, o también resentirse, ante la propia naturaleza? ¿Dónde quedaría, pues, el ideal de justicia?
Desde luego el ideal de justicia ha pululado a lo largo de la inmensa literatura que ha creado el ser humano. Marcelo Salerno, nos cuenta sobre la concepción y el desarrollo de esta:
<<Originariamente era un tema metafísico, en el más alto nivel del pensamiento. A medida que fueron avanzando las indagaciones, le correspondió a la filosofía ocuparse de su análisis, focalizándolo en la axiología y en la lógica. Esas especulaciones primarias luego se volcaron en el campo del derecho a fin de insuflar ese ideal en las leyes y aplicarlo en los tribunales (…). Las inquietudes científicas no se detuvieron; pronto atrajo la atención de la psicología, la antropología, la historia y la sociología. Más allá del orden racional, las investigaciones se orientaron hacia el orden sensitivo, donde hay razones que la razón no entiende, como dijera Pascal. Es la inclinación natural de los seres humanos, su sensibilidad ante lo justo y lo injusto, una aptitud del alma hacia el bien, una vivencia interior descubierta mediante la intuición.
Nada es indiferente a la justicia y, por ello, como la luz, ilumina las conductas e inspira las acciones. Permanentemente suscita la reflexión y es llamado a la conciencia. Suele ser un lugar común decir que para conocerla hay que haber sufrido una injusticia, y quien la comete debe expiar su falta>>.[3]
Cristo sabía, ya en la cruz, que la justicia que este anunciaba, en el cerco que le ofrecía este mundo, era un imposible. No porque se creara una reacción frente a Él, sino por la incoherencia de una historia que se salía de los márgenes que Dios mismo quería trazar en el hombre. Los bienaventurados, los pobres y los mansos, intentaron llevar a cabo sus palabras, pero al final tampoco estos, igual, supieron ofrecer más alternativa que una vida coherente con la moral que desvelo Jesús para alcanzar, así, de este manera el ideal del Reino de Dios. Después de Cristo no hubo un final bueno y tampoco malo, las cosas, así de simple, continuaron. Solo los puros de corazón no se dejaron pervertir manteniendo una coherencia extraña frente a los vaivenes, porque ellos creían firmemente que ese Reino de Dios se materializaría en el mundo volcando la balanza a favor de ellos. San Pablo les sacó del error, pues en él está latente a ese Reino que llegó con Cristo <<porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo>> (Romanos 14:17). Dios aplica una justicia implacable, ya como refiere el jurista Juan Rodríguez Llamosi:
<<Lo que está claro es que, a partir de la Biblia, quedó sentado que hay dos tipos de justicia: la justicia de Dios, que es siempre implacable (Dios es siempre justo); y, la justicia humana, que es una especie de justicia respuesta. Es decir, el hombre, a diferencia de Dios que siempre es justo, no siempre es justo, pues su justicia varía dependiendo de sus circunstancias personales, sociales, geográficas, históricas, etc>>.[4]
A lo largo del tiempo el ser humano dejo de intentar entender lo trascendental de lo absoluto, pues era cosa imposible, y se centro en la justicia relativa, o lo que cada cual entiende por justo. Con este viraje de la metafísica a la ciencia, el pensamiento se encontró ante el cerco de los propios límites y, por tanto, ante el reconocimiento de la presunción trascendental[5]
Tomemos como ejemplo la figura del filósofo y jurista Hans Kelsen, el cual buscaba << desbaratar cualquier intento de determinar el contenido de la justicia en clave absolutista>>, nos dice el investigador José Antonio Seden al respecto:
<<A partir de aquí kelsen presenta su relativismo ético enfrentándolo a un conjunto de doctrinas absolutista. A grandes rasgos, el absolutismo ético se puede definir como una posición filosófico moral que defiende una concepción absoluta de la justicia y cree que se pueden justificar valores morales absolutos. Aunque él piensa que el ideal de justicia absoluta es una ilusión, tiene que admitir que es una ilusión cargada de fuerza, pues los seres humanos han sido incapaces de sobreponerse a la necesidad de de emprender la búsqueda de esa justicia e intentar descubrir su contenido. En cambio, aunque desde el relativismo no se niega que exista “la” justicia absoluta es una ilusión, tiene que admitir que es una ilusión cargada de fuerza, pues los seres humanos han sido incapaces de sobreponerse a la necesidad de emprender la búsqueda de esa justicia e intenta descubrir su significado, porque la razón humana sólo puede conocer valores relativos: el conocimiento de la justicia absoluta le está vedado>>[6].
Es desde lo relativo cuando esta formulación, así le ocurrió a este pensador austriaco, no puede encontrar plenitud. Lo que yo pretendo con todo esto no es validar, de ningún modo, el valor providencial de lo absoluto que imprime la voluntad de buscar en la persona, de trascender los límites que nos cercan y que, también, nos hace, de la misma manera, despegarnos de la futilidad de las cosas a través de un amor que desea trascender hacia la belleza armónica, tal como se entendía en la Grecia clásica. Pues esa voluntad equilibradora, y que se mueve en una naturaleza, la nuestra, que no tiende a la perfección sino a la recurrencia, pues es ciega, al final degenera en pensamiento y políticas totalitarias que no ofrecen ninguna alternativa saludable frente a la imperfección. Tampoco pretendo invalidarla, pues la persona necesita de esa fuerza trascendental del Reino, de ese amor que no se deja absolver por la naturaleza y, por tanto, queda siempre abierto a dejarse guiar por esa búsqueda armoniosa.
El problema del ser humano, pienso, es la de no saber distinguir esas dos realidades. La persona se mueve en el campo de la imperfección, de la imposibilidad del cálculo, del fracaso de la cruz, del determinismo natural y, también, de un azar que parece darse fuera de ese determinismo al no ser predictible en todos sus términos.
Los cristianos fueron llamados para seguir un camino de perfección, y para que estos respondieran de un modo libre, les ataron el peso de la culpa. Todo atisbo de impureza, aquello que les desviaba, era considerado un lastre. La propia naturaleza del ser humano era el mayor de todos ellos, pues ¿Dios no sacrifico su cuerpo humano para alcanzar, así, la perfección? ¿No era este un lastre para sus pretensiones? De aquí, en un intento de justificar la mortificación del cuerpo, las numerosas herejías que surgieron durante los primeros siglos del cristianismo. A pesar de sobreponerse de un modo oficial a todas ellas, a pesar de salvar el cuerpo, quedo en la Iglesia esos resquicios del lastre de la corporeidad. Sus imperfecciones libidinosas, los tentadores deseos que nunca acaban, etc., todo debía ser corregido, arrancado de nosotros por los medios que fueran necesarios, incluso recurriendo al maltrato físico y al ensañamiento público, pues toda la sociedad estaba involucrada, dentro de ese pensamiento hegemónico, en la salvación de las almas. La Gracia bajó del cielo para absolutizarlo todo, para alzar lo corrupto del mundo hacia el camino de perfección, y este fue el gran error que es la simbolización del poder espiritual.
Por otro lado, el hombre que vuelve la cara a Dios somete sus creencias al cambio de lo corrupto. Así, la persona que ya no pretende alzarse hacia el Reino queda expuesto a un camino en continuo cambio que no tiene un punto de llegada. Los valores cambian, se vuelven líquidos, inestables, lo único que queda es la autoridad del poder terrenal, el hombre se hace demasiado humano. Aún así, a pesar de esa crítica constante al mundo, surgen hombres que no han perdido las raíces con lo absoluto pese a ver la realidad trascendente divina como una alienación de la vida humana. El marxismo intento dibujar un panorama científico en el que no quedara flecos para el error, pero por mucho que haya intentado hacer esa política pura frente a las relaciones de producción capitalista, con todos sus vaivenes económicos, y sobre el cual intenta catapultarse, este termina por caer en el absolutismo y, tomando a Weber, no llegando a dilucidar todos los complejos problemas sociales. Pues por muchas relecturas que se quiera hacer, por mucho que intente reinventarse para contribuir a la emancipación del ser humano frente a todo aquello que lo deshumaniza, los estados que han adoptadas políticas marxistas han terminado enarbolando la misma lanza de lo sagrado que el cristianismo más totalitario de la historia, y al igual que este se sigue creyendo de una u otra manera en ellos pese a su fracaso, porque ambos poseen la misma esencia religiosa.
[1] Fernando Pessoa. La educación del estoico. 1999.
[2] Fernando Bermejo, Teshuvá: Juan, Jesús y el arrepentimiento, Religión Digital, 2007, religiondigital.org
[3] Salerno, M.U. (2013) El ideal de justicia en la cultura (en línea). Prudentia Iuris, 75. Disponible en: http://bibliotecadigital.uca.ar/repositorio/revistas/ideal-justicia-cultura-salerno.pdf , pp. 183-184 (fecha de consulta 05/05/2023)
[4] Juan Ramón Rodriguez Llamosí, Lo justo, lo bello y la verdad. Anuario Jurídico y Económico Escurialense, XLIX (2016), p. 609. Conferencia dada en el Real Centro Universitario Escorial María Cristina
[5] En referencia al filósofo y jurista Hans Kelsen, podemos comprobar en la Wikilpedia: <<. Analizando las condiciones de posibilidad de los sistemas jurídicos, kelsen concluyo que toda norma emana de otra norma, remitiendo su origen ultimo a una norma hipotética fundamental, que es para kelsen una hipótesis o presunción trascendental, necesaria para poder postular la validez del derecho. Sin embargo nunca consiguió enunciar una norma jurídica completa basada en su modelo. Kelsen consideraba la moral parte de la justicia, pero no exclusivamente, sino como un elemento interconectado con la Justicia (que es uno de los fines del derecho). En tanto la justicia es una exigencia de la moral, la relación entre moral y derecho queda comprendida en la relación entre justicia y derecho>>
[6] José Antonio Seden, La crítica de Hans Kelsen a las concepciones metafísicas de la justicia. Universidad de Salamanca, AFD, 2017 (XXXIII) 133-134, dialnet.uniroja