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Por Salomé Guadalupe Ingelmo
En una sórdida instalación militar, niños en apariencia normales son tratados como presos de alta seguridad. Maniatados casi permanentemente y custodiados por soldados armados, son trasladados de sus celdas al aula donde, inmovilizados en las sillas de ruedas con las que se les transporta, reciben clase. La indiferencia y crueldad que militares y médicos les dispensan diariamente sólo se ven compensadas por la humanidad y la ternura de su profesora. Quien, dejándose llevar por sus instintos naturales, por la empatía y la compasión, a menudo olvida que sin las cremas inhibidores que se aplican sobre la piel, el ansia de carne humana se desataría entre esos niños parcialmente inmunes al contagio ‒inteligentes, capaces de razonar y aprender‒ pero no menos peligrosos que los zombis privados de cerebro, meros cadáveres ambulantes, marionetas del instinto animal en descomposición, que asedian la base y han tomado casi toda Gran Bretaña.
El comportamiento de esta docente hace que Melanie, una niña especialmente despierta y curiosa, extremadamente educada y sensible, deseosa de la aceptación de los humanos, desarrolle un profundo afecto y admiración por ella. Descubiertas las intenciones de la autoridad médica de la base, que se propone obtener una cura contra el hongo que infecta a los “hambrientos” a partir del cerebro y la médula espinal de Melanie, la maestra decidirá tomar a la niña bajo su protección y, rebelándose contra sus superiores, evitar ese sacrificio.
Cuando la base sea asaltada y un grupo reducidos de supervivientes se vea obligado a escapar en dirección a Londres, en medio de un territorio tomado por los hambrientos, las duras circunstancias pondrán a prueba el afecto que profesora y alumna se profesan.
La chica con todos los dones es una película atípica en muchos sentidos. Seguramente no responde a las expectativas del espectador, pero desde luego tampoco defrauda. Se trata sin duda de una obra original que no está dispuesta a dejarse encasillar en los estrechos patrones del género al que en el fondo también pertenece. Porque indudablemente es una película de zombis; pero también, a su modo, es cine social. Desde un comienzo la cinta sorprende al espectador no sólo con su guión, sino también con una sobriedad formal que mucho recuerda ‒incluso por sus escenarios: sórdidos paisajes urbanos sometidos a la degradación del abandono, convertidos en núcleos aislados, divididos por bucólicos parajes naturales sin apenas rastro de la vida que antaño fue humana, en los que aún es posible respirar serenidad‒ a 28 días después, la mítica película de Danny Boyle. Aunque se echa en falta, no obstante, una banda sonora memorable como aquella.
La chica con todos los dones rompe esquemas desde su mismo comienzo, cuando nos presenta a su protagonista. Melanie es todo lo contrario de un monstruo. Sin embargo así la definen los no contagiados. Y como a tal, deshumanizándola, la tratan. Sólo su maestra, prescindiendo de las clasificaciones y etiquetas, ve en ella, simplemente, a una niña.
En efecto Melanie, en busca de la pacífica convivencia y de la aceptación que tanto anhela, se encuentra en permanente lucha por controlar sus instintos. Porque uno no puede renunciar a su naturaleza, pero sí puede aprender a convivir con ella y a controlarla. En este sentido la película reflexiona también sobre el afán de superación y sobre la disciplina personal, sobre la conquista de las propias metas.
Y es que Melanie, que por el afecto que profesa a sus compañeros de huida acepta llevar una máscara que poco se diferencia de un bozal y evita que se le acerquen cuando sabe que el hambre podría convertirla en un peligro, parece respetar y admirar casi con veneración la vida humana. Hasta el punto de buscar entonces gatos y palomas con los que saciarse, lo que nos recuerda la actitud de Louis ‒Entrevista con el vampiro, de Neil Jordan‒ al comienzo de su vida como no muerto, cuando aún se niega a arrebatar vidas humanas para alimentarse. El comportamiento de la muchacha contrasta en todo momento con el de los no contagiados, que, sin hacer distinciones, consideran al diverso automáticamente un enemigo cuya aniquilación se justifica mediante la propia ‒presunta‒ superioridad moral o intelectual.
Y es que, sospecho, La chica con todos los dones reflexiona también sobre la desigualdad social. Sobre la injusticia que hace que unos tengan más oportunidades a costa de otros, del infortunio de esos otros que, presuntamente, habrían de aceptar con resignación ese sino impuesto desde su mismo nacimiento.
Sólo que, contraviniendo estos perfectos planes, los zombis, los desheredados, se revelan y comienzan a comerse a sus opresores, a esa clase privilegiada que, obligada de repente a esconderse y huir, apenas puede aceptar que se ha convertido de cazador en presa, de amo en esclavo del terror.
“¿Estamos vivos?”, pregunta Melanie al sargento Parks justo antes de que este se convierta. Y ante su confirmación, decide cambiar de opinión y no sacrificar su vida para salvar la de los no contagiados. “Entonces, ¿por qué hemos de sacrificarnos?”, concluye la muchacha.
En efecto, ¿por qué habrían de hacerlo? ¿Por qué los más desfavorecidos han de sacrificarse siempre por una sociedad ingrata que les excluye y rechaza, que les discrimina y aísla? ¿Por qué las renuncias y privaciones, como ha puesto de manifiesto una vez más la reciente crisis, se exigen siempre a los mismos? ¿Por qué, presuntamente para mantener la paz social, las víctimas de los atropellos de la Guerra Civil han de permanecer en silencio hasta su muerte? ¿Por qué, presuntamente para mantener el bienestar económico, los ciudadanos han de pagar el rescate de los bancos? ¿Por qué tantas familias no pueden comer o encender la calefacción mientras las grandes fortunas se acogen a amnistías fiscales de dudosa legalidad? ¿Por qué sufrimos recortes en ayuda a la dependencia, sanidad y educación mientras los cargos públicos corruptos se enriquecen con el dinero sustraído a todos los ciudadanos? ¿Por qué los futbolistas y los directivos con sueldos millonarios ocultan su patrimonio en paraísos fiscales mientras el trabajador medio paga religiosamente los impuestos? ¿Por qué, en definitiva, la solidaridad ha de exigirse siempre a los mismos: a esos que si se atreven a reclamar sus más básicos derechos, se ven tachados, además, de egoístas? ¿Por qué le volvemos insistentemente la espalda a la justicia?
Quizá que la protagonista de La chica con todos los dones sea de color no resulte superficial; quizá ese detalle pueda interpretarse como un guiño al antiguo imperialismo y a las consecuencias del colonialismo. Me pregunto si la denominación “segunda generación” que reciben estos niños, que a simple vista no parecen “hambrientos” aunque también lo sean, podría aludir a los descendientes de la inmigración que, procedente de las colonias, llegó, especialmente en el siglo XIX y principios del XX, a las metrópolis que dominaban sus países desde el primer mundo, las mismas que posteriormente se vieron obligadas a concederles la independencia. Este tipo de razonamiento podría hacerse extensible a otros géneros de inmigración más reciente y producto de nuevos fenómenos no relacionados directamente con el colonialismo, incluido el desplazamiento de refugiados. Estas gentes llegadas a Europa y precariamente integradas en una sociedad que les considera extraños y procura segregarles, presas del descontento y desalentadas ante un futuro muy poco prometedor, pueden convertirse en presa fácil para extremismos sin escrúpulos, como el radicalismo islamista.
Así la imagen de estos niños especiales que se comen a sus madres desde dentro, que se abren paso a mordiscos en los cuerpos de sus progenitoras, se revelaría una metáfora del peligro encubierto que albergamos en nuestra propia casa: un enemigo infiltrado, insidioso y difícil de desenmascarar. El terror que esta idea genera, tan actual en estos días, nos recuerda en cierta medida al que prosperó durante la Guerra Fría, que ofreció tierra abonada para historias de espionaje en las que niños rusos infiltrados desde la más tierna infancia, células durmientes durante años, se convertían en informadores indetectables. Ambientada en la Segunda Guerra Mundial, El ojo de la Aguja, de Ken Follet, explotaba también ese pánico al enemigo camuflado. Un temor que dejó huella más hermética en el género de la ciencia ficción, con ejemplos tan inquietantes como Los ladrones de cuerpos, de Jack Finney, que fue adaptada al cine, igual que El ojo de la Aguja, con gran éxito.
Más que una película de terror, La chica con todos los dones se revela una parábola sobre el injusto reparto de los recursos, el bienestar y las oportunidades en el mundo. La emergencia zombi ofrecen una excusa perfecta para retratar cómo una minoría ve amenazados sus privilegios por una amplia mayoría hambrienta que en realidad controla la mayor parte del globo y que está dispuesta a comerse a sus opresores. En su ausencia de moral, intentando asegurarse la supervivencia a toda costa, esa élite minoritaria no duda en experimentar sobre la “segunda generación”, que considera prescindibles cobayas, sin remordimiento alguno.
Como hemos podido observar, La chica con todos los dones reflexiona sobre nuestra percepción de los otros y nuestros prejuicios. Sobre la intolerancia y el aislamiento, los verdaderos factores que nos convierten en monstruos.
En algunos momentos la película recuerda extraordinariamente al fascinante relato La foto de la clase de este año, de Dan Simmons, en el que una maestra, tras el apocalipsis zombi, abnegada ante su deber como docente, se empeña en seguir dando clase cada día a un grupo de niños zombi cuya atención sólo es capaz de captar gracias a suculentas recompensas. Esa docente protege en solitario la escuela, el pequeño reducto de humanidad que es el aula, isla de racionalidad en la que pretende mantener protegidos a “sus niños”, su responsabilidad, de los ataques de los zombis salvajes que los asedian en el exterior. Y mediante la disciplina diaria que impone, esa mujer terca logra obtener una respuesta esperanzadora de sus originales alumnos.
En efecto también La chica con todos los dones, como La foto de la clase de este año, permite otra clave de lectura relacionada con la enseñanza. La película reflexiona sobre la pedagogía y los recursos que nos facilitan la motivación, sobre la devoción por los alumnos y la necesidad de que los enseñantes se involucren también desde el punto de vista humano. La docencia es una profesión que exige dotes y formación, pero también es una vocación. Sin generosidad y humanidad, sin una enorme dosis de empatía, la comprensión resulta imposible y la comunicación se ve seriamente comprometida. Por otro lado la responsabilidad del docente es enorme, pues ejerce gran influencia sobre sus alumnos, especialmente cuando estos son jóvenes y buscan aún referentes a la hora de formar su personalidad y decidir qué actitudes quieren tomar ante la vida. El profesor, por tanto, no es un mero transmisor de conocimientos sino un espejo en el que, lo quiera él/ella o no, sus estudiantes se miran. Y desde ese lugar privilegiado que sus alumnos le conceden puede propagar modelos de integridad intelectual y vital.
En este sentido relacionaría La chica con todos los dones. También, con la vieja película Rebelión en las aulas, de 1967, en la que el profesor Thackeray ‒en realidad llegado a la enseñanza de forma fortuita, pues se trata de un ingeniero en paro que se ve obligado a aceptar el único empleo que se le presenta‒, repartiendo respeto, enseña a sus alumnos, chicos conflictivos de barrios marginales de Londres a los que el sistema da por perdidos y que parecieran destinados a la exclusión social, a respetarse a sí mismos.
Finalmente, el desenlace de la película nos aclara su título, La chica con todos los dones, que claramente hace referencia a la griega Pandora. Y es que Melanie, que parece un regalo para la humanidad, acaba abriendo la caja de los horrores al liberar las esporas causantes del mal, provocando que el hongo patógeno se propague y contagie vía aérea a todos salvo a su maestra, condenada al encierro en un laboratorio desde el cual cada día dará clase a sus nuevos alumnos. En un final feliz alternativo, los niños zombi acaban consiguiendo una figura materna, alguien que confía en su potencial y por tanto les ofrece una expectativa de futuro.
Porque construimos nuestra identidad basándonos en la imagen que los demás tienen de nosotros. Si nos consideran monstruos, nos conduciremos como tales; si nos ofrecen consideración, procuraremos merecerla con nuestro comportamiento.
Por otro lado, tras haber vista La chica con todos los dones, se impone una pregunta terrorífica: ¿se encamina nuestra sociedad a convertirse en un enjambre de individuos incomunicados e irreflexivos que deambulan por la vida sin otra preocupación que sus instintos más primarios, actuando como irrelevantes marionetas? ¿Es este realmente el futuro que queremos?
Ilustraciones
Pandora, Dante Gabriel Rossetti.
Ficha técnica
Título original: The Girl with All the Gifts
Año: 2016
Duración: 111 min.
País: Reino Unido
Director: Colm McCarthy
Guión: Mike Carey (Novela: Mike Carey)
Música: Cristobal Tapia de Veer
Fotografía: Simon Dennis
Reparto: Sennia Nanua, Paddy Considine, Gemma Arterton, Glenn Close, Anamaria Marinca, Dominique Tipper, Anthony Welsh, Fisayo Akinade, Yusuf Bassir, Daniel Eghan, Elise Reed, Richard Price, Amy Newey, Matthew Smallwood, Lobna Futers
Productora: Altitude Film Sales / BFI Film Fund / Poison Chef
Género: Terror. Ciencia ficción. Thriller | Futuro postapocalíptico. Zombis. Pandemias
Premios:
Premios BAFTA2016: Nominada Mejor debut de escritor, director o productor británico
Festival de Sitges 2016: Mejor actriz (Sennia Nanua)
British Independent Film Awards (BIFA) 2016: Mejor productor del año