LA ARMONÍA DE LO DISONANTE EN DÁMASO RUANO

LA ARMONÍA DE LO DISONANTE EN DÁMASO RUANO

Antonio Abad

LA ARMONÍA DE LO DISONANTE

EN DÁMASO RUANO

Por Antonio Abad

Cuando nos encontramos delante de un objeto, dicho objeto no es solamente lo que vemos, es también ese mismo objeto y su significado; es decir, lo que ese objeto representa y lo que sabemos y pensamos de él. Por eso la realidad es múltiple y variable, constante y diferente y, como consecuencia, ambigua.

En este sentido podemos señalar que cualquier mirada procede de una especie de espejo que distorsiona la veracidad de lo que contemplamos y, que la forma, la forma que lo contiene, es a su vez su cómplice.

Entiéndase, pues, que objeto y forma concretan un concepto, determinan una funcionalidad, responden a una estructura.

DÁMASO RUANOUn cuadro siempre es el resultado de una mutación de lo real, aun en el caso de la más exigente pintura figurativa. El objeto, de este modo, viene a convertirse en un motivo especulativo que el artista transfigura en otro objeto a partir de su propia realidad y de su particular visión del mundo. Queremos decir que el artista, necesariamente, manipula la realidad, la deforma, por ser ella misma intransferible, configurando así un mundo aparte, otra cosmogonía propia del creador que, desde análisis de lo formal, deviene obligatoriamente en eso que llamamos estilo.

Pues bien, hay pintores que incluso se desdicen del objeto, reniegan de él a la hora de enfrentarse al hecho pictórico. Desde Kandinsky a Mottherwell, pasando por Newman, Burri, Pollock, Appel, Mathieu, y tantos otros, han elevado estas premisas hasta sus últimas consecuencias llegando a convertir lo representado en la negación absoluta del objeto.

El objeto es tan pluriformal, nos vienen a dar a entender, posee tantos puntos de vista, que mejor será negarlo. Se trata de una plástica aislada de todo naturalismo, de cualquier testimonio representativo, alejándose de la anécdota objetual, de todo aquello que comporte un significado para delimitar (en esta nueva propuesta que se conoce, en términos generales, como “pintura abstracta”), el tratamiento de lo formal en su más pura esencia. Por lo tanto, se trata de explorar la otra realidad que bulle detrás de la realidad. Y para hacerlo se parte de lo más primigenio: del gesto, del aliento creador pero, sobre todo, del intento de desvelar el enigma de lo que nace o de lo que muere hasta penetrar en la sutileza de la nada.

Esto solo puede llevarse a cabo a través de un proceso lento de investigación y de inmersión en el yo misterioso que llevamos dentro. Lo que implica que en ese espacio donde convergen el objeto y su ausencia, las formas delimitan cualquier significado del hecho pictórico: un lugar en el que, sin duda, se define y concreta toda la pintura de Dámaso Ruano.

*  *

LA ARMONÍA DE LO DISONANTEDámaso Ruano nació en Tetuán (1938-1914), esa ciudad que fue capital del antiguo Protectorado español, en plena Guerra Civil. A los siete años tuvo que ingresar en el Colegio de Huérfanos Infanta María Teresa de Madrid. Allí, en Madrid, estudia todo el Bachillerato y más tarde Magisterio, regresando a Marruecos para establecerse de nuevo en Tetuán como profesor de dibujo, llegando a ser nombrado Director de la Misión Cultural de España en Kenitra. Es en el año 1969 cuando se instala en Málaga. Pronto entra en contacto con los pintores que en aquellos años constituyen la vanguardia de la ciudad, fundando con los más destacados, en diciembre de 1979, el Colectivo Palmo de profunda trascendencia en el ámbito artístico y cultural de la vida malagueña hasta su autodisolución en el año 1987.

Hecha esta pequeña semblanza biográfica, tengo que apuntar que los que somos del otro lado del mar nunca hemos podido eludir nuestra permanencia a un espacio que, aunque no nos pertenece, lo hemos tomado como nuestro. Cuántas veces, en este sentido, Dámaso y yo nos hemos confesado nuestras afinidades a un modo de ser y de entender nuestra visión del mundo. Es algo, que como él mismo me dijo en reiteradas ocasiones «se lleva nítidamente en el alma». Yo diría que al mismo tiempo lo llevaba en su retina impregnada por esa luz hiriente que le llegaba en galopadas desde las inmensas soledades del desierto.

No sé si la confinación a un lugar, el sentimiento de pertenencia o la primera percepción que tenemos del mundo, determinan, en el hecho creador, el resultado de su obra. No lo sé, y hay autores que niegan categóricamente cualquier tipo de influencia en ese sentido. Lo que sí es innegable es que en la obra de Dámaso Ruano está de un modo omnipresente la concreción de un espacio lleno de una luminosidad arrebatadora que solo es perceptible bajo el intenso cielo de un paisaje magrebí.

En efecto, el paisaje magrebí se caracteriza por amplios espacios abiertos que determinan una planeidad obsesiva. La tiranía de la luz tiene en estos espacios la capacidad de eliminar el volumen y de reducir a meros esquemas los aspectos formales de nuestra visión. Por eso no debe extrañarnos que sea el esquematismo lo que caracterice la propuesta de todo el arte árabe, y que la ausencia de la figuración no solo sea por un mero y antojadizo pretexto religioso, sino que obedezca a esa percepción planimétrica que el hombre árabe tiene de su entorno. Que esta acentuada linealidad se halle incrustada en las costumbres y en los modos de vida de sus gentes no tiene nada de extraño. Es fácil observar cuán proclives son a lo monótono, al flujo continuo, al que nada o muy poco cambien las cosas, al determinismo como la expresión más fiel de una dimensión, única, longitudinal y dependiente que une lo divino con lo humano.

Subrayar este sentido de la percepción supone concebir una plástica concreta, es decir, trasladar con el color y las formas el carácter de antiilusionismo que de un modo tan determinante ha influido en la obra de Dámaso Ruano.

El entorno magrebí ha sido y sigue siendo punto de referencia de muchos artistas plásticos desde que Eugéne Delacroix, en 1832, realizara un viaje a Marruecos y quedara hondamente sorprendido por la tonalidad trágica de las formas, de sus paisajes, de sus gentes, y sobre todo del arrebato de la luz. Es en Marruecos precisamente donde Matisse llega al descubrimiento de la localización del color, lo cual supone construir un orden previo del color en el objeto; es decir, un color del objeto distinto al que posee en la naturaleza, y que tanta repercusión tendría después en el desarrollo de la pintura actual.

Sin embargo, los continuadores de esa gran pintura del XIX, auspiciados por el realismo imperante de la época, desembocaron en lo que ha sido en llamar «pintura histórica», de signo orientalista, caso de dos enamorados de Marruecos como los fueron Mariano Fortuny y Tapiró, o en lo que más tarde llegó a llamarse, ya en el siglo XX, la Escuela de Tetuán en la que predominaba una visión narrativa del paisaje de corte preciosista. Recordemos los nombres de Mariano Bertuchi, el más destacado de ellos, y otros como Ortiz Echagüe, Carlos Tauler o Juan Francés.

Afortunadamente esa actitud reflexiva ante el color, que descubriera Delacroix y que resolviera magistralmente Matisse, es lo que recoge Dámaso Ruano y lo que intenta trasladar a su cuadros, elaborando, al mismo tiempo, una geometría elemental y un cromatismo sencillo, de manera que las relaciones que se establecen entre formas y colores rehúyan de todo tipo de complejidad.

Estamos hablando, pues, de un arte abstracto, de una pintura conceptual en la que se afirma la diferencia del espacio pictórico y el espacio tridimensional.

LA ARMONÍA DE LO DISONANTE EN DÁMASO RUANOEl cuadro, para Dámaso Ruano, se convierte de este modo en una ventana. El cuadro es, él mismo, una ventana. Una ventana abierta en la pared del mundo por donde se mira el mundo. El cuadro es a su vez el mundo. De ahí que en Dámaso Ruano el paisaje sea el tema central en la trayectoria de toda su obra.

Pero al contrario de la humanización del paisaje natural, que preconizaba Léger –estamos hablando no obstante de un paisaje con ciertas dosis de abstracción–, mediante la intervención con marcos, objetos, construcciones, anuncios publicitarios, puentes, señales…, Dámaso Ruano propone la ausencia de cualquier elemento anecdotario para sintetizar una propuesta que concrete la condición estrictamente plana de la superficie pictórica.

Kant sostenía que entre las cosas y nosotros siempre está la inteligencia. Los cubistas supieron mediar en una representación alternante a los modelos renacentistas. Ellos de alguna manera continuaron siendo realistas. La figuración resultaba deformada a partir de la utilización de la “faceta”, mostrando lo cóncavo y lo convexo al mismo tiempo. Sin embargo, el neoplasticismo rechaza cualquier tipo de representación. Aparece de este modo una abstracción pura, esa consideración específica del cuadro, su carácter plano, como apuntara Greenberg. Y es que el cuadro se hace objeto y se acumula en su condición de “cosa” anulando cualquier tipo de ilusionismo.

De ahí que los paisajes de Dámaso Ruano sean paisajes vacíos donde el hombre está ausente, porque en realidad lo que se pinta no es propiamente un paisaje, sino una mirada humana; y esa ausencia, esa objetividad de la no representación, es decir, de la representación despojada de ingredientes narrativos o literarios, se hace precisamente –como ya hemos señalado–, en beneficio de los valores puramente plásticos del cuadro.

En realidad cuando Dámaso pinta una tinta plana, una línea, rasga un papel o pega una madera, lo que intenta es trasladar al cuadro, como contenido del mismo, el impulso y el gesto de la composición; o mejor dicho,  el ordenamiento de las formas y los colores, no en tanto a lo que representan esas formas y esos colores, sino a su hálito, a su valor pictórico.

Decimos por eso que es la suya una pintura geométrica, abstracta, vinculada al neoplasticismo y conectada con la Bahaus por su esfuerzo en la aplicación de formas constructivistas a la arquitectura con la que tanto tiene que ver muchas de sus creaciones.

Él es, como no podía ser de otro modo, un gran admirador de Lucio Fontana, que hace del desgarro y del inciso en la tela, sus célebres piquage, un ingrediente plástico. Lo es también de Motherwell, de Kooning, de Rothko. Todos ellos sabían que los colores suelen estar ligados a la identidad de los objetos y que las formas vienen determinadas por el color, y éste a su vez, por la luminosidad. Dámaso Ruano entiende igualmente que el carácter de planeidad que apreciamos en la percepción del entorno implica un tratamiento específico, y que todo el arte oriental, del que también se siente deudor, no es más que un modo de concretar una cosmovisión particular.

Por esos sus paisajes se organizan a partir de un horizonte, de una línea que separa o que une dos planos (el cielo y la tierra), dos formas que convergen en una suerte de versión poética de manchas, degradados, líneas; todo ello envuelto, a veces, por una factura muy delicuescente que tiende a plasmar un espacio lleno de silencio, un espacio regido por la linealidad y el sueño de un paisaje mágico, sugestivo, pero igualmente aparte y deshabitado.

En realidad cuando observamos en los cuadros de Dámaso Ruano la insistencia del horizonte, lo que a él le importa verdaderamente no es el horizonte sino pintar esa línea que no existe, y señalar en el vértigo de las formas, en el abigarramiento del color, la esencia de la ausencia. Por eso lo suyo, en definitiva (además de una solución plástica), nos propone una solución poética basada en la armonía de lo disonante.

 

 

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