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KATHLEEN RAINE NO NECESITÓ CONSIGNAS
Me gusta pensar en Kathleen Raine. En los poemas de “En una desierta orilla” habló de nostalgias y plenitudes, unió el platonismo con las playas de Escocia, sugirió increíbles riquezas ignoradas. Nos habló de coronas perdidas gastadas por la marea, de como la noche lo alberga todo y no predica. En unos poemas intensificados durante años como perlas y pasmosos de vida.
En “Adiós, prados felices” nos contó como siempre estuvo más allá de los aspectos más vulgares de la modernidad, como vivió en un entorno mágico y lleno de encanto, como sintió todavía el encanto del mundo que Webber había negado. Como conoció una vida aún no agarrotada por el mecanicismo, como escuchó a las hadas y a los poetas celtas. Como latió en una naturaleza todavía misteriosa y creadora, una tierra poética donde el mecanicismo aún no lo arrasó todo.
No necesitó decir que las mujeres valen tanto como los hombres, simplemente lo mostró. Fascinó más que cualquier escritor, no necesitó machacarnos lo que en ella era evidente. No necesitaba ninguna cuota de sexos para que los catadores de literatura la paladeáramos. Ninguna predicadora iba a imponernos su lectura, porque la leeríamos con fascinación mucho antes de eso.
Fue una mujer fascinante, una escritora fascinante. Nunca se agotará la lectura de sus libros. No nos arrojó ninguna consigna porque era muy superior a todas las consignas, no nos dijo: tenéis que leerme o sois unos machistas, porque por naturaleza la leíamos con pasión. Estaba mucho más allá de las frases y de las consignas de los carteles. Ella era mucho más que carteles o gritos por las calles.
Como no íbamos a escucharla, con la fuerza de su fascinación silenciosa. Cómo no íbamos a leerla , con la riqueza que albergaba en cada frase. Con esa magia que destellaba en sus ojos y en sus palabras. Con esa sensualidad metafísica que latía en sus labios y en sus libros. Esa sensualidad metafísica que superaba todos los puritanismos, todas las miserias. Con su belleza profunda y su profundidad vertiginosa. Era una mujer inagotable y anulaba todas las frases.
Y conocía toda la cultura del mundo y no necesitaba expurgarla. Sabía paladear y no había que fabricarle caldos o infusiones. Era una bebedora de Shakespeare o de los más turbadores alcoholes de la cultura mundial. Pero sobre todo los célticos. Como céltica, era una mujer plena y era un hada. Era un hada que se movía como un espectro por los pasillos académicos y por las playas nostálgicas. Nunca pensó en ir con unas tijeras por los museos y las librerías. Ni en predicar ni en imponer ninguna predicación. No era una predicadora en un púlpito, era una escritora con toda la fuerza del bosque y de la noche, como Djuna Barnes. Se mostró libre y apasionada de un modo fascinante.
No necesitó condenar a nadie sin juicio, solo por acusaciones. No hizo expulsar a un actor de una película sin haber sido juzgado. No persiguió a ningún director de cine después de juicios absolutorios. No atacó todos los libros que no eran sermones feministas, sabía que las obras literarias nunca serán sermones.
No necesitó atacar obras en los museos y promover que las retirasen. No pretendió que las mujeres no tuvieran cuerpo como los hombres, que fueran solo cerebros conservados en formol. No trató de purificarlo todo y quemarlo como Savonarola en Florencia en el siglo XV, cuando le obligaron a Boticelli a hacer una pintura santurrona y aburrida. Sabía que el arte siempre se hizo con la mezcla, la transformación, la paradoja, la contradictoria verdad más profunda.
No buscó con lupa micromachismos igual que los inquisidores buscaban criptojudaismos, huellas de herejía escondida. No se dedicó a interrogar a todo el mundo con luz de comisaría buscando culpabilidad escondida. Tenía cosas mucho más importantes que hacer y las hizo.
No disparó a todo lo que se movía ni llamó machista a todo el mundo. Quien se la imagina con su literatura profunda perdiendo el tiempo en esos simplismos. No se dedicó a lanzar masas furiosas detrás de frases. Lo suyo era el silencio profundo, la pasión del susurro. No nos obligó a decir que todas las escritoras son buenas solo por ser mujeres. Lo suyo no era una moda, era algo mucho más arraigado y profundo. No negó que las mujeres pueden ser malvadas o contradictorias igual que los hombres.
No utilizó a Virginia Woolf como un estandarte, porque era otra gran escritora. Porque quería un cuarto propio para escribir grandes obras y no frases para banderas. Porque también dijo: ay de las escritoras que solo saben hablar del machismo. Quería un cuarto propio para escribir obras extraordinarias y complejas. Igual que Simone de Beauvoir no solo escribió “El segundo sexo”, escribió novelas llenas de lucidez y de complejidad, por encima de toda doctrina. Igual que Emily Dickinson no lanzó consignas pero escribió la poesía mas prodigiosa del mundo.
No quiso que dijéramos miembras o seras humanas, al mismo tiempo que nos negábamos a decir “poetisa”. Por qué en unos casos hay que marcar el género y en otros no, vaya usted a saber. Pero es que Kathleen Raine tenía el lenguaje para cometidos más profundos y reveladores. No buscaba brujas por todas partes, porque ella misma era una bruja. Era el hada que el cura demoniza cuando nos habla de “la tierra del deseo del corazón” en la obra de Yeats.
Amó profundamente a Gavin Maxwell pero a él le interesaban más sus nutrias. Y al amarlo entrevió los misterios más nostálgicos en la bahía de Sandaig, enfrente de la isla de Sye. Esos que no entiende la ciencia sola con sus fórmulas. Ni las consignas ni los simplismos.
ANTONIO COSTA GÓMEZ , ESCRITOR