Julia Kristeva hacia lo innombrable

Julia Kristeva hacia lo innombrable

Jose de Maria Romero Barea
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Julia Kristeva hacia lo innombrable

José de María Romero Barea

En ocasiones, lo elocuente nos dice bien poco: “Para el depresivo, la Cosa y el yo son las caídas que lo conducen hacia lo invisible y lo innombrable” (I). Un testamento parco en confesiones enciende una llama de esperanza en el lector ávido de silencios: “El tiempo en el cual vivimos es el tiempo de nuestro discurso y la palabra extranjera, despaciosa o disipada del melancólico lo lleva a vivir en una temporalidad descentrada” (II). Hay libros que son el último remedio para la desilusión crónica: en ellos, el grado cero de la expresión se administra en cómodas cápsulas. En el ensayo Sol negro: depresión y melancolía (1987; WunderKammer, 2017. Traducción de Mariela Sánchez Urdaneta) no se esquivan las preguntas incómodas: se toma lo que es una enfermedad tristemente común, y se la hace hablar en lecciones magistrales.

¿Esclavos del desajuste neuroquímico o de una desordenada nutrición? ¿Víctimas de la arrogancia privada o del más común de los destinos? Se ocupa la teórica de la literatura y el feminismo Julia Kristeva (Sliven, Bulgaria, 1941) del amor frustrado o imposible de poètes maudits como el torturado proto-surrealista Gerard de Nerval (que acabó sus días colgado de una farola parisina, en 1855) o el notable escritor ruso Fiódor Dostoyevski (1821 – 1881), que encontró consuelo en el autoexilio de las palabras. Es la obra de la novelista, guionista y directora de cine Marguerite Duras (1914 – 1996), para la psicoanalista de origen búlgaro, un todo coherente en la perfección de sus partes, donde la vulnerabilidad emocional está atemperada por el ingenio y un control formal nunca molesto.

Escrito con la oscura economía de la escritura aconfesional, aborda la autora de Semiótica (1978) el continuo deambular del exilio voluntario que nos mantiene despiertos, el infierno en la tierra de unos autores inertes, incontinentes, desorientadamente coherentes, víctimas de la adicción y la derrota, “el universo imaginario”, en definitiva, “en tanto tristeza significada pero también a la inversa, jubilación insignificante, nostálgica de un sinsentido fundamental y nutricio, (…) el propio universo de lo posible” (IV). Es decir, la tímida, incómoda vida y sus malentendidos, tergiversaciones, su soledad consciente, su felicidad lastrada por la consternación.

Sostiene Kristeva que la inevitable tristesse es el impuesto que Dostoyevski paga para acceder a las regiones más distantes de sí mismo, mientras “permanece la cuerda floja – como el cadáver representado – de una imagen económica, parsimoniosa, de dolor contenido en el recogimiento solitario del artista y del espectador” (V). Teoriza la filósofa que la depresión del autor de Los hermanos Karamázov (1879-1880) supone una forma de afecto desalojado que contrabandea funciones tan epifánicas como deshabilitadas. El rastro de separación que implica es un primer paso hacia una complejidad espiritual inimaginable. Su aparente inactividad es el ángel oscuro que transmite el urgente mensaje de Rilke: hay que cambiar de vida.

La expectativa ha sido podada aquí para servir a la riqueza subyacente. Se evitan las abstracciones politécnicas. Se elude el material técnicamente perfecto de la verborrea pseudoacadémica. Contrasta la explosión nostálgica con las evocaciones de la pasión recordada en el idilio infantil de Nerval, que surge de su peculiar Sylvie (1853), escrita desde la locura, donde “por representase ese no-simbolizado como un objeto materno, fuente de pesar y de nostalgia, pero también de veneración ritual, el imaginario melancólico lo sublima y se dota de una protección contra el hundimiento en la asimbolía” (VI). No es la luz, parece decirnos la autora de Lo femenino y lo sagrado (2000), sino el sol negro y la caída sin profundidad. El desencanto mudo. La ausencia de consuelo.

El enloquecido mundo de sueños de Duras cede a la melancolía autoconsciente del existencialismo. Se homenajea el enredo de lo sagrado y lo erótico: “¿Queda saciada la melancolía femenina por el nuevo encuentro con la otra mujer en cuanto puede ser imaginada como la compañera privilegiada del hombre? ¿O bien queda relanzada por, y quizás debido a la imposibilidad de encontrar, de satisfacer, a la otra mujer?” (VIII). Kristeva es escrupulosamente incluyente: nos conduce hacia las partes del discurso de la autora de El amante (1984) que son a la vez singulares y comunes. De lleno en episodios literario-depresivos, el lector (el paciente) se somete a la terapia de la psicofarmacología. Al filo de la navaja (de Occam), las contradicciones. Se anula el impulso de autodramatización. El dolor actúa a modo de salvoconducto a dilemas más amplios, donde demasiados escritores han quedado hipnotizados por el espejo empañado de la revelación. Se alternan la franqueza erudita con el humor autodestructivo. Entusiasta con las citas propias y el testimonio ajeno, construye un rico polílogo que contrasta con el austero soliloquio de la peor crítica.

Talsi, Letonia 2018

 

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