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Juan Peña, Yacimiento
En Plena Madurez Expresiva
José Cenizo Jiménez
Juan Peña Jiménez (Paradas -Sevilla-, 1961), como ocurre con los poetas de verdad, a esa altura de su vida y tras varios libros de poesía publicados desde el primero –La edad difícil, 1989-, da un paso más en su trayectoria con un libro que sorprende por la madurez expresiva, la categoría estética de su trabajada -sin que se note- elaboración en lucha siempre con la palabra exacta.
Viviendo con lo puesto (1995, accésit del premio Rafael Alberti), Días cansados (Pretextos, 1997, premio San Lesmes Abad), Los placeres melancólicos (Puerta del Mar, Málaga, 2006) y, después, Dura seda (La Isla de Siltolá, Sevilla, 2011, accésit del III Premio de Poesía Fundación Ecoem). Le sigue La misma monotonía (Isla de Siltolá, 2013), donde reunió su obra completa (excluidos los libros de coplas flamencas, que son de gran altura, por cierto, publicados en La Veleta y en Pretextos). Después nos llegó Destilaciones, Pretextos, Valencia, 2016, de brevedad intensa, poesía bien destilada que es la marca de Juan Peña, su poética. De letras flamencas ha editado en prestigiosas colecciones también: Letras flamencas, col. La Veleta, Comares, Granada, 1995; Nuevas letras flamencas, Pretextos, Valencia, 2000; Teselas, AE, Jerez, 2008. En 2018 ofreció una antología de las letras flamencas citadas, en el libro Palo cortado, de la colección Libros Canto y Cuento de Jerez de la Frontera.
Una trayectoria que con el tiempo ha sabido unir esas dos vertientes, pues conducen a lo mismo: la condensación expresiva, la brevedad mágica. Trayectoria, también, cada vez con más matices personales. Todo esto se percibe tras la lectura de su último libro, el que ahora comentamos, Yacimiento, desde el mismo título una invitación a la introspección, a la memoria, a la reflexión y, desde luego, al agradecimiento por lo que estando oculto, sin embargo, logramos sacar de nuevo a la vista, disfrutar con los sentidos y hacerlo objeto de nuestra inspiración para el poema. Así en el titulado precisamente “Yacimiento” (p. 17):
Esta tierra cocida
y este metal fundido
volvieron a la luz,
La misma luz que viera
esta tierra cocida
y este metal fundido.
Es como la búsqueda de un retorno, de una continuidad en las cosas, esas cosas de la vida a las que canta con optimismo y delectación el poeta: frutas y frutos como el higo o la cereza, objetos históricos (un vaso griego o una lucerna romana), alimentos como el queso o el huevo, o las sensaciones de la lluvia, la playa, los perfumes, la ducha o, por supuesto, en el plano humano, el amor al hijo o la memoria de los que ya no están. Pasado recuperado pero para vivirlo en el presente de nuevo, sin condolencia.
Hay como una carnalidad mística, si se nos permite -“este templo mortal de lo sagrado”, dice-, un disfrute extremo de lo más mínimo a lo más sublime, sin que por ello, como en otros libros anteriores, la sombra de la muerte, de los seres queridos ya ausentes o de los sinsabores del mundo tengan su cuota de presencia con un tono a veces más oscuro y pesimista, pero otras, las más, incluso si habla de la vejez, lleno de matices elogiosos por lo que, al fin y al cabo, representan de perseverancia y de un estar presente en el mundo. “Don de la vejez” o “Viejo” lo certifican. El primero termina (p. 43):
Bendita sequedad,
que es dictado del tiempo.
Bendita esta fealdad
de asperezas y arrugas,
este triunfo que iguala a la belleza.
En “Los muertos” (p. 13) los cuatro primeros versos nos estremecieron de logrados y profundos (y nos consuelan):
Los muertos que quisimos,
y nos quieren,
sólo nos ven vivir
cuando somos felices.
Combina así versos de raíz dolida y desengañada del tiempo (“Descubres tantas luces / ciegas contra la luz. / Dónde la luz de Grecia”, p. 78); “Pero nada tocamos, nada vemos, / sólo miedo y máscaras”, p. 87) con ese tono vitalista que decíamos, verdadero logro del poemario, que alcanza hasta su actual vivencia, la de la reciente jubilación como profesor, en el poema “Júbilo”, con la recuperación del tiempo sin ataduras, como en la niñez primera, o en “Dones”, que vemos, todo un agradecimiento a la vida (p. 69):
Cómo temerle al tiempo
si me regala días,
y me trae a la mesa l
cada día un manjar.
De la mano me lleva
hasta la mano de la eternidad.
Para justificar la madurez y plenitud de esta obra de plenitud es preciso que todo se plasme en un lenguaje preciso y atrayente. Juan Peña aquí, también en algún otro libro, nos invita a conocer detalles de lo que le ha inspirado: canciones, películas, lecturas, curiosidades sobre perfumes o minerales, etc. Lejos de cualquier postura superficial o culturalista, la poética de Peña es siempre de yacimiento, como el título, profunda y llena de riquezas que disfrutar y compartir. Y todo con un lenguaje mágico de sencillo, carismático de hondo, seductor de breve y denso a la vez -o, con las palabras de Pedro Bohórquez en la contraportada, “tono asordinado, entrañado y cordial (no exento de misterio y de sacralidad”)-. Nos conquista con paradojas (“heridas que son gozo, / y placeres que hielan”), recursos como el asíndeton (“Delicada es mi piel, / exploto si me tocas, / me expando, me disgrego, me diluyo, / me deshago inmortal, / ingrávido, infinito”) y sobre todo el polisíndeton, muy abundante y signo de su pasión: “La fría y seca y dura belleza de las cosas”, “Y asombrado te hundías, flotabas y volabas, / y estallaba el agua y su cristal, / y estalla y brilla y canta el universo” (el segundo de “Niño pisando un charco”, p. 61).
Sin duda ha alcanzado un aprendizaje expresivo y vital, tal como vemos en el poema “Aprendizaje” (p. 73), que sirve para despedirnos de este poeta, por ahora, y de este libro que, entre los suyos, quizá sea el más maduro (aún) y del que el lector saldrá complacido de su lectura. Como dice en las magníficas palabras de contraportada Pedro Bohórquez, de Peña extraemos “su lección de serenidad, de gozosa plenitud y jubiloso asombro, a sabiendas de cuanto de despiadado y doloroso ya nos dio y habrá de darnos la vida”. Aprendamos con el poeta:
He aprendido a morir.
Nada me quitará la muerte
que no me haya quitado
tantas veces la vida.
Juan Peña, Yacimiento
Sevilla, La isla de Siltolá, 2021