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Juan Andivia Nace en Huelva y vive en Sevilla, doctor en Filología y premio extraordinario de carrera, pertenece al Grupo de investigación Teoría lingüístico literaria, de la US.
Ha sido profesor e investigador de CEU San Pablo Andalucía, director y profesor de varios centros educativos y presidente de la Asociación Ibérica de I.B. Trabajó en la administración educativa.
Obra: Barajando silencios (1982), Ángel (1990), De la muerte o la vida (1995), José Hierro: Entre madera y ceniza (2003), Albadá (2006), Estudios literarios In honorem de Esteban Torre (2007), Hielo (2013), Hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas (2015), Aplausos para el atardecer (2018); varios prólogos y publicaciones colectivas.
Ganador del Premio nacional de artículos periodísticos Francisco Valdés (2001) y finalista en 1999 y 2000.
Miembro fundador del Club de Escritores Onubenses y del Grupo de Poesía Celacanto.
Guionista y voz de programas radiofónicos literarios y fundador y redactor de diversas revistas literarias.
AUTODEFENSA

La torpeza de esperarte a diario
la compenso creyéndome infinito.
(Barajando silencios, 1982)
EQUIVOCACIÓN
En el gran embalaje para vivir la vida,
algún obrero ajeno, algún despiste,
ha mezclado sin duda mis aperos.
Y me sobra todo lo que no quiero,
faltándome aquello que siempre he deseado.
(Barajando silencios, 1982)
Si la tarde me ha dado la tristeza,
bienvenida la tarde.
Si la noche me ha traído mi angustia,
la miseria lejana de tu boca perdida,
bienvenida la noche.
Bienvenidos los días que me traen el olvido.
Bienvenida la vida que me ahoga en recuerdos.
Bienvenida la noche y la angustia,
y tu boca, y la tarde y mi tristeza,
que me hacen sentirme penosamente vivo.
(Barajando silencios, 1982)
Y ES QUE…
Y es que la vida pasa y nos quedamos solos,
y nos enmarañamos con recuerdos,
pidiendo a cada aurora una esperanza.
Y es que la vida pesa y nos quedamos rotos,
y nos herniamos siempre con abusos,
llorando a cada paso una conciencia.
Y es que la vida pisa la esperanza,
dejándonos perdidos sin respuestas.
Y posa inútilmente sin remedio.
Y pasa y se recrea y nos quedamos solos,
rotos, perdidos; otra vez, llorosos.
Es absurdo esperar que se detenga.
(Barajando silencios, 1982)
Desde tus muslos blancos, tu sonrisa
lanza gritos al viento de la noche.
Te recorro callado y suspirante.
Me asiento en la llanura de tus nalgas.
Respiro, jadeante, y te amo.
…
Tus caderas destierran del silencio
mi gris melancolía.
(Ángel, 1991)
¿Vienes a mí en busca de respuestas?
Pero si yo no sé ni para qué respiro,
ni por qué me mantengo tan despierto
con esta gran salud
que me extenúa el alma.
Pero si yo no sé ni para qué estoy vivo.
¿Cómo vienes a mí en busca de respuestas?
¿Cómo puedo yo hablarte de otra cosa
que no sea de mí mismo, o de aquel color gris?
¿Qué tengo yo para que tú me quieras?
Quizá tan sólo una herida,
y en el fondo de ella,
el mundo.
(De la muerte o de la vida, 1995)
Cuando el tiempo se extinga,
cuando llegue tu hora,
¡qué vida malgastada si no has sido feliz!
Nadie habrá sido rico, poderoso, importante,
ni más guapo siquiera;
ser feliz es la meta, el único destino.
Y si el tiempo se acaba y no puedes
ni recordar los días en que amaste y te amaron,
deja el camino, el pan, las provisiones,
todo lo que tomaste para nada;
lo único que queda es el ayer.
(De la muerte o de la vida, 1995)
Ella no lo sabía.
Ni siquiera había sentido
una caricia,
ni un apretón de madre,
ni un tequiero jalonado de besos.
Había crecido sola,
entre paredes,
comida, juegos, ropas y peinados.
Sin un beso.
Cada noche,
se durmió acompañada,
mas ni un cuento acababa diciendo
“hasta mañana, niña mía, preciosísima,
mi cielo”.
No sabía abrazar.
No sabía quererte.
No sabía quererse.
Ni siquiera sabía
que no sabía.
(Hielo, 2013)
Q(VINTUS) ARTVLUVS
AN(N)ORVM IIII SI (T)
(Epitafio encontrado qué más da dónde)
De verdad que me pesa contemplarte
Artulus, niño y hombre, derrotado.
Tan solo cuatro años, un martillo,
y junto el entrecejo de negruras.
No intentas, con el cubo, aquel castillo
que otros niños lograron
(la arena es el desierto,
que está arriba).
Tus herramientas pesan como trenes
que jamás llegarán a los confines
donde yacen los sueños.
Tu ilusión se ha dormido.
Se ha marchado.
Tienes el tiempo exacto para cavar tu fosa,
para entregarte todo sin comprender por qué.
No sabes de caballos, ni de cielos azules,
ni gaviotas grises, ni amplios oleajes,
ni corros, ni canciones, ni colores.
Solo existe la vida que traslucen
tus ojos de ceniza.
Has nacido para el plomo y la mina
para el techo techado. Y es tan poco…
Dime, niño minero, ¿qué has vivido?
Acaso hay otra tierra que vagones,
y llamas, y estertores, y gritos
para tus ojos infantiles.
¿Sabes que eres un niño?
(QUINTO ARTULUS DE 4 AÑOS.
SÉATE LA TIERRA LEVE).
(Hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas, 2015)