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Joseph Roth, crónica humana del abismo europeo
La marcha Radetzky supone una dichosa, placentera y recompensada inversión de tiempo. La maestría del autor austriaco eleva la exigencia inmediata y futura, orientando al lector hacia esa literatura cuyo título imprescindible no debe faltar en su biblioteca.
PERVIVENCIA Y SUPERVIVENCIA. La construcción del mundo pende exclusivamente de otro que tuvo su fin. Sobre las cenizas de aquel se erige este otro. Tantos mundos han existido como seres humanos fueron testigos de su nacimiento, auge, decadencia y liquidación. Los imperios son la forma de capitalismo -humano y económico- más lograda por su capacidad de adaptación, regeneración y pervivencia. Es una formulación de poder que arrastra inevitablemente el sesgo civilizador que lo unifica, pero sin obviar el empeño en absorber y expandirse para favorecer los principios económicos, políticos y religiosos que lo sustentan. Un triunvirato cuya alianza tiene como elemento de cohesión y prioritario objetivo. el reparto de ese mundo al que aspiran y envuelven de mitología para congraciarse con la historia: la seducción del poder y su conversión en imperium contiene elementos estéticos que refundan su establecimiento en el tiempo. De la misma manera que Roma acuñó en sus monedas las efigies de lo emperadores, el dinero electrónico en la actualidad confiere el grado de anonimato imprescindible para el dinoimperialismo. Este «terrible imperialismo» se aposenta sobre el capital financiero y sus ramificaciones institucionalizadas internacionalmente. Este año se cumple el septuagésimo quinto aniversario de la constitución del Fondo Monetario Internacional. Un año antes se creó el Banco Mundial, que junto a la Organización Mundial del Comercio componen el puño de hierro de esta estrategia impositiva que no se diferencia de otras que en épocas anteriores constituyeron un modo de vida o de supervivencia, según para quién. Estas organizaciones son solo el revestimiento público de otras fuerzas transnacionales insertas en los consejos de aministración de las grandes empresas y que suelen tener entre sus asesores a expresidentes y exaltos cargos de gobiernos democráticos. Es lo que popularmente se denominan «puertas giratorias». Estas élites económicas -bancarias, financieras, construcción, extractivas, farmacéuticas, químicas, etc.- son los verdaderos artífices del entramado imperialista, que subyacen en la toma de decisiones exclusivamente economicistas, con focos de poder distribuidos en diversas latitudes como Londres, Shanghai, Wall Street, Silicon Valley entre otras. Y para los que el sector público se convierte en jugoso botín. En plena eclosión de la enfermedad del coronavirus, constatamos que el ser humano persiste en su engreimiento y estupidez cuanto más sea expresión de su poder. Tan ridículas son las intervenciones públicas de ciertos mandatarios, como inoperante e incluso desdichada lo es su acción gubernamental sobre la que se agolpan millares de víctimas. Son estas las mismas manos que doblan el mapa mundial y lo ponen del revés si se les antoja. El ansía no tiene límites porque la riqueza actúa como estímulo para su apetito ya de por sí voraz, pero los imperios son finitos y e intercambiables. Aunque ello contraiga el debe de vidas humanas que solo cuentan en las estadísticas. Esculpen la máscara del ego histriónico del que hacen uso como malos comediantes de lo absurdo y reivindican para sí una gloría efímera y ridícula. Recordemos a Donald Trump ante la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas y su pretensión de ser el mejor candidato para la obtención del Premio Nobel de la Paz.
LA MARCHA RADETZKY -editorial Edhasa, 2001. Traducción de Arturo Quintana- recoge en su páginas una de las mejores escrituras europeas a la que el lector consciente en la búsqueda de textos de calidad debe atender inexcusablemente. Aun cuando esta obra ha pasado como las del resto de su autor a dominio público y las traducciones se han actualizado con acierto, mi elección por la edición del año 1989 y primera reimpresión en 2001 posee connotaciones emotivas. Salvando las distancias y al igual que a su autor le unió una relación de amistad fraternal con su compatriota Stefan Zweig, me ocurre a mí con el escritor Francisco Vélez Nieto. De su vasta biblioteca me entregó el ejemplar de esta edición que comento. En su larga trayectoria creadora ha cultivado el amor por la literatura y ha tenido especial devoción y compromiso en la defensa, fomento y promoción de la lectura. Generando la invitación comprometida y gustosa como el título de una de sus obras Un libro abierto entre las manos, a reconocernos en ese espacio de redescubrimiento del mundo que forja la lectura y estimula el librepensamiento. Y esta es una de esas lecturas. Pues si bien asoma nuestra mirada a un periodo histórico muy concreto, su capacidad narrativa de poderosa introspección psicosocial profundiza en el determinismo que condiciona y sufren los personajes. Los modos y costumbres de cada época son señalamiento de la ausencia de libertad supeditada al cumplimiento de lo establecido como convencional. En este caso de un deber superior para el que se les supone dispuesto por mera razón de honor, tradición o estado. Entendiendo este último como gradación en la jerarquía funcionarial de ascenso social. Otros ademanes y comportamientos asimilados a nuestro tiempo, continúan alentando en la postmodernidad ese predicamento y legitimización en la persecución del reconocimiento social. El autor de ascendencia judía, nacido en 1894 en la localidad de Brody, perteneciente al Imperio austrohúngaro, sostuvo una relación accidentada pero fecunda entre la cultura favorecida por su entorno familiar y la alemana de ámbito austriaco y católico a partir de la adolescencia. Esclarecedor e interesantísimo el trabajo desarrollado por la profesora Pilar Estelrich Arce, titulado Simbiosis de dos culturas, en la medida que introduce al lector en este rasgo autobiográfico, vital y anímico, determinante en su trabajo literario y periodístico. Y que en esta obra publicada en 1932 construye tomando como paisaje de fondo la decadencia y declive del que otrora fuera el imperio que hoy constituyen el territorio equivalente a trece países europeos. Con una extensión de más seiscientos setenta y cinco millones de kilómetros cuadrados y una población de más de cincuenta millones de habitantes, compuesta por una amalgama de etnias, culturas, razas, religiones, lenguas. Estos datos nos facilitan una aproximación al gigantismo de un estado sometido a la fabulación de su propio anacronismo pese al realce cultural, artístico e intelectual que condensó este elefante con pies de barro.
LA BATALLA DE SOLFERINO. Durante este cruento hecho bélico -24 de junio de1859-, se desarrolla el suceso que aconteció como aureola malograda y que arrastraron las cuatro generaciones que integran la narración. El teniente Joseph Trotta, de origen esloveno y ascendencia campesina, acomete un acto heróico salvando la vida del mismísimo emperador Francisco José I como consecuencia de su torpeza e inexperiencia en su visita al frente. Es ascendido a capitán, condecorado con la más alta condecoración, la orden de María Teresa y otorgado titulo de nobleza. Este afortunado designio que le separa de su padre definitivamente -suboficial inválido que hacia las veces de guardián del parque del palacio de Laxenburg- se desvanece cuando descubre circunstancialmente que su acción ha sido manipulada en los libros de texto que emplean los alumnos de los primeros cursos en la escuela. Su férrea convicción en corregirlo le hace entrevistarse con el emperador, «Era un hombre tan sencillo y de una actitud tan irreprochable como su propia hoja de servicios, y unicamente la ira, que a veces le dominaba, habría permitido apreciar, a quien conociera bien a los hombres, que también el alma del capitán Trotta estaba sumida en los abismos profundos donde duermen las tempestades y las voces desconocidas de los antepasados sin nombre». Esas voces y su eco distorsionado por los acontecimientos encierra la estafa social y política que se eleva como suflé, sin consistencia alguna. Sociedad e individuo se encuentran apegados a una forma de vida aletargada donde se retuercen y arañan como el finado dentro del ataúd donde despierta en el mismo momento de ser enterrado. El encarnizado combate y su consecuencia sangrienta en número de muertos y heridos, motivó al empresario suizo Henry Dunant a la creación de lo que más tarde se denominaría Comité Internacional de la Cruz Roja. Igualmente la elaboración de los Convenios de Ginebra y sus Protocolos adicionales que protegen desde entonces a los prisioneros de guerra y a los heridos, a los civiles en poder del enemigo y a los militares. En cada tragedia humana hay una oportunidad para desprendernos de la necedad y crueldad que somo capaces de engendrar. Triste propósito hacer oídos sordos a este ruego y lamento.
EL ATENTADO DE SARAJEVO. El asesinato del archiduque Francisco Fernando y su esposa, heredero de la corona al Imperio austrohúngaro, el 28 de junio de 1914, se ha tomado convencionalmente como causa del estallido de la I Guerra Mundial. Actualmente diversas tesis parecen convenir en otras tantas teorías. La novela finaliza con este suceso y sus terribles efectos. Es el fin de un imperio y con él el del apellido Trotta. Carl Joseph, el nieto del héroe de Solferino, el Caballero de la Verdad, sostiene sobre sus hombros la leyenda de su abuelo como antes lo hizo Franz, su padre, en su cargo de funcionario como jefe de distrito, siguiendo las directrices establecidas y ejerciendo su función de manera disciplinada, sometida, útil, pulcra, escrupulosa, con la actitud que se le requería para el desempeño de su cargo. Sin embargo su vástago se replantea su propia existencia y lo que se espera de él. Sus relaciones amorosas y amistosas sacuden los infundidos principios, hundidos en el terreno brumoso del alma atormentada. De la primera a la cuarta generación la evolución no es muy acusada. La herencia, las tradiciones y la patria potestad aún se mantienen como basamento de la columna que sostiene el edificio familiar y por ende imperial. En coincidencia con el autor de la obra, la ebriedad le supera y la reconviene en un fortín donde olvidarse del mundo. Un mundo que en ciertos momentos, imbuido de añoranza, recrea y eleva pero que el transcurso de los acontecimientos se ocupa de poner en su verdadero lugar. Igualmente a la figura regia, revestida de pompa y boato pero, al fin y al cabo, un anciano octogenario apergaminado y contraído por el agotamiento y las obligaciones formales transformadas en meras formas. En sus trayectorias vitales observamos el cuestionamiento no solo de la sociedad a la que pertenecen y en la que participan. También de sus propias vidas. Podiamos considerarlo como un conflicto entre el bien imperial y el bien personal. Y este último es un factor de distorsión entre el calculado destino diseñado por el deseo parental -«¿Acaso no es práctico morir por la patria?»- y la necesidad filial de protagonizar su propia biografía y dar alcance a su escasa libertad. Junto a los personajes principales otros completan esta galería de caracteres sociales, que van desde la eficiencia gris de Jacques en sus tareas de criado tan servicial y atento como invisible en armonizar el ritual de su señor; Moser, el artista marginal, el amigo de juventud de Franz, autor del cuadro con las facciones del héroe que preside la existencia de padre e hijo, al que este ayuda de manera confidencial para sobrellevar su atropellada existencia; el comandante médico Max Demant, que pugna con su deseo de abandonar el ejercito, la infidelidad de su esposa y la necesidad de respirar vitalmente su verdadera profesión; el suboficial Slama, desencantado de su vida militar, ofendido en su orgullo marital, resignado ante la nada; el conde Wojciech Chojnicki, rico y hombre de mundo que solo rinde pleitesía a sí mismo, cuyos incesantes viajes le dotan de una visión escéptica del futuro del imperio; El doctor Skowronnek y su escucha de los miedos y limitaciones que reconcomen a Franz y le hacen sentir culpable e infeliz por esa tozuda consigna de ser útil a la causa imperial a través de su hijo; Katharina, Eva Knopfmacher y Wally orbitan alrededor de la concepción amorosa como liberación y asentimiento que solo la doble moral puede aceptar por más que las apariencias engañen, provoquen dolor o resulten indiferentes, «Como es sabido, aquellos tiempos eran más severos. Pero se aceptaban las excepciones e, incluso, se las apreciaba (…) era el principio que obligaba a las mujeres a someterse a la moral tradicional, pero permitía a alguna que otra mujer llevar una vida amorosa como un oficial de caballería. Son los principios que hoy llamaríamos “hipócritas”, porque nos hemos hecho tan consecuentes; consecuentes, honrados y sin pizca de humor». Todas estas historias se despliegan con un tono desprendidamente humano. La alquitara literaria de Roth rezuma esencia delicada y nos cautiva por esa forma tan personal y sencilla de transitar por los infiernos que existen en la tierra. Libera en cada descripción la forma de ver el mundo en la primera fila de butacas. Los detalles son resortes brillantes. Los diálogos apuran ese gusto por los silencios sobrevenidos tras el intercambio de preguntas y respuestas. El texto es como una sala de interrogatorios. Los lectores se aprestan a conocer los desechos que flotan en el desencanto. Como una sopa que servida bien caliente se deja enfriar en la mesa sin tocarla. Esa tristeza es el retal con el que nuestro autor trabaja sin patrón. Es un grafómano empedernido. No negocia con su dolor, lo expresa literariamente. Su contundencia radica en contar la metástasis ideológica que padeció Europa y componer un cuaderno de campo tan firme y trágico como audaz y bello en lo desgarrador. No hay concesiones al maniqueísmo. La literatura es una forma de exilio. Un exilio voluntario que no admite billete de vuelta. No todos los que escriben lo saben. Tal vez porque no escriben. Se dedican a otra cosa aunque ellos lo nieguen o estén convencidos de lo contrario. Roth nos lo recuerda: la verdadera escritura late en el corazón de las palabras que nunca duermen. Permanecen en vigilia y expectantes. Así las dispuso su autor: un pequeño pueblo resistente y aguerrido frente al asedio del olvido.
JOSEPH ROTH atinó con el título de la obra cuya sonoridad es mundialmente conocida. Incluso alcanza lo popular. Favorecida por las
retransmisiones anuales desde el Musikverein, sede de la Filarmónica de Viena, y esa puesta en escena final acompasada por las palmas de los asistentes. Curioso que ajeno al tributo músical de Joham Strauss al mariscal de campo que le da nombre, el autor de su versión literaria consiga reactualizar los términos de su exilio obligado a partir de 1933 por diferentes paises europeos, pero principalmente en Paris donde había sido corresponsal en 1920 y ciudad en la que finalmente falleció. El abigarrado mundo creativo desde el que describió y denunció el apogeo y alzamiento de las cruces gamadas y su proyección criminal, permanecía en los aires de esta composición que desde 1914 contenía los arreglos de Leopold Winger de afinidad nacionalsocialista. El concierto de Año Nuevo de 2020 se ha sacudido este acento nazi. Y, en cierta manera, renombra los diversos apartados de la obra literaria, en la que deja constancia de su observancia entre el tema que trata y su influencia en los personajes trascendidos que crea. El nazismo no solo inspiró un estilo de vida. Fue asesino de la vida. Que la obra de Roth resurja en la actualidad significa que la amenaza autócrata ha puesto un pie en la puerta y no nos deja cerrarla . De ahí esa necesidad de conocer a los autores que escribieron sobre la miseria espiritual de Occidente en el siglo XX y cuya vigencia reclama nuestra atención como lectores, también como ciudadanos conscientes y sensibles ante el auge de los servidores de la muerte. La simbología del poder resulta ridícula. Recuerdo como durante la dictadura franquista los pormenores alumbraban la respuesta. Adherir los sellos con la efigie del «Caudillo de España por la Gracia de dios» del revés, era una forma ingenua de atentar sobre lo que representaba. Aunque solo fuera para que visualmente el recorrido entre emisor y destinatario se dejara sentir en las manos y ojos que orientaban su destino. Nuestro rey emérito acumula el desprestigio de la Corona. Su actitud irresponsable e interesada en algunos asuntos, le delata para el reproche y catapulta hacia la indiferencia. Son dos caras de una misma moneda: gestionaron el mismo legado. En el diálogo que mantienen el teniente Carl Joseph Trotta y el comandante médico, de origen judío, Max Demant, en vísperas de la culminación del acto de honor al que este último es impelido, degustamos la potencialidad literaria de Roth poniendo en solfa los símbolos que rigen la moral colectiva. Lo prosaico adquiere el valor testimonial de lo realmente intimidatorio por su capacidad crítica, pero sin obviar esos detalles que situan la visión del lector en el encuadre indirecto para que este active su juicio: «El tabernero les alcanzó una mesita y dos sillas y encendió una lámpara de gas con pantalla verde. Volvió a sonar la música en el café, un popurrí a base de marchas conocidas,entre las cuales resonaban a intervalos regulares los primeros redobles de tambor de la marcha de Radetzky, deformada por roncos ruidos, pero todavía reconocible. A la sombra verde que proyectaba la pantalla de la lámpara sobre las paredes blanquedas de la cocina dormía el retrato del jefe supremo de los ejércitos, en uniforme blanco como el azahar entre dos gigantescas sartenes de cobre rojo. El blanco atavío del emperaor estaba lleno de cagadas de mosca, como si estuviera atravesado de diminutas perdigonadas y los ojos de Francisco José I, que en este retrato también eran de color azul claro, se habían apagado a la sombra de la pantalla». El acusado alcoholismo de Roth no le supuso la mínima sustracción de su pensamiento clarividente, crítico y reflexivo. El café Tournón fue su oficina durante varios años en el que recibía a un tropel de interesados en su halo literario, periodístico, intelectual, amistoso, político. Antes de su destrucción en 1937 por peligro derrumbe, el Hotel Foyot fue su residencia desde 1927. El dueño del hotel cautivado por el escritor austriaco, le ofreció un cuarto no excesivamente grande pero sin ningún coste. Y señaló a los empleados que el trato fuera considerado. Así entre su hospedaje y su estudio de trabajo solo mediaba cruzar la calle. Tenía 45 años pero el agravado deterioro físico le mantenía en este reducido contorno que el llamaba «su pequeña república de Tournón». El 23 de mayo de 1939 tras recibir la noticia del suicidio de Ernst Toller, sufre un síncope en el café. Cinco años antes había ingresado en una clínica para alcohólicos, pero a las cuatro semanas desiste de su empeño y retorna a su mortal hábito. Tres días más tarde fallece en el hospital Neker, destinado a personas menesterosas. En la obra Los toros, acontecimiento nacional, de Enrique Tierno Galván, concluía en una de sus lúcidas meditaciones sobre el mundo de la tauromaquia, «Consiste la embriaguez de la razón en la claridad: la razón embriagada es pura transparencia». No puede resultar menos acertada para definir la prevalencia literaria de un autor de entreguerras como Joseph Roth, cuyo testimonio periodístico y literario es una crónica humanísima sobre el naufragio del mundo torpedeado por los totalitarismos fascista y comunista. Una escritura de soberbia construcción y línea argumental que arrastra consigo la memoria desolada de los perdedores.
Pedro Luis Ibáñez Lérida