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Jordi Doce: un viajero regresa a casa
José de María Romero Barea
“Las llanuras de Europa son testigo. / Ellas saben también que algo ocurrió, / aunque nunca lo viéramos” (“Suceso”). El poeta no busca ser persuasivo, sino seductor. Los patrones aparecen y se desvanecen, los dramas van y vienen, los sentimientos inexplicables se agitan: “– Aquí estás, con las ruinas. / – Es mi sitio” (“Primer acto”). “Paisaje” invita tanto a tener razón como a no tenerla (“El cielo no tiene nada que decirte/ pero seguirá girando”). “Elegía” consigue ese raro milagro: que todo suene plausible sin ser del todo coherente (“Lo profundo es la sangre aquí dentro”). Se acepta estoicamente la derrota. Se esboza un imperativo moral. La muerte es liberación.
Puede que haya más sabiduría en no saber demasiado. ¿Por qué no hacerse taoísta e ir con la corriente, disfrutar del desarreglo de los sentidos, mientras las palabras se disponen a montar el andamiaje lírico? Insistimos en los arraigos, nos aferramos a la lógica moral. TS Eliot escribió que “la poesía genuina comunica antes de ser entendida”. Es el caso del asturiano Jordi Doce (Gijón, 1967). No es un poeta difícil, en el sentido en que lo es el propio Eliot, pero su poesía hace que renunciemos al derecho de entender en favor del deseo de no hacerlo.
En su más reciente libro de versos, No estábamos allí (Pre-Textos, 2016), se atrapa un tema, sea la búsqueda, el tiempo que pasa o se pierde, y se entrega a las autoridades irónicas del idioma, para que den buena cuenta. “Estaciones” registra sus afectos a través de palabras comunes escrupulosamente escogidas, como “el frío seco que da en hueso/ cuando abres la puerta y no es nadie”. La banda sonora de “Una ciudad en el norte” reconoce fragmentos, “terquedad, zigzagueos”, imputa voces en sordina. Interrupciones y malentendidos se insinúan “En el fondo del bosque”, donde “las palabras no pesan”. “Monósticos” son palabras, frases y oraciones que se dividen, a su vez, como células madre. La impaciencia del poeta se empeña en “seguir el curso de las cicatrices”. El torno es recordatorio de que la poesía no es del todo una llamada, sino una invitación a levantar objetos pesados: “Así empiezan los cuentos: un viajero regresa a casa”.
Edward Lear y Lewis Carroll son precursores de Doce, tanto como los grandes modernistas franceses y norteamericanos (Pound, Eliot y Hart Crane). Se juega aquí al escondite, pero con la violencia y la desconexión, la brisa y el huracán, Dios y el hombre. Renunciamos a la interpretación en favor de la devoción, como si prestarle atención malograra el poder incantatorio de esta poesía. El autor de Perros en la Playa (2011) respeta el dictum frostiano: “Cuida del sonido y la sensación cuidará de sí misma”, en sus conclusiones lógicas (e ilógicas). Emplea un lenguaje que evoca sin ser informativo. Porque nunca dice hablar en nombre del lector, podemos escucharnos a nosotros mismos mientras leemos.
Sevilla 2016