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Me agradan más los encuentros casuales que los prefijados. Por ello, cuando después de largo tiempo nos encontramos sentimos alegría. Sin pertenecer a la familia sanguínea anudamos lazos afectivos desde la posguerra como vecinos de planta. Seguí su brillante trayectoria escolar y las muchas vicisitudes económicas de sus padres —su madre tuvo que vender las contadas joyas que su padre le regaló cuando era mocita—, después ingresó en la Universidad y se licenció en Derecho Laboral. Largos años de esfuerzos sobre una minúscula mesa alumbrada por un flexo en una oscura y húmeda habitación de un piso interior…
Diría sin rodeos que hoy pertenece a la elite social sevillana sin un deseo expreso, dada su sencillez, pero inevitable desde una valía imposible de ocultar. Iniciamos una improvisada distopía a la cuestión social y salieron a relucir las instituciones. Le di mi opinión: «Tengo la certeza de que en su mayoría terminan encerradas sobre sí mismas en capas fabricadas por los ladrillos del miedo, solo abriendo el portillo a los miembros de confianza, oyendo la cúspide las alabanzas, y temerosos los pocos que acceden a manifestarles el sentir callejero». Mira, me dijo: «Aunque algunos creen que pueden atar el futuro en sus manos de la misma manera que se entrelazan los juncos para formar una cesta, la realidad es que el suceso imprevisto nos acontece, razón fundamental para vivir. Hace unos meses le dije a Zoido —lo conozco desde que era juez en Utrera— que perdería las próximas elecciones. No se lo creyó y hasta intuí que le sentó mal».
Seguimos hasta las inmediaciones de la Cámara de Comercio y coincidimos en que no existe nada, absolutamente nada, seguro en la vida de los hombres, pero las instituciones en lugar de pulsar la realidad de la gente para tratar de prevenir el rápido devenir de los cambios sociales buscan culpables, dando por un hecho incuestionable la perfección de sus normas. Hablamos del transcurrir del tiempo, borrador de los contornos reales del pasado, sobre todo de lo peor porque lo supuestamente mejor queda magnificado.
Cual dos moderados indignados, coincidimos en la horterez que nos invade, la cobardía, la envidia del que triunfa sin valorar sus esfuerzos, la falta de educación crítica, el aborregamiento planificado, el cainismo, el desprecio a los que intentamos aumentar la cultura, la ausencia de un sentido colectivo del humor… Antes, asentimos, había calidez en el pueblo, hoy abunda la plebe.
De pronto, una negra cámara televisiva de gran tamaño nos cortó el paso y un micrófono nos retó. Les dije que anticipasen la pregunta. «Vuestra opinión sobre el paro». Entonces, uno que tiene a un hijo en tal situación y que pisa la calle les dije: «Ayer, un muchacho, amigo y quiosquero, padre de dos hijas, medio lloroso de indignación porque apenas puede vivir acribillado por los impuestos, sin prensa que vender, solo cuatro chucherías… decidió abrir una freiduría en un pequeño local y, después de esperar tres meses a que Emasesa le instalase el agua, al día siguiente llegan para cortársela porque no había abonado un impuesto por un problema burocrático bancario. Así —me decía— tratan los monopolios a los llamados emprendedores…». Continué con los televisivos: «La gente no valora los grandes resultados económicos sino la ausencia de trabajo. Pero solo las empresas lo proporcionan y aquí nadie invierte, todo son trabas, impuestos, amenazas fiscales junto al trincamiento de unos políticos innecesarios que nos quieren convencer de que los necesitamos para resolver unos problemas pero que, sin ellos, no existirían».
Una pesadillesca tristeza recalentada por un sol implacable me acompañó camino de casa. Aquí y más allá clónicas adolescentes creciditas competían por llevar el pantaloncito más corto en busca de un mundo feliz, esclavas de la moda. Despreciaban, quizá sin saberlo, que el mayor atractivo reside en el vestido.
Manuel Filpo Cabana