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III San Cristobal de la Vega Entre lo efímero y lo eterno.
EL ARTE DE DESASNAR.
… Soñar que cuando un día
esté durmiendo nuestra propia barca,
en barcos nuevos seguirá nuestra bandera enarbolada.
(Poema al Maestro. Gabriel Celaya. Declamación enlazada debajo del artículo)
De chicos, cuando veíamos de lejos al maestro del pueblo íbamos raudos a su encuentro y saludábamos: “Buenas tardes nos de Dios, Sr. maestro.” Si un zagal se hacía el sueco, D. Hipólito, ya en la escuela, le devolvía la hispanidad.
Precisamente, todo el parlamento sueco, hace unos años, reconoció que su sistema educativo, que era infinitamente mejor que el nuestro, había fracasado debido principalmente a que alumnos y padres, habían perdido el respeto al maestro. Tuvieron que cambiar la legislación porque habían obviado lo evidente: El Maestro que no es respetado, no puede enseñar. En España estas cosas se sabían y se olvidaron.
Siendo D. Hipólito el maestro de San Cristóbal, los muchachos nos divertíamos en el campo, (nada de televisión) hacíamos equipos y jugábamos a hacer guerras que resolvíamos noblemente a pedradas, sin trampas, como caballeros. Los juegos eran rudos y nosotros nobles, aunque montaraces. Pero en la escuela éramos, un modelo de obediencia y educación. Hoy los profesores son los mejores clientes de los psiquiatras a causa del maltrato que sufren de sus alumnos. Ya no son éstos los chicos montaraces de canto y descalabro, son urbanitas y blandengues pero peligrosamente asilvestrados por obra de la tele, la consola y unos padres desnortados. No juegan a las pedradas: juegan a desbaratar, con la ayuda de sus padres, la cabeza que debe instruirles.
Es curioso que el futuro y la naturaleza de un país, dependa del maestro de escuela: la futura economía, su productividad, su política, su igualdad y sus derechos dependen de los maestros. Sin lugar a dudas.
Los persas, cuanta Herodoto, desde los cinco a los veinte años aprendían solo tres cosas: a tirar con arco, a montar a caballo y a decir la verdad. Conquistaron un imperio. Naturalmente.
Alejandro pudo pasar a la historia, por ser el hijo de Filipo II de Macedonia. Pero conquistó el sobrenombre del Magno, el mejor general de todos los tiempos. Para juzgarle como hombre, nada mejor que medirle por la grandeza de sus enemigos: los emperadores de la tierra y por los honores recibidos de ellos: Sisigambis, al conocer la muerte de Alejandro, renunció a la comida y a la luz, se sentó frente a una pared y se dejó morir. Fueron cinco sus días de agonía en sus honras fúnebres a Alejandro, según cuenta Quinto Curcio. Era la madre del gran enemigo del Magno: el emperador persa Darío III. Este hecho, único en la historia, mide la talla humana del Magno.
Pero Alejandro no nació Magno. Tres hombres se emplearon a fondo para hacer Grade a Alejandro: el rígido, inflexible y disciplinado Leónidas, el culto Lisímaco y el inefable y famoso Aristóteles: Fueron sus maestros.
Aquellos maestros (el caso de Leónidas está documentado) y D. Hipólito 2.300 años después, aplicaban métodos pedagógicos idénticos, que eran inexorables, equitativos y flexibles. Eran inexorables porque no habían excepciones: tú la hacías, la pagabas tú. Eran equitativos porque se aplicaban, no a tontas y a locas, sino con fineza y proporción. Eran flexibles porque se aplicaban con verdasca de mimbre, que se caracteriza por esa cualidad y cuando había, de vara de avellano que era un lujo de vergajo. Cada verdugón en las costillas del alumno tenía su causa, su fundamento y su dignidad, pues había que exhibirlo luego con arrogancia, como la cornada de un torero, la cicatriz de un soldado o la medalla de un olímpico.
A D. Hipólito le gustaba ver cómo los compañeros de pupitre compartían la Enciclopedia y nadie levantaba la vista de ella. El estudiante tenía que abrazar el cuello del compañero a la vez que éste abrazaba el suyo, formando un yugo con los brazos, quedando así ambos ayuntados, conyugados frente a la Enciclopedia. Si alguien levantaba la cabeza, D. Hipólito acudía presto y presionaba los pelos de la patilla entre su pulgar y el extremo de la verdasca y levantaba de esta guisa al indómito que quedaba como colgado de su patilla. Era doloroso, pero efectivo. Éste método era el tratamiento ideal contra la hiperactividad y el déficit de atención, que hoy son pandemia y que entonces, no existían. Naturalmente.
Dña. Ceci, esposa de D. Hipólito, impartía “las permanencias”, clases particulares. Su verdasca era la paciencia y metía los conocimientos en la cabeza del rapaz sin romperla ni mancharla, con mimo e indulgencia. Los verdugones los marcaba en el espíritu a base de serenidad y perseverancia.
Posiblemente hoy, los tres maestros de Alejandro, hubieran terminado en la cárcel por utilizar los métodos de D. Hipólito. Juzgar los métodos del pasado con las reglas del presente, es injusto porque entonces la costumbre, la ciencia y las reglas eran otras, además es infantil, porque solo los muy niños son incapaces de plantearse que antes de nacer ellos había vida y muy distinta en ocasiones, a la que conocen.
La madre de Alejandro, la altiva, rencorosa y bellísima Olimpia, acaso le crió soberbio y consentido hasta los siete años. Si le hubieran privado de sus maestros, Alejandro en vez de ser hoy El Magno, no hubiera pasado de ser Alejandrín, “El Picardías”. Fueron sus maestros los que le hicieron grande, los que sacaron lo mejor de él, que eso es educar.
Alejandro, no dejó de intercambiar diatribas filosóficas con Aristóteles y mandaba mirra en sacos a Leónidas, que es como mandar fanegas o cántaras de diamantes. El mérito de sus maestros, consistió en entusiasmar al alumno con las artes que impartían. Lo consiguieron y vivieron en él, como acaso nuestros maestros viven en nosotros, porque un maestro que logre apasionar a un alumno yerra su alma y condiciona toda su vida.
Este es el motivo por el que Manuel López Castilleja, que realiza las declamaciones que iluminan estos textos, ideó este sistema de grabaciones: para entusiasmar a alumnos apáticos. Muchos conservarán el entusiasmo por las humanidades mucho después de que apenas quede una débil sombra del recuerdo de su maestro. Como logra transmitir la pasión que él siente por la materia de sus enseñanzas, sus alumnos, ahora, son miles.
Acaso, solo quede de nosotros aquello de lo que fuimos causa.
Esta es la razón por la que los grandes pueblos, como el finlandés, honran a sus maestros. Porque la huella de su obra se prolonga mucho más allá de su vida. No hay Magno que no deba su grandeza a los maestros que, como D. Hipólito, le desasnaron.
Enlace Poema al Maestro de Gabriel Celaya, declamado por D. Manuel López Castilleja
http://www.ivoox.com/gabriel-celaya-poema-al-maestro-audios-mp3_rf_576677_1.html