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Suelo admirar a poca gente y lamento mi incapacidad, aunque me incluyo entre los desfavorecidos por mi defecto, claro. Un señor que encabeza la corta lista de mis elegidos es don Ángel Antonio Mingote Barrachina. Lo considero un genio, sin paliativos, que armonizó el difícil arte de la escueta caricatura con un humor producto de un potente órgano cerebral. Por ello, rubricaría repetidas veces su ingreso en la RAE como insigne escritor y lamento su no pertenencia a la nómina de los psicólogos más distinguidos.
Pero no tenía intención de alabar a Mingote, sino hacer referencia al contraste por el nulo sentido del humor que poseen las muy históricas religiones integradas por millones de criaturas. La gente, mucho más los jóvenes que acuden a las iglesias —muy pocos, por cierto— para tratar de oxigenar la contaminación mental reinante por los muchos problemas que les acosan, salen de los templos todavía más deprimidos porque ni una sonrisa surgió. A lo más brota un torticero humor surgido por el cura que, cargado de años, comete alguna equivocación u olvido básico. Si el humor y la risa resultan manifestaciones exclusivas de los sapiens no logro entender cómo se margina esta faceta tan humana.
Siempre me llamó la atención la referida ausencia y más mayor me rondó el convencimiento de que el Creador, inteligencia plena, tiene que ser un consumado humorista que reirá con las ocurrencias de Mingote en el reino celeste. La lectura de los libros primarios y también de los secundarios religiosos encogen el espíritu, acongojan con una ristra de amenazas por el inevitable incumplimiento de los numerosos preceptos, amén de las detalladas crónicas de los combates entre el pueblo elegido y los otros, o los ángeles exterminadores que degüellan a primogénitos, adulterios, incestos y otras lindezas que te empujan a buscar un pago fraccionado para meterte en un refugio atómico. A cualquiera le entra un canguelo importante al observar los patriarcas respectivos, tan herméticos, estirados y disfrazados de intermediarios exclusivos, mediadores con oropeles diferentes y con caras de liquidar al osado que le pregunte: «¿Señor, no podría ser usted un poco más natural?».
Aquí, sin ir más lejos, tenemos la grafía más absoluta ante los numerosos crucificados y vírgenes llorosas, escenas que no por habituales provocan las muy acertadas preguntas de los inocentes niños. Menos mal que entre pasajes luctuosos surgen voces potentes que le gritan a las dolorosas: «¡Hija puta, pero qué guapa eres!», «¡Que viva la madre que te parió!». O esa velada aprobación: «¡Mira, hijo mío, ahí va Poncio: gracias a su cobardía tenemos Semana Santa!», retos antropo-teológicos que pondrían a Kafka en tentación para escribir otra versión de su Metamorfosis.
¡Menuda polémica se formó años atrás en estas ‘tierras de María’ por la ocurrencia de sacar un paso con un Cristo resucitado, única escena donde el ortodoxo cristianismo tiene una eclosión alegre y confiada!
Lo que pasa con frecuencia en estas sureñas latitudes es que si el humor se aparta del cachondeo o de la típica guasa salerosa pues no vale, es decir, que un humor serio resulta malajoso, vamos, destinado a la gente esaboría del norte. Sin embargo, reconozco la curiosidad que me provocan los predicadores evangélicos norteamericanos o lo que sean, o lo que tengan de sectarios en sus fiestas eclesiales: cánticos a toda voz, acompañados de palmas, francas risas a discreción, algarabías sin cuento que los hace salir nuevos de sus santas discotecas para, quizá, merendarse el mundo ateo en dos bocados de nada.
Manuel Filpo Cabana