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Hilados coregrafiados – Interrupciones I
Leonor María Martínez Serrano
Universidad de Córdoba
… y es que aún no sabemos separar el deseo de no ser del de no ser más.
Hilados coregrafiados. Interrupciones I (2012), es la primera novela del poeta José de María Romero Barea (Córdoba, 1972). Cuenta en su haber con los poemarios Resurrecciones (Asociación Cultura y Progreso, 2011), (mil novecientos setenta y) Dos (Ediciones en Huida, 2011) y Talismán/Talisman (Editorial Anantes, 2012, en edición bilingüe con traducción de Curtis Bauer), y ha traducido el poemario de Curtis Bauer Spanish Sketchbook/España en dibujos (Ediciones en Huida, 2012) y Disarmed/Inermes, de Jeffrey Thomson (Q Ave Press, 2012), en sendas ediciones bilingües. De corte postmoderno, Hilados coregrafiados es una novela polifónica y experimental escrita en una prosa poética de limpidez absoluta, a pesar de que el autor siembre dudas en el lector desde el principio acerca del género literario de esta obra que conmueve y sacude los cimientos más profundos de nuestro ser con inusitada vehemencia: “Esto no es una novela. Es un poema épico, con un fondo de fugas y preludios de Shostakovich, mientras el ordenador, al fondo, se baja películas de Tarkovski.” Nada tiene que ver con Heart of Darkness, esa gran novela del Modernismo anglosajón que nos regaló Joseph Conrad (“Si quieren gran literatura, lean El corazón de la tiniebla”, p. 30). Las fugas ensayadas en las tres partes de que consta el libro (“Hilados”, “Coregrafiados” e “Hilados coregrafiados”) no hacen otra cosa que tejer un vivo tapiz de voces que se armonizan y se interrumpen a la vez para dibujar los contornos más elementales de la condición humana en medio de la postmodernidad. Al flujo de la conciencia de los personajes (stream of consciousness cultivada por Virginia Woolf y James Joyce en sus magistrales novelas) se yuxtaponen a modo de contrapunto retazos de la realidad apenas vista o vivida: fragmentos urbanos de ciudades en las que perderse para volver a encontrarse, città invisibili plenas de reminiscencias de Italo Calvino, coordenadas espacio-temporales aparentemente exactas y fidedignas en las que el silencio es elocuente, “porque nos habla” (p. 23). Contra este escenario como telón de fondo se dibujan personajes complejos y fluidos, sujetos a una perpetua metamorfosis, en camino de ser algo distinto a sí mismos, que se marchan y regresan para volver a irse porque “a lo mejor irse es lo más cerca de conocerse que está uno” (p. 7). Antonio, Ruth y Eric Áurea, Haia (la hija de los Áurea que está en camino de ser), Anouk, Deseada, Alex (Alexander) y Poli (Polifemo) son fibras sensibles de la imaginación del autor, variaciones sutiles sobre una misma condición humana poliédrica y difícil. No puede ser de otro modo, porque los seres humanos estamos tejidos de contradicciones, de dosis infinitas de soledad, de recuerdos de otro tiempo, de trocitos de las personas que nos amaron o a las que amamos alguna vez, de fragmentos de los paisajes y ciudades que algún día nos vieron, de un punzante sentido de extrañeza (ante las geografías internas y externas), de ansias de comunión con lo otro (los demás seres humanos o el mundo por extensión en su totalidad), y de un deseo irrefrenable e imposible de apaciguar que es la matriz última o el centro sin centro de la vida misma.
Hay un sentir pensado y un pensar sentido de principio a fin; hay toda una metafísica, toda una epistemología y una filosofía del lenguaje en Hilados coregrafiados que se materializan en poesía, en palabras que resuenan evocadoras en nuestra mente largo tiempo incluso después de haber cerrado el libro. De un lado, los sentidos se desvelan como engañosos, la verdad como inalcanzable, y la realidad como pura ilusión o un gran sueño del que no cabe evadirse. Y, sin embargo, todos los personajes comparten una misma pulsión: la pulsión de alcanzar la serenidad, la calma y una felicidad que parece imposible, el sueño de “ser capaz de posar los labios sobre lo que [uno] quiere decir” (p. 68), la necesidad de fundirse con el otro (como subrayan los mismos nombres de Alexipoli o Polialex). Vale decir: el deseo de superar un radical solipsismo que siembra abismos entre las sensibilidades humanas, y también el afán por conocernos y entendernos a nosotros mismos y a los demás (enigmas puestos en pie) de una vez por todas. Todas estas son experiencias incomunicables, pero necesitadas de palabras. Nos hallamos ante un ser humano en estado de indigencia radical que desea conocer y desea amar. De otro lado, las mismas palabras (el lenguaje como facultad humana por extensión) se tornan mentira o instrumento no fiable de comunicación: “Toda experiencia es incomunicable, incluso para el que lucha con las palabras […] hasta darles sentido” (p. 46). “A pesar de ser aire, cómo llenan el alma” (p. 51), dice, en cambio, otra de las voces de que está tejida la novela a propósito del carácter terapéutico de las palabras. No faltan tampoco las referencias metaliterarias: “La literatura, si es algo, es una infinita sucesión de estancias que se preparan para fiestas que jamás tendrán lugar” (p. 13) y “uno se siente menos solo en esa forma absurda de sentirse acompañado que es escribir” (p. 15). Escribir es escribir contra la soledad; la escritura es antídoto o refugio ante el sinsentido de la vida que abruma en exceso en ocasiones.
Con todo, esta novela es un canto dichoso a la vida y a seres humanos que son amasijos de amor y ternura, que no saben aún “separar el deseo de no ser del de no ser más” (p. 35) por la pura contradicción que encierran en su interior. Solo una novela optimista puede proferir en sus primeras páginas afirmaciones rotundas y paradójicas como “Me cansa todo lo humano” (p. 33) y “Amo la intensidad de todo aquí” (p. 8). Y ese aquí, ese deíctico aparentemente vago o ambiguo, comprende todo cuanto es, la vida con sus luces y sus sombras, sus discontinuidades y sorpresas, con todo lo que nos da o arrebata a capricho y sin previo aviso. Todos los personajes que desfilan por las páginas de Hilados coregrafiados acaban por dibujar un hermoso tapiz y escenificar una sublime fuga animada por fuerzas centrípetas y centrífugas en todas direcciones porque, en el fondo, obedecen al impulso de belleza, plenitud y simetría que se esconde entre líneas en todo instante de vida. Todo obedece a una coreografía de gigantescas proporciones en la que los pespuntes que son las vidas humanas encajan a la perfección, aunque ni siquiera se lo propongan o tengan conciencia de ello. Esta es, después de todo, la música de la vida – fuga, sinfonía o motete –, que se escapa en arpegios que ya no vuelven, que nos emociona profundamente, porque “nada que no sea efímero emociona” (p. 9).