Ha muerto un Grande de España

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Fernando Rivero
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Ha muerto un Grande de España

 

Malos tiempos son para la lírica. La Poesía está de luto porque ha fallecido uno de sus hijos más insignes, uno de los grandes forjadores de palabras del siglo XX. Ha muerto un Grande de España. No era duque, ni conde ni marqués, ni falta le hacía, pues rezumaba nobleza por cada poro de su piel, grandeza que le venía precisamente de no haber renegado de sus ancestros, del callao y del esquileo, del cabrero que le enseñó a ser humilde y a apurar a sorbos el vaso de la vida.

            Dejo para otros hablar del reconocido poeta, del sesudo flamencólogo o del crítico experto en García Lorca. Hablaré más bien de ese Félix Grande venerable y sabio que un día conocí y se me clavó en el corazón.

            Allá por mil novecientos noventa y nueve, encargado yo de las actividades extraescolares de mi instituto de Mérida, creé un premio literario que decidí llamar Félix Grande, poeta de Tomelloso que accidentalmente había nacido en aquella ciudad durante la guerra. Alguien me propuso lo que para mí no era sino un sueño inalcanzable: que viniera él a entregar los premios. Me armé de valor, superé mi fobia al infernal invento, descolgué y marqué, esperando al otro lado la altivez y el endiosamiento con que me había tratado meses atrás un novísimo poeta madrileño. Tremenda fue mi sorpresa, sin embargo, congoja que de súbito vuela como pompa de jabón al viento, cuando descolgó y me regaló sus cálidas palabras, cargadas de sencillez y fraternidad. Una breve conversación que te deja el dulce regusto de la lealtad, esa sensación tan inexplicable como inquebrantable de que esa persona no te va a fallar, como el día en que conoces al que habrá de ser tu amigo del alma y desde que le estrechas la mano sabes que es él.

Autor, Tomás Méndez
Autor, Tomás Méndez

            Le pagábamos viaje y alojamiento, como es lógico, pero me llamó porque le habían hablado de una profesora (a la que él no conocía) que iba de Madrid a Mérida y decidió venirse con ella en coche para ahorrarnos el dinero del viaje. A mí ese pequeño gesto me dijo mucho y me reafirmé en la idea que de él me había formado.

            Tras la entrega de premios nos deleitó con una conferencia en la que habló del libro que acababa de escribir, La Balada del Abuelo Palancas, y reconocí en él al digno nieto de su abuelo -ese héroe de la vida cotidiana que dejó su trabajo y se hizo pastor para regalar a su hijo el tiempo que la bodega le robaba-. Podría pensarse que el hablar calmo del poeta habría de aburrir a la audiencia más erudita, mas, sin embargo, ni alumnos ni profesores osamos pestañear, sucumbiendo todos al hipnótico poder de sus palabras. Porque Félix transmitía paz, calma y sosiego con su voz profunda y su mirada inteligente, llena de chispa vital, esa cultura ancestral que bebió al liarse los pitillos con su padre y con su abuelo cuando el sol se despedía. Fue de cierto la charla más inolvidable de mi vida, la de un niño grande hablando con cariño y orgullo de su abuelo, el sabio cabrero, una charla de la que salí flotando, con la sensación de haber sido tocado por la Belleza, que Sócrates tanto se afanaba en encontrar. Aquella mañana Félix se volvió un niño, sin dejar de ser el renombrado poeta.

            No lo volví a ver. Habiendo sembrado lo que otros recogerían –es mi sino-, me volví a Sevilla. Aunque su nombre y figura han acudido mil veces a mis conversaciones con el poeta sevillano Paco Vélez, mi amigo y el suyo, con Félix ya no tuve más contacto. Sin embargo, ese día que estuve con él, esas pocas horas, se me grabaron en la memoria como una letanía y supe que bajo su nívea cabellera y tras su pañuelo del pecho habitaban la inteligencia, la ternura y la bonhomía.

Fernando Rivero García

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