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José de María Romero Barea
Ajeno a las modas de la época (por un lado, el encanto irresistible de Philip Larkin, los poetas del Movimiento o Ted Hughes; por el otro, la frescura atemporal de los poetas pop), el autor que nos ocupa privilegia, en sus versos, “una música desordenada y desgarbada … una música adornada y sin corazón, quebrada por murmullos y blasfemias”. Su atrevido uso de la mitología desfamiliariza una leyenda que, en sus manos, se convierte en una forma penetrar el yo, pero también el lenguaje. Devuelve el autor de Mercian Hymns (1971) el mito a su origen: conduce a la voz humana a través del tiempo. Sus poemas, escritos con inteligencia y ternura, ofrecen nuevos espacios para el devenir, donde la identidad cuestiona sus fronteras y se rehace en el umbral de la expresión.
Figuras complejas, desplazadas por la guerra, atormentan las composiciones de Geoffrey Hill (Bromsgrove, Worcestershire, 1932 – 2016) publicadas al completo en 1990 por la editorial Penguin: un padre ausente, una madre amada. Su íntima voz lírica, sus imágenes precisas, su compromiso con la realidad, no eluden historias de pérdida y exilio. Logra Hill equilibrar la memoria y el silencio con la erudición de una poesía que, como la canción, tiene su origen en la lírica. Surge el poema escindido entre dos voces: la propia y la animada por un anhelo compartido de reunir lo “abandonado, despojado, arraigado, tamizado, diseminado por todas partes, / podrido en tierra vegetal, aceptado/ como concreto” (XIII, de El triunfo del amor; Traducción de Andrea Rivas).
“Su dificultad no radica en lo radical de su discurso, sino en la compacta erudición de una poesía modernista, alusiva, en ocasiones opaca”, sostiene el poeta y novelista Adam Foulds. En 1981, Hill fue profesor en Emmanuel Cambridge. A finales de los años noventa, la extraña mezcla de libertad que conceden los antidepresivos y la mortalidad inminente, lo impulsan a escribir sin pausa: Canaan apareció en 1996, Triumph of Love en 1998, y The Orchards of Syon en 2001. Su énfasis en la eternidad no conlleva la omisión de circunstancias y experiencias personales. Dentro de sus límites autoimpuestos, Hill es capaz de escribir evocadores intentos de aniquilar el tiempo. Ocasionalmente, hay incluso una sensación de detención de la fusión del tiempo con lo atemporal, del movimiento con la estasis. Y siempre el anhelo por lo que se ha perdido.
La poesía de algunos poetas tiene lugar en el espacio profundo de la imaginación: la que homenajeamos tiene un notable poder para hacer que sus gestos apasionados parezcan palpables: “Indeseado pudiste haber sido, intocable / no eras. Ni olvidado/ ni pasado por alto en el momento correcto” (“Canción de septiembre”; Traducción de AR). Además del aplauso de escritores norteamericanos como George Steiner, Harold Bloom y AN Wilson, Hill recibe ahora el reconocimiento y consenso crítico en su Inglaterra natal, a través del artículo que Adam Foulds le dedica en el número 55, de otoño de 2017, de la revista literaria Slightly Foxed. La ironía es que Hill es “un poeta profundamente inglés, arraigado en el paisaje y la historia de su país natal”, como sostiene Foulds. No en vano, el mundo de los objetos, de los lugares y de los acontecimientos ordinarios, a los que la lírica británica es habitualmente tan atenta, es una presencia perpetua en sus poemas.
Sevilla, 2017