Frida Khalo, La Cierva del Bosque

Frida Khalo, La Cierva del Bosque

Antonio Costa Gómez
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Frida Khalo, La Cierva del Bosque

      Hace poco estuve en la Casa Azul de Frida Kahlo en Coyoacán. Y besé el suelo que ella pisaba, como había prometido. Había miles de turistas pero no hice caso. Visité las salas repletas de objetos, la cama donde pintaba, el patio con sus dioses prehispánicos.

     Leí el poema de Patti Smith grabado en una pared: “Sobre mi cama/otro firmamento/con las alas que envías/a través de mi vista/disuelve todo el dolor”. La admiré llena de sortijas abrazando a su perro.

     Frida Kahlo se representa a sí misma en “El ciervo del bosque” como la vitalidad perseguida, como esa vida incansable dañada por las incomprensiones y las tragedias. E igual que en otro cuadro recompone su columna vertebral obstinadamente, aquí sigue saltando a pesar de las flechas, y su rostro tiene una gracia melancólica que enamora al espectador mejor que en ningún otro cuadro.

     Los cuernos le crecen tremendamente, y no son los que le pone Diego Rivera con tantas mujeres, son los cuernos de su vitalidad desbordada y trágica, son las ramificaciones de su vida entre los árboles que nadie puede parar. Y le crece una oreja de ciervo encima de su oreja de mujer con un pendiente.

     ¿Por qué no nos fijamos precisamente en ese pendiente? Con ese pendiente ella quiere remarcar su ansia de belleza a pesar de las tragedias, su orgullo propio a pesar de todo lo que le sale mal, su decir: aquí estoy, y disfruto, y percibo la vida, y la escucho atentamente, y soy bella, y la saboreo con mis labios apretados. Me encanta esa oreja de Frida Kahlo que sigue escuchando el mundo apasionadamente y embelleciéndose en medio de la agonía,  a pesar de todas las flechas.

     Visité en Coyoacán, un barrio al sur de Ciudad de México,  la casa de Frida Kahlo. Avancé por las calles empedradas y pasé por las fuente donde los coyotes se exaltan en mitad del agua.  Y besé el suelo que ella pisaba, como había prometido. Para mí era lo principal de México, era lo que más me importaba.

    Durante años leí sus biografías, me apasionó de todas las formas, miré su cara en las fotografías,  bebí sus cuadros en los museos. Admiré su tenacidad y su fuerza, admiré como mantenía su columna derecha a pesar de que estaba rota, como fascinaba a los hombres a pesar de que estaba rota. Y entonces estaba allí.

     Había leído tantas biografías, la admiración de sus padres, el accidente fatal que la dejó malherida, sus viajes por Estados Unidos sin venderse a los Estados Unidos, como fascinó a Diego Rivera que con sus murales retóricos no se podía comparar con sus sueños rebeldes y hondos, su amistad don Trotski, su simpatía por las mujeres indígenas de Chapultepec, su beber el sueño y la energía en los mitos o en el surrealismo, su saber que era siempre ella misma, su levantarse como un ciervo de todas las heridas. Tanto soñé con ella, tanto la amé, tanto viví sus cuadros.

      Y entonces estaba allí.  Y la amaba como la amó Patti Smithh que recitó en esa casa su poema para ella “Las mariposas de Noguchi”. No hice caso de los turistas que estaban allí como podían estar en cualquier otro sitio famoso, ignoré que los grupos llenaban las estancias y hacían ruidos vacíos.

     Miré las mariposas grotescas  que Noguchi puso en el techo encima de su cama para que se animara con ellas aún sin levantarse. Miré como retenía sus trozos sueltos en el agua de su bañera. Miré los azules y los dioses antiguos de los que tomaba vida en el patio. Miré los maniquíes en la sala de los vestidos y miré las plantas verdísimas y furiosas como su vida.

    Durante tantas noches en tantas épocas soñé con ella, viví con ella. Y ahora estaba allí. Y ella era una cierva en el bosque, aunque la perseguían todas las desgracias y las flechas, y tenía un pendiente delicioso en su oreja de ciervo. Y la amé por encima de ideologías y de discursos. La amé porque ella me dio la vida durante tantos años, incluso cuando era un joven de veinte años que daba vueltas por los soportales de Lugo.

    Y amé el suelo que ella pisaba como había prometido. Y me sentí tan orgulloso de hacerlo. Me sentí tan orgulloso de besar aquel suelo que ella pisó con sus pies mitológicos  y apasionados.

ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR

FOTO: CONSUELO DE ARCO

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