Francis López Guerrero

Francis López Guerrero

Carlos J. Rascón

Francis López Guerrero

Nace en Osuna (Sevilla) en marzo de 1971. Profesor de Lengua y Literatura en el IES Sierra Sur de su pueblo natal. Ha colaborado con artículos de opinión y tribunas en diferentes medios de comunicación (Grupo Joly, infoLibre). Le gusta practicar el periodismo literario. En 2002 publica su libro de prosa poética Osuna adentro: crónica eterna. En 2016 la Editorial Verbum de Madrid publica su libro Los vivientes supremos: poemario audaz y torrencial.

Ha escrito: “Pienso que la poesía es emoción, misterio y voz que hay que fabricar con la materia prima del lenguaje y sin olvidar a los maestros, a los referentes ineludibles. Y creo que mucho más difícil que escribir versos y poemas es conseguir y tener una mirada poética para la vida cotidiana. Más que un género literario, la poesía forma parte del sistema nervioso central”.

  

EL TESTAMENTO DEL HIJO
 
CORAZÓN HIJO

Se me escapó pequeñito
por un poro de piel.
Mi corazón se me escapó.
Se cansó del hogar y del ruido que hacía la muerte.
Mi niño dormido, adormido, adormecido.
Mi niño arrodilladito sin rendirse
en la orillita del río donde me propuse ser libre.
Arrodillado a la orilla del río abrevaba luces y el miedo de los hombres.
Arrodilladito se contaba las células y los deseos
cuando le entró el hipo de los latidos
y soltó el amor a correr desbocado
por el paraíso de los nombres.

Se me fue el corazón por la boca
como una herida sedienta
y se quedó estampado en medio de la noche
como una manchita insolente.
Se cansó de trabajar sin recompensa.
Se cansó de dar sin gratitud.
Se cansó de llevar y traer la sangre
sin un mísero aplauso.
El sol con su máscara de fiesta es un maldito mentiroso.
Yo espero el beso de la luna en reposo.
Mi niño arrodilladito sin rendirse
en la orillita del mar donde me propuse amarte.
Se tragó una ola y escupió
cada uno de los latidos que dio por ti.

Se me secó entre las manos el corazón.
De tanto ofrecerlo. De tanto exponerlo.
Se me secó en las manos.
Mi niño arrodilladito sin rendirse
en la tierra donde me propuse vivirte.
El agua es sangre.
La sangre es agua
cuando llega.
La batalla y el ermitaño te alimentan.

Se me cayó el corazón al suelo del tiempo.
Le restregaron los relojes.
Lo pisotearon las bestias.
Lo lamieron los mendigos.
Mi niño arrodilladito sin rendirse
en el aire donde me propuse tenerme.
Arrodilladito en el sueño.
Se levantó asustado
y miró al horizonte como a una madre.

Se me fue el corazón fuera de la galaxia
injuriando la tiranía de la sangre
y la esclavitud de las máquinas.
Se me fue el corazón fuera de la galaxia
a responderse las preguntas prohibidas.
Mi niño arrodilladito sin rendirse
a la orilla de las estrellas donde me propuse crecer
con piel de vivo
y un traje de esperanza.

Cuando murió le salieron
brazos y piernas. Manos y ansias. Ojos y boca.
Y una voz dura que olía a venganza.
Mi niño arrodilladito sin rendirse
frente a los cuerpos
donde me propuse soñarme.

(Del libro Los vivientes supremos)
 
 
AL DORMIRME                     

El mar suena como un cachorro.
El viento se ha despertado hambriento.
Y jadea en busca de los suspiros.
Cuando empieza la cacería es implacable.
He encendido el sol por última vez
para ver un rostro conocido y amable.
He escrito con letras temblonas los deseos de las madres
y el último sueño del hijo.
Al dormirme tocaré tu pensamiento
y una mano de luz te llevará al horizonte.
Nadie sale de sí mismo para dar un poco.
La rutina es la enferma y la gran tirana de nuestros corazones.
El mar suena como un viejo quejoso.
Con varices en el agua como pieles humanas.
Al dormirme me agarraré a tu aliento
y un bastón de jaspe se apoyará en el cielo
para sostener el peso infame de la sangre
y que no se rompa el espejo.
El mar suena como un niño decrépito
al que le han diseñado los mofletes y los caprichos.
El viento se ha saciado
y se va a tender barrigudo y depresivo sobre tu pecho.
Descansará y mañana soplará sumisión y tristeza con olor a paz.
La lluvia todavía no ha sacado la ira
aunque te mira con los ojos ensangrentados.
Al dormirme besaré tu respiración como una reliquia
y una mano de luz me llevará al horizonte.

UN COLIBRÍ EN LA GARGANTA
 
Aunque la tierra me ha difuminado el cuerpo.
Aunque me faltan las manos.
En ningún momento he dejado de tocarte el desnudo nocturno,
justo cuando ya todos los amantes se habían retirado.

Aunque me faltan los ojos.
En ningún momento he dejado de ver tu sonrisa posada
sobre la ira, sobre la guerra, sobre la derrota.

Aunque se me ha borrado la boca.
En ningún momento he dejado de imaginar que otra boca, la tuya,
ayuda a resucitar.
Aunque los avarientos me han apagado el mundo por puro ocio.
En ningún momento, hermoso rostro,
has dejado de ser mi universo.

Aunque el amanecer me despierte sobresaltado
con la buena nueva de que es amanecer y luz.

Aunque me levante muy temprano
y compruebe que la noche reina en paz.

El cielo tiene un color elegíaco:
el de los dioses dormidos y los hombres en tumulto.

El silencio se agazapa como un cachorro debajo del mar.
No he conseguido traerle las palabras que dicen amor.
Yo que te coloqué con cuidado alrededor de la frente
la estela rielante de los siete mares
para que iluminaras la ceguera y el sinsentido de los caminos.
No he conseguido arrancarle a la tierra que tanto quisimos
las palabras que dicen amor.
Me frustro, te frustras, nos frustramos en multitud.
La fruta más frustrante la que tiene ojos y no tiene boca.

La muerte se pasea en círculo cabizbaja
como una mendiga con demencia senil.
Te mira. Te pide. Y no haces nada.
Otra soledad que hemos acumulado.
El tiempo es un rito enjoyado que se dedica a atesorar soledades de marca
y a fabricar monedas de cuño propio
que por la cara bonita ríen deliciosas
y por la fea cruz lloran ocultas.
Por el canto de las monedas del tiempo rodé rodé,
hasta desollarme y sollozarme,
buscándote las palabras que dicen amor.

Me frustro. Te frustras. Nos frustramos en avalancha.
El fruto más horrible: el que pende del árbol
y no pertenece a las bocas hambrientas.

Por el sonido del viento en las ramas me colé endiosado
pretendiéndote las palabras que dicen amor.
Aquello estaba lleno de poetas agonizantes
y había un viejo almacén con metáforas en desuso.
Una metáfora nueva, por caridad.
El amor me arañó como un felino invisible
y únicamente me dio un ¡Ay! sumiso y aleteando
con sus dos signos de exclamación, como un colibrí en la garganta.

Un ¡Ay! que te traigo. Que te muestro. Que te postro. Que me escribo.
Que me digo. Que me sueño. Que te vuelo. Que me llevo. Que me quedo…

 Francis López Guerrero

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