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Fluido de luz: modo linterna
José de María Romero Barea
“Entonces llegué a Caracas como si fuera la primera vez, pero sabiendo que ese deseo, el de la primera vez, sólo es posible cuando se regresa” (p. 5). “Vecino invisible”, el cuento que abre la colección, es una sucesión de epifanías. Se profundiza en temas y símbolos predilectos: lugares abandonados, paseos infinitos, temores y dudas: “… pasaba largos ratos en el baño (…) baño estrecho, pero en el que había conseguido acomodar varias cosas necesarias para convertirlo en un refugio (…) El único inconveniente era que parecía lindar con el baño del apartamento vecino, donde vivían dos hombres, uno de ellos invisible” (p. 10). El narrador termina cediendo a la auto-parodia: “Reflexioné sobre todo esto dentro del baño. Un momento más tarde, gracias a la mencionada densidad de la experiencia (…) y pese a la confusión del cansancio físico y nervioso, me puse a escribir” (p. 24).
“Vecino invisible” pertenece a la colección de relatos Modo linterna (Editorial Candaya, 2014), de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), recorrido sinuoso a través del tiempo, los lugares y los géneros literarios. Los narradores, en constante peregrinación, establecen conexiones que encierran galaxias de significado. El autor argentino ilumina con su prosa, entre otras, la naturaleza de la verdad, la mentira de la biografía y el carácter biográfico de la ficción, fiel a su estilo hipnótico y sugerente, impregnado de melancolía.
Editorial Candaya ha publicado sus novelas Baroni: un viaje (2007), Mis dos mundos (2008) y La experiencia dramática (2013). En Modo linterna Chejfec sigue siendo un escritor de ideas (aunque nunca dice cuáles son esas ideas). Es en lo que falta, en lo que no se dice, donde radica la fuerza de su literatura. En el universo cerrado, raro y seductor de sus cuentos, lo cotidiano siempre acaba convirtiéndose en algo terrorífico. Mezcla de cuaderno de viaje, ensayo literario, reflexión filosófica y exploración ficticia, el misterio es la condición esencial del libro que nos ocupa.
“Un domingo de primavera hay tres argentinos en París” (p. 65). En “Una visita al cementerio” el narrador, anónimo, puede ser o no Chejfec. La relación de la ficción con la no ficción es tentadora. Los lugares y eventos se suceden, al igual que los sueños y las especulaciones, hasta llegar al cementerio donde descansan los restos del escritor Juan José Saer: “El teólogo porta un teléfono celular y se le ha ocurrido ponerlo en “modo linterna”. Ve entonces las paredes del piso al techo cubiertas de planchas de mármol (…) ve la luz blanca en movimiento (…) una luz minuciosa y abstracta (…) símbolo de la fe (…) que produce pruebas e ilumina milagros, la luz que beneficia las intuiciones y que echa sombra sobre las dudas” (p. 87). Lo que empezó como un diario de viaje se acaba convirtiendo en relato de fantasmas.
La aparente falta de unidad y la abundancia de digresiones son la esencia de “Una visita al cementerio”. Chejfec infunde a su prosa la tensión de un thriller; el protagonista corre de un lugar a otro como si escapara de sus demonios. Esa atmósfera de paranoia es lo que nos mantiene en vilo: “El teólogo (…) se pone entonces a un costado de la placa de Saer y extiende el brazo hacia abajo, como si la luz fuera un fluido que puede rociarse. Y quizá no se trate de otra cosa, piensa el ensayista, viendo la dedicación con la que el teólogo ilumina algo que está seco de luz” (p. 89).
En la primera página de “Novelista documental”, el argentino nos lanza un reto: o asumimos sus obsesiones o más nos vale abandonar la lectura. “Un hotel rodeado de montañas. En uno de los jardines, el más discreto, dos guacamayas gigantes ocupan una gran pajarera” (p. 91). “Novelista documental” es un relato cerebral, que pone a prueba los límites de la forma y la mantiene unida por los frágiles hilos de observaciones y anécdotas. Signos y símbolos se repiten con secreto significado (o no): “Intento entrar en contacto con las guacamayas. Quiero pedirles que no se muevan para así poder salir junto con ellas en la foto. El segundo día del congreso voy a la jaula y les hablo con lentitud como para que entiendan, y en voz baja para no llamar la atención” (p. 97). Se de-construye la trama, se anima al lector a volver sobre lo narrado. La técnica replica el proceso de desintegración al que asistimos: “…busco ya sin disimulo a los loros y a la empleada. El desorden general del fin de fiesta me ayuda (…) parezco extraviado caminando por sitios donde nadie tiene nada que hacer (…) en eso consiste la vida del novelista documental” (p. 114).
De la persecución de la huella de Julio Cortázar se ocupa el relato “El testigo”. La historia abunda en recuerdos, viajes ominosos y descripciones panorámicas de Buenos Aires: “… las rutas de colectivo (…) trayectos e imágenes combinados aparecían en la cabeza de Samich con la claridad de un diagrama (…) postulaciones de simultaneidad, materia prima para futuras y entonces hipotéticas ficciones urbanas, la vida sincronizada y las infinitas posibilidades de la casualidad” (p. 128). El ritmo arrullador y la precisión espeluznante parecen heredados de Kafka y Foucault. Samich es un personaje menguante y oprimido, inmerso en el sueño de una razón que engendra monstruos: “Como si se tratara de un ejercicio de ficción, esas direcciones son las únicas señales sobrevivientes del pasado, que sin embargo precisan las guías telefónicas para presentarse como documentos en la mente de Samich. Para la mente de Samich, las guías respaldarían las direcciones y los lugares físicos vendrían a ser las pruebas de las guías” (p. 140).
El tema de “Hacia la ciudad eléctrica”, último cuento de la colección, es la memoria, su tenacidad y su falibilidad. La identidad consciente del protagonista son sus recuerdos: “Imaginemos que el viaje es una historia, un cuento, y que quien lo cuenta sabe dónde quiere llegar pero ignora no solamente los puntos intermedios sino también el significado y las implicancias de cada evento o señal que aparece” (p. 198). Estudio ficticio de la memoria de Scranton, pueblo apodado “La ciudad eléctrica” por haber sido pionero en el uso de esta energía, la originalidad de Chejfec radica en hacerlo desde el punto de vista de la decadencia, la imaginación febril, el salvajismo inventivo. El tenaz deambular del interlocutor hasta llegar al encuentro literario en Scranton tiene una precisión maníaca. Se reproducen conversaciones, se describe cuidadosamente a los casi extraños con los que viaja, se aportan mapas, horarios y fotografías. “Hacia la ciudad eléctrica” narra el viaje del protagonista hacia sí mismo y su pasado.
La intención de Chejfec en este cuento es tanto emocional como intelectual. La erudición va acompañada de la conciencia de fragilidad. Su prosa abunda en teorías que en realidad son subterfugios; las muy largas y detallas descripciones y digresiones hacen alusión a la imposibilidad de comprender. Al protagonista de “Hacia la ciudad eléctrica” no le interesa tanto el pasado como ver el pasado a través de los ojos de alguien que pertenece a ese tiempo; el narrador es un fantasma que registra los detalles y luego se aleja, desconcertado: “El mundo material se las había arreglado para crear sus propios símbolos, metáforas y vehículos físicos a través de los cuales dejar sentadas sus posiciones; y nosotros, o yo, como escritores, debíamos recibir las señales y ver después qué hacer con ellas” (p. 212).
Sevilla 2014