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José de María Romero Barea
Todo apólogo traza un círculo de significados que no es más que una trampa para el lector desprevenido. Las líneas del tiempo en los relatos de La lengua de los ahogados (Menoscuarto, 2016) comienzan en un momento definido del pasado y terminan en cualquier momento de un ahora indeterminado. El pretérito reaparece constantemente en estos cuentos; no se puede escapar a su sentido de importancia. Pero el ayer no se limita a ajustar cuentas con el hoy de los personajes de Fernando Clemot (Barcelona, 1970): liquida, además, su porvenir.
Difícil recordar, al menos tanto como creer que las cosas sucedieron tal como las recordamos. Los protagonistas de “Y los ahogados” nunca logran volver a encajar en lo que fueron, una vez abandonada la casilla de inicio, convirtiéndose en “aguas muertas, charcas llenas de cielo y delirio”. Un cambio repentino es el misterio central en “Thunderball”: “Todo empezó a estropearse allí (…) antes del final siempre hay un preámbulo (…) aquella primera noche de tormenta lo fue”. Sometido a la intervención ocasional del destino y sus estragos, el impulso del interlocutor es doble: vivir, tanto como escapar a la vida; conectarse al mundo o seguir solo.
“Se lo explicaré de nuevo: anoche en las curvas atropellé a un jabalí”, se cuenta en “Héroes”, donde el torbellino de acontecimientos evoca estados de ansiedad. Las fantasías de su protagonista son una invitación al desastre, “con los pantalones bajados y amarrando con mi correa el cuello del animal (…) apoyados los dos contra el quitamiedos”. En “Todos los nombres”, el asunto es la ficción de escribir ficciones, esa mezcla de distracción y atención, de ausencia y deseo que permea la mejor literatura: “Decidí quedarme. En Europa estaba todo nombrado: cada cabaña, colina, riachuelo, charca”.
Las historias del autor de Safaris inolvidables (2012) desdeñan la idea de la forma corta como visión fugaz de unos personajes desechables, versiones sofisticadas de un hacedor en pos de un final ordenado. A pesar de su enfoque secular, privilegian los recursos propios del género: la epifanía, la trascendencia o la metamorfosis. Una sensación de retención favorece la intimidad profiláctica de “Pirun onnekas”, donde se afirma que “es más glorioso el dolor cercano al foco del daño”. Difícil leer “Inquilinos anteriores” atentos a la propia mortalidad. Su preámbulo es sombrío: “No debe existir virtud más denostada que la curiosidad”. En “La costilla de Adán”, la realidad cede a la imaginación al acercarse al límite: “Trato de pensar cómo hubiera sido el día si yo hubiera sido él, si el día de hoy hubiera sido suyo y no mío”. Lo real vomita detalles desagradables, “chabolas de uralita y largas verjas de hierro y alambre de púas”, minucias que no conducen a ninguna parte.
La brevedad está en el alma de los cuentos de La lengua de los ahogados, una especie de garabato al margen u ovillo de papel: tirando del hilo, llegamos a las preocupaciones furtivas y los juguetes rotos de su creador. Fascinados por el desfile de tramas y ajustes que se nos presenta, no son, sin embargo, historias que se lean de un tirón. Cada una de ellas tiene que instalarse progresivamente en nuestra mente, porque Clemot tiene la rara habilidad de convencernos de que sus personajes tienen una vida real antes de que las historias comiencen, una que continúa incluso tras su efímera existencia.
Sevilla 2017