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El Último Duelo: Hermana, Yo Sí Te Creo
Por Salomé Guadalupe Ingelmo
Solo vemos de nosotros lo que queremos ver: es parte de la condición humana reservar tanta indulgencia para uno mismo como inflexibilidad para el resto. Así, El último duelo, cinta coral que narra los hechos sucesivamente por boca de cada uno de sus tres protagonistas, permite advertir notables diferencias en los detalles de esos relatos, en cómo cada quien ha elegido leer su realidad e interpretar gestos, palabras o silencios. Gracias a este turbador juego de espejos, el espectador gozará de una perspectiva global y podrá elaborar un juicio bien fundado, porque una historia contada por una sola voz jamás consigue ser imparcial. En un crudo duelo de múltiples narraciones, cuya austeridad incluso duele, se nos va revelando —con torturadora dosificación bien calculada— la verdad, que es siempre poliédrica y compleja, fruto del sincretismo entre las versiones de todos los implicados.
En el bajo medievo, un escudero rudo, soberbio e iletrado aprovecha la violación de su mujer —con cuyo enlace esperaba obtener pingües beneficios— a manos de un antiguo compañero de armas —ahora favorito del señor feudal en virtud de sus dotes para la francachela, su carisma y su cultura—, que comparte ignorado refinamiento con la recatada dama, para buscar venganza y desahogar su rencor hacia quien, piensa, le ha robado oportunidades, obstaculizando su ascenso social en favor propio y frustrando alguna de sus aspiraciones territoriales. Así, aun a costa de poner en peligro a su esposa —que de ser encontrada culpable arderá en la hoguera—, el suspicaz y mezquino soldado, encantado con la excusa que se le ofrece, retará al antiguo amigo para demostrar la inocencia de su cónyuge.
Bajo la atenta mirada de los numerosos espectadores que, a primera hora de la mañana —gélida—, acudían en masa desde distintos puntos de Francia al campo de Saint-Martin, el 29 de diciembre de 1386 —durante la semana de Navidad y, significativamente, en la fiesta del santo mártir Tomás Becket—, ambos hombres se enfrentan en un duelo donde no son sólo sus vidas las que están en juego.
La premisa de la que brota El último duelo se revela muy simple, pero no por ello menos sobrecogedora. Una historia vieja cuanto el mundo; no por más repetida, banal. Una historia que ha marcado las vidas —desdichadas— de miles y millones de mujeres de todos los tiempos y que, en ocasiones, las ha conducido a la muerte.
La protagonista languidece encerrada en un matrimonio frustrante —como solían ser todos—, vinculada para siempre a un marido con el que poco o nada tiene que ver; convertida —moneda de cambio para su familia paterna— en mera propiedad al servicio de su señor. Porque el matrimonio y el hogar solían condenar a un encierro de por vida a la mujer, aunque en ocasiones el destino indultase alguna de ellas con la tempestiva muerte del amo.
En cualquier sociedad patriarcal que se precie, el honor de un hombre, ya sea padre o marido, depende del control sobre el cuerpo de la mujer que le pertenece —lo que explica el uso hasta nuestros días de la violación como arma de guerra dirigida a humillar y doblegar al vencido a través de esos cuerpos que ha sido incapaz de proteger—. Por tanto, aceptando que el honor dependa del comportamiento sexual de una persona, no es la honra de ella lo que se pretende preservar y se reclama cuando se exigen responsabilidades por la violencia sexual; sino, en último término, la propia, es decir la reputación de ese hombre ante los demás. Se hace, por ello, necesario lavarla en público, cueste lo que cueste, incluso si acarrea la muerte de la víctima, doblemente victimizada, pues siempre queda bajo la sospecha de haber provocado su propia agresión o, cuanto menos, de haberla consentido.
Esta era una norma bien establecida ya en el Código de Hammurabi. En el artículo 132 se concede al marido, presunto cornudo, el derecho a pedir que su mujer se someta a ordalía pública, aunque no haya pruebas del adulterio: «Si la esposa de un hombre, a causa de otro, un dedo contra ella se extiende —para tacharla de adúltera—, pero cuando yace con otro varón no es atrapada, por su esposo, en el río se sumergirá —como ordalía para probar su inocencia—». Ella ha de poner voluntariamente a disposición su vida para que él pueda despejar cualquier sombra de duda entre sus vecinos. Lo que, además, evitará suspicacias sobre la verdadera paternidad de futuros hijos.

Esa sospecha sobre la responsabilidad de la persona que ha sido objeto de violación —si no consentida, quizá sí provocada— siempre ha acechado a la víctima femenina. En la propia película, incluso una amiga íntima de la protagonista recela de su denuncia y recrimina que encontrase a su verdugo atractivo. Porque la mujer, a veces, se ha convertido en la peor enemiga de sí misma, aceptando como propios y perpetuando estereotipos impuestos que únicamente la castraban.
Volviendo al Código de Hammurabi, la pobre muchacha protagonista del artículo 130, virgen por ser esposa reciente y habitar aún en la casa paterna —la circunstancia no es anómala, pues en Mesopotamia el matrimonio no se consumaba hasta que se consideraba definitivamente legalizado, al final de un largo proceso que implicaba diversas prácticas y que, incluso cumplidas todas ellas, podía invalidarse a petición del marido si, pasado el tiempo, sospechaba la esterilidad de la esposa—, se libra de la sempiterna sospecha únicamente porque la encuentran todavía inmovilizada: «Si un hombre a la esposa de otro, que varón no conoce y que en casa de su padre vive, ata y en su seno yace y lo atrapan, ese hombre será muerto. La mujer mencionada será dejada en libertad».
Pero no nos apresuremos a tachar de salvajes a estas gentes arcaicas que culpaban a la violada de su desgracia; quizá, a juzgar por recientes sentencias en relación a agresiones sexuales, tampoco hayamos evolucionado tanto.
Es decir que, en la antigua Mesopotamia, como en tantas otras culturas de corte patriarcal, el honor masculino se cifra a menudo en la mujer y, más concretamente, en el cuerpo femenino, en su control. En el Código, lo que a menudo se castiga respecto a los daños físicos a mujeres es la pérdida de valor que estos ocasionan a los hombres de su familia: pérdida de virginidad que disminuye las posibilidades de una alianza matrimonial beneficiosa para un padre, pérdida de la futura mano de obra que supondría el feto malogrado de una esclava, pérdida de un hijo que podría asegurar los ritos debidos al padre difunto… Así, lo que se penaliza con respecto a una violación femenina es el menoscabo que esta ocasiona a los hombres cuya honra depende de la mujer agredida.
Por otro lado, como si se presumiese por principio su culpabilidad, en general se exige que la mujer demuestre su inocencia. Además, se espera de ella que, durante el ataque, se resista físicamente incluso de forma heroica o suicida.
La mujer está obligada a cuidar de su cuerpo no por su propia seguridad, sino por los hombres de su familia, para los que ella supone un bien y con los que se entabla una relación de subordinación y dependencia. Así se entienden algunos artículos del Código de Hammurabi en los que, de hecho, aparece la expresión “cuidar de su cuerpo”, lo que entonces quería decir, concretamente, evitar que nadie sin derecho —que sólo pertenece al marido— tenga acceso al mismo. El artículo 133 dicta que, si un hombre es capturado en la guerra, su mujer no puede casarse con otro mientras tenga de comer en su hogar. El 133b especifica que, de hacerlo, será arrojada al agua —no como ordalía, sino como condena, para que se ahogue—. Sin embargo, el 134 establece que, si en la casa de su esposo cautivo no tiene para comer, se la considerará inocente y sin castigo si se casa con otro para sobrevivir.
Porque se presupone que lo único que puede ofrecer una mujer, su único medio de subsistencia, es su propio cuerpo. Un cuerpo que ni siquiera le pertenece.
Ya en 1927, sostenía Carmen de Burgos, en La mujer moderna y sus derechos: “O el matrimonio es un contrato firmado con iguales derechos y libertad por ambas partes o no es más que la legalización del derecho de la fuerza”. Además, añadía: “Sin amor y sin libertad, por parte de ambos cónyuges, no puede existir el hogar feliz y la santidad del matrimonio; la monogamia y la indisolubilidad quedan reducidas a simples palabras”.
Basada en hechos reales, El último duelo se centra en el enfrentamiento entre Jean de Carrouges y Jacques Le Gris, dos amigos que se convirtieron en rivales debido, también pero no sólo, a la violación entorno a la cual gira la película y que fue descrita ya en las Crónicas de Froissart (Libro III, Capítulo 46). No obstante, trascendiendo una lectura superficial del incidente, hábilmente, su guion aprovecha para denunciar la situación a la que se veía sometida la mujer del momento y, de paso, hace añicos el tópico tantas veces repetido según el cual la fémina es creadora de discordia entre hombres, del que Helena de Troya se convirtió en paradigma.
Egoístas, ególatras y caprichosos, los dos protagonistas masculinos de la cinta se preocupan únicamente de sus propios deseos e intereses, que disfrazan de nobles principios. En El último duelo sólo la mujer es generosa. Aunque a veces ella, con la crianza de sus hijos varones, se hace culpable de perpetuar el estigma que caerá sobre otras de su género. Un temor que parece leerse en la los ojos de la protagonista cuando contempla los juegos de su tierno vástago —el saludable Robert, de la misma edad que el delfín de Francia, fallecido justo la víspera del legendario combate que, sin embargo, su padre, el rey, no decidió aplazar en signo de luto—, fruto del paso por su vida de dos hombres nefastos.
Creo que mucho se equivoca quien, con un análisis reductivo y simplista de la película —en el mejor de los casos por ignorancia y en el peor por tendenciosidad—, quiere ver en ella un simple “Me too medieval”. Puede que el momento parezca propicio para este tipo de reflexiones de género, pero ello no obsta para que vengamos arrastrando durante milenios lo que dejan de manifiesto: quizá, finalmente, haya llegado el momento de —abandonando arbitrarios prejuicios heredados o pueriles simplificaciones—revisar, como sociedad, no nuestro pasado sino nuestro presente y decidir, entonces, cuál queremos que sea nuestro futuro.
Se echa de menos en El último duelo —imposible no percatarse— una inexistente banda sonora, salvo en el desenlace de la película. Una pena, porque entonces está a la altura. Aunque, naturalmente, la circunstancia no es atribuible a la casualidad; El último duelo no parece dejar cabos sueltos. Ese silencio sepulcral a excepción de las voces humanas responde, sin duda, a una decisión bien calculada del director: como avanzaba al comienzo, la austeridad de la cinta duele por momentos y Ridley Scott, evitando cualquier distracción del relato descarnado, ha querido conceder todo el protagonismo a ese tormento.
En definitiva, El último duelo —adaptación cinematográfica de El último duelo: una historia real de crimen, escándalo y juicio por combate en la Francia medieval, obra del historiador Eric Jager—, que llegará a las salas españolas el próximo 29 de octubre, es, con diferencia, lo más interesante que he visto desde el comienzo de la pandemia.
FICHA TÉCNICA
Título original: The Last Duel
Año: 2021
Duración: 152 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Ridley Scott
Guion: Ben Affleck, Matt Damon, Nicole Holofcener. Libro: Eric Jager
Música: Harry Gregson-Williams
Fotografía: Dariusz Wolski
Reparto: Matt Damon, Adam Driver, Ben Affleck, Jodie Comer, Harriet Walter, Nathaniel Parker, Marton Csokas, Sam Hazeldine, Michael McElhatton, Zeljko Ivanek, Alex Lawther, Clive Russell, William Houston…
Productora: Coproducción Estados Unidos-Reino Unido; 20th Century Studios, Scott Free Productions, Pearl Street Films, TSG Entertainment. Distribuidora: Walt Disney Pictures
Género: Aventuras. Drama | Siglo XIV. Edad Media. Histórico. Venganza
El Último Duelo: Hermana, Yo Sí Te Creo