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EL Santero
Para Manuel Moya.
La inquietud se echó sobre nosotros con la rotura precipitada de los cielos. Fue como si el pueblo entero se hubiera arropado con una manta húmeda y ésta hubiera engullido o hecho desaparecer nuestra libertad de movimientos. El disparadero de esta situación vino a caer cuando las campanas dejaron de tocar. Es decir, estaban repicando y, de pronto, se escuchó un cada vez más leve ding dong y luego, el silencio: el mutismo absoluto. Después, justo después, se desató la lluvia, y el viento, y los rayos, y los truenos…
Ni segundo ni tercer toque ni hostias; sólo el hueco que deja aquello que se espera y sin embargo no acaba de llegar.
Como ni el segundo ni el tercer toque llegaban, según se anunció, aquella noche en que el agua la sirvieron los cielos a cubos grandes y el viento del norte arreciaba como si tuviera prisa por ir a algún otro lugar, sin detenerse -siquiera por asombro- en nuestros páramos…, la gente, en sus casas, se dio un remuevo en la silla, le arremetió un taconazo al picón -por no andar buscando badila alguna- y se puso a pensar en las musarañas, que en estas circunstancias atmosféricas es lo que más conviene.
Todos, todos sin excepción, pensamos lo mismo: yo, hasta pasado el segundo toque no salgo a la calle. Y como el tal no llegó, nos quedamos en casa, calentitos y arrebujados, tocándonos las bolas o lo que cada cual entendió menester.
A la mañana siguiente, cuando se descubrió el pastel, todo el mundo se vio zarandeado en la cama por los ecos del Sebastianillo, el pregonero del pueblo que ocupó el cargo hace años al ver truncada su carrera como artista de la copla-, que empezó a vociferar por las esquinas que el Cojo Padilla había muerto en la torre de la iglesia.
¿El Cojo Padilla muerto? ¿Y en la iglesia? ¿En la misma iglesia?
El Cojo Padilla fue siempre el santero del pueblo. Nadie sabe la edad que tenía porque, cuando llegó, y de eso hace un rato largo, ya era viejo. Pero se integró pronto; más bien pareciera que formara parte de la iglesia, que lo habían depositado allí en el siglo XIV, justo cuando dicen los que saben que se hizo el presbiterio. Padilla ayudaba en misa, barría y limpiaba, sacaba brillo al bronce y tocaba las campanas a sus horas, que es lo que importa, además de abrir y cerrar la iglesia cuando era conveniente. Vivía de la beneficencia y de lo que rapiñaba en los cepillos, y con eso se arreglaba: nunca dio problemas a nadie.
Por eso y sólo por eso, resulta mucho más misteriosa la muerte del Cojo Padilla, sobre todo en tales circunstancias.
Por avatares indescifrables para los parroquianos, esa noche, la noche del agua y del viento y de todo lo demás, al parecer, el Cojo Padilla se subió al segundo tramo de la torre, enganchó la cabeza a la cuerda del badajo de la campana mayor, y luego a la menor, o a la inversa, que eso no está claro, y luego se dejó descolgar por el hueco comenzando a tocar un descalabazado réquiem por su muerte. ¡Con dos cojones!
Y por eso no hubo más toques, porque el Cojo Padilla estaba, a partir del primero, más tieso que una mojama pasada de fecha.
Se ha especulado que el Cojo Padilla estaba harto de su oficio; harto de su mísera vida y…, viejo como era, o más que viejo, que eso ya se dijo, se había preguntado que, cuando él la endiñara, quién iba a tocar a duelo. Así que decidió irse para el otro barrio escogiendo la nochecita descrita, que quizá lo envalentonara más o fuera pura casualidad, váyase usted a saber. Porque las cosas muchas veces tienen poca explicación, o ninguna, para qué negarlo. Y por eso se decidió a tocarse él mismo las campanas ¡que ya tiene arte la cosa!
Algunos de los leídos del pueblo dicen que copió su muerte al estilo de Vito el carpintero, un personaje de la novela de Manuel Moya La tierra negra quien, al morir el otro carpintero que había en el pueblo, se hizo de paso su propia caja, porque, si no, cuando estirara la pata ¿quién le iba a hacer el féretro? ¿Quién? Y llevaba razón.
Ahora estamos aquí, en el entierro del santero, esperando a que alguien llegue de la aldea vecina para tocar la misa, la misa del entierro del Cojo Padilla. Y nadie llega. Y el pregonero, puesto de ojo avizor en la entrada del pueblo, por donde la Fontanilla, no suelta una mala voz anunciando la vista de personaje alguno. Así que, como en el pueblo somos muy cumplidos, llevamos más de seis días haraganeando por las calles y pendientes de que las dichosas campanas toquen a muerto o a lo que sea -que ya nos da igual- para enterrar de una puñetera vez al Cojo Padilla.
Porque Padilla, la verdad, es que ya huele, huele de la hostia aunque el cura jure por todos los santos del cielo que él no huele nada. Padilla huele y mucho, eh.
¡A ver cuándo coño acaba esto!
Paco Huelva
Junio de 2014
Foto: 20minutos.es