El hijo: un anticristo con superpoderes

El hijo: un anticristo con superpoderes

Salome Guadalupe Ingelmo
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El hijo: un anticristo con superpoderes

Por Salomé Guadalupe Ingelmo

Una pareja de jóvenes granjeros, cuyos esfuerzos por concebir hasta el momento no han dado frutos, encuentran en pleno bosque una nave extraterrestre con un bebé a bordo y creen que sus ruegos han sido escuchados y recompensados con un milagro. Sin embargo, diez años después, cuando su hijo llega a la pubertad y comienza a experimentar injustificables cambios en su carácter, y, coincidiendo con una serie de muertes violentas que agitan una población rural en general tranquila, las relaciones familiares se deterioran, los orgullosos padres empezarán a preguntarse si realmente conocen la verdadera naturaleza del muchacho al que criaron, y ambos se verán obligados a cuestionarse sus sentimientos.

La película da cuerpo a los temores albergados por todos los progenitores de que sus vástagos, de la noche a la mañana, se conviertan en absolutos extraños al alcanzar esa edad considerada difícil. Esa edad en la que un diálogo que antes parecía fluido, pasa a ser extremadamente complicado o incluso imposible.

En efecto, justo cuando Brandon entra en la adolescencia, esa pesadilla se hace realidad: comienza a dar signos de un cambio alarmante en su personalidad, hasta el momento dócil. Sin embargo, su caso no es del todo habitual; no sólo se vuelve díscolo y respondón, sino que además se advierte en el muchacho un creciente sadismo y una atracción morbosa hacia lo macabro. Parece que en lugar de querer descubrir el sexo, como la mayoría de chicos normales de su edad, él está interesado en explorar los límites del dolor y la resistencia del cuerpo humano.

En el fondo, esa curiosidad no parece del todo injustificada, ya que el joven acaba de comprobar que es del todo invulnerable —como efectivamente se creen todos los adolescentes—, posee fuerza sobrehumana y está dotado de poderes devastadores. De hecho, se acaba de enterar de que él es especial —como también se considera cada adolescente—, porque no fue adoptado sino que llegó de las estrellas.

Naturalmente, no pasan inadvertidas las semejanzas entre las circunstancias del protagonista y las de Superman. No obstante, esas coincidencias han de atribuirse únicamente al humor negro con el que el guionista decide abordar el argumento. Porque, lejos de ser una banal parodia, El hijo se revela una original parábola cuya mayor aportación reside en el metalenguaje, en lo que se intuye y sólo se confirma cuando se despoja al relato cinematográfico de sus apariencias, que lo disfrazan de “vulgar” película de superhéroes —o más bien de supervillanos—.

En realidad, El hijo analiza toda una serie de conflictos y complejos inherentes a la adolescencia de cualquier ser humano de cualquier era. Pero también, y mucho más interesante, examina rasgos propios de la adolescencia actual, la de última generación. Esa que, originando circunstancias inéditas en el pasado, incluso en uno relativamente reciente, suscita polémicas propias exclusivamente de nuestro tiempo.

La película refleja de forma cruda la escasa tolerancia desarrollada por los adolescentes contemporáneos a la frustración, lo que justifica el éxito de programas como Hermano mayor. Hoy en día, tristemente, no son tan raros los casos de padres que han de denunciar a sus hijos por malos tratos, y algunos jueces se ven obligados a dictar sentencias sin duda desgarradoras para ambas partes.

Descubierto el poder que acumula en sus manos y convertido en un pequeño dictador, para Brandon sus deseos pasan a ser órdenes que el resto de personas han de acatar sumisamente, pues los otros se convierten en meras marionetas que manipular hasta conseguir sus fines, y de las que prescindir sin remordimiento cuando ya no resulten útiles. Así, no duda en deshacerse violentamente incluso de su tío y sus padres, con los que juega como el gato lo hace con su presa.

Porque, en efecto, El hijo explota con éxito el recurso de la maldad infantil y la pérdida de la inocencia, argumentos en origen tabú que luego —esencialmente después de que Otra vuelta de tuerca, de Henry James, rompiese el dique de los remilgos, abriendo brecha— se convirtieron en fértil filón para la literatura y el cine de terror.

Y es que Brandon manifiesta un egoísmo y una falta de empatía descomunales, una indiferencia y ausencia de sentimientos hacia sus semejantes que parecen indicio de un trastorno médico grave, quizá ataraxia. Sólo reacciona y pierde los estribos cuando se le lleva la contraria o sus objetivos se frustran.

Esta incapacidad para ofrecer respuestas emocionales normales, si bien exacerbada, refleja un estado de ánimo que, quizá fruto de una permanente confusión entre realidad y ficción, empieza a resultar peligrosamente familiar en el mundo que nos rodea. Con el abuso de la televisión y los juegos de ordenador, la frontera entre ambas esferas acaba por difuminarse. El exceso de violencia y muerte en la ficción conduce a la normalización de ambas en la vida real, y desemboca en la apatía ante experiencias traumáticas que ya no se perciben como tales, porque el sujeto es incapaz de comprender el alcance de las mismas. Aunque también los adultos nos hemos inmunizado y parecemos cada día menos capaces de sentir, preocupantemente, este mal de nuestros tiempos está afectando mucho más a niños y adolescentes, los adultos del mañana. No tengo muy claro a qué clase de sociedad va a conducir nuestra desidia actual, pero no auguro lo mejor.

Al hilo de este desolador panorama, El hijo también reflexiona sobre la responsabilidad de los progenitores en las actitudes de sus hijos. Cegados por su deseo de ser padres, ambos, especialmente la madre, se resisten a reconocer que todos los indicios retratan a Brandon como un monstruo sin escrúpulos ni piedad. Y únicamente al final, ya demasiado tarde, se deciden a dar el doloroso paso de intentar eliminarle para salvar a la humanidad de ese azote.

Dicen que el amor es ciego, aunque nunca conviene cerrar los ojos ante la realidad. Especialmente porque esta no desaparece simplemente porque los párpados nos la oculten. Tampoco me parece acertada aquella famosa frase tan cursi —que tantos estragos ha causado y justificado—, la de que amar significa no tener que decir nunca lo siento. Muy por el contrario, quien ama no tiene reparos en pedir perdón cuantas veces sea necesario: por las acciones u omisiones, por los excesos o las carencias; por todo aquello que haya podido herir voluntaria o involuntariamente.

Un buen progenitor, un progenitor responsable que ame sinceramente a sus hijos, no defenderá posturas indefendibles por parte de estos, sino que les ayudará a ver sus errores y a corregirlos para que puedan ser más felices en la convivencia con los demás, y por tanto también se puedan sentir más serenos consigo mismos. Lo contrario, dar siempre la razón a nuestros hijos aunque no la tengan, denota en realidad un ejercicio de cobardía y soberbia: tememos reconocer que no hemos llevado a cabo nuestra labor como educadores y nos negamos a admitir que hemos fallado al desempeñar nuestro papel de padres. A menudo, al considerar injustamente a los hijos como una prolongación de nosotros mismos, incapaces de admitir nuestros propios fracasos y frustraciones, nos obstinamos en rebatir sus errores y defectos, acrecentando estos y reforzando conductas negativas que pueden convertirse en un hábito permanente también por nuestra culpa.

En definitiva, creo que el guionista de El hijo no pretendía parodiar a superhéroes al uso y sus intenciones iban mucho más allá del simple entretenimiento. Sospecho que su objetivo consistía en tratar un problema francamente serio que nos amenaza, y ante el que seguramente no se siente indiferente. Diría que esta película está cargada de sanas intenciones. Aunque también me parece que ese mensaje en absoluto banal que nos convendría escuchar se ve eclipsado por la escalada de violencia visual, por el exceso de escenas truculentas que caen en el gore y que distraerán la atención de la mayor parte de espectadores, que probablemente acabe por no reflexionar demasiado sobre el núcleo argumental de la tragedia —quizá ni siquiera tan ajena o lejana— a la que está asistiendo, reducida en sus cerebros a mero espectáculo de consumo inmediato, de usar y tirar, de ver y olvidar.

Sin embargo, El hijo dista mucho de ser únicamente una versión diabólica y macabra de Superman. Este estreno, aunque seguramente pasará bastante inadvertido, resulta inquietante y da miedo. Incomoda por momentos y hace que nos agitemos en la butaca e incluso que apartemos la vista en algunas escenas. Más que porque nos repugne la casquería que se nos ofrece con generosidad, debido a que, seamos padres o no, resulta muy difícil asumir con indiferencia nuestra parte de responsabilidad en el rumbo perverso que han tomando las relaciones entre adolescentes y adultos. Y es que El hijo revuelve estómagos delicados, pero también remueve conciencias dormidas.

Ficha técnica

Título original: Brightburn

Año: 2019

Duración: 90 min.

País: Estados Unidos

Dirección: David Yarovesky

Guión: Brian Gunn, Mark Gunn

Música: Tim Williams

Fotografía: Michael Dallatorre

Reparto: Jackson A. Dunn, Elizabeth Banks, David Denman, Meredith Hagner, Matt Jones, Jennifer Holland, Steve Agee, Becky Wahlstrom, Stephen Blackehart, Terence Rosemore, Annie Humphrey, Christian Finlayson, Emmie Hunter, Mike Dunston, Gregory Alan Williams, Elizabeth Becka, Gwen Parrish, Leah Goodkind, Shaun McMillan, Michael Rooker

Productora: H Collective . Distribuida por Sony Pictures Entertainment (SPE). Productor: James Gunn

Género: Ciencia ficción. Terror | Superhéroes. Extraterrestres

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