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De Albarcas y Gigantes
(I.- San Cristóbal de la Vega: Entre lo efímero y lo eterno)
Y al andar la alborada
removiendo las huertas,
mis abarcas sin nada
mis abarcas desiertas.
(Abarcas vacías. M. Hernández)
Para el mayor pensador del siglo XX, Heidegger, el paradigma del arte, era un cuadro que refleja unos zapatos viejos de labriego, como el de Van Gogh. Miguel Hernández (a cuyo lado Heidegger era un enano en lo moral), de niño fue pastor de cabras y nos legó unos versos sobre sus albarcas de zagal en la noche de reyes. Heidegger, rector de la Universidad de Friburgo, acertó a imaginar lo que Miguel Hernández, pastor de cabras, solo tenía que recordar: que el viejo calzado evoca la fatiga sobre los surcos, las heladas, los crepúsculos y las alboradas, la ilusión y el llanto. Las páginas del filósofo con su razón y del poeta con su pasión, conmoverán durante siglos.
Pero ninguno de los dos se acordó de describir qué clase de ser humano se esculpe a base de gastar albarcas en el campo. No es lo mismo vivir subido en unas albarcas que vestir un mono de fábrica o un traje de oficina. Los dos genios se olvidaron de describir lo más importante del viejo calzado de campo: el tipo humano que se iba formando sobre ellas.
LA HISTORIA: AÑOS 60. San Cristóbal de la Vega (Segovia).
El niño quedaba deslumbrado cada vez que veía las enormes albarcas en su casa. El impulso infantil le llevaba a poner un pie dentro de una de ellas, delante de ese pie ponía el otro y comprobaba atónito que sobraba albarca para más pies. A los ojos del niño, el dueño del calzado tenía que ser por fuerza, un gigante como Sansón, que por grande que fuera, no podía tener un pie mayor.
El gigante llegaba con el alba y arrancaba el Lanz, con su padre (¡ay! cuanta vida entonces). El tractor tosía como una vieja achacosa y exhalaba vahídos de humo negro. El único cilindro se desperezaba poco a poco y cuando al fin arrancaba, más que explosiones de motor, provocaba un bombardeo de manicomio, que dejaba una humareda oscura y espesa.
Subían al muchacho al pescante del remolque y al llegar a la huerta le enseñaron a conducir el artefacto. Podía manejar el acelerador y el volante a duras penas, pero no tenía fuerzas para pisar freno ni el embrague, ¡aún poniendo sobre el pedal los dos pies!.
Conducía por la huerta para acarrear y si padre a un lado y el gigantón a otro, iban echando paquetes de alfalfa al remolque. Como no podía frenar, tenían que correr. Hay que considerar que acarrear paquetes de alfalfa verde a la carrera, es deporte completo y esfuerzo olímpico.
El gigantón se subía al tractor cada cierto tiempo y lo paraba para que poder tomar resuello. Miraba muy serio al niño, con el rostro congestionado y bañado de sudor:
– Estudia majo. ¡Estudia, aprende y vuela!. El campo es para nosotros. Tú vuela.
Su voz era firme y plácida. Era tímido y hablaba lo justo. Asumía su destino con la misma naturalidad que el color de su cabello. Pero no perdía oportunidad de persuadir al muchacho para que no corriera su suerte.
– ¿Qué quieres ser de mayor majo?
– Torero como el Cordobés.
– Para ser torero habrás de estudiar mucho. No querrás ser un torero tonto. También puedes ser médico.
Don Vale, el médico del pueblo, era el terror de los niños. Había venido a este mundo provisto de un artilugio para dar puñaladas por la espalda. Cuchilladas de aguja que apestaban a alcohol.
– Mejor que médico, prefiero ser futbolista, como Gento, respondía el niño.
– ¡Anda que no hay que estudiar para ser futbolista! ¡Y encima hay que entrenar!. Yo creo que es mejor médico. Tú sabrás. ¡Pero estudia, aprende y vuela!
Calzado con sus viejas albarcas, tocado con un descompuesto sombrero de paja, el gigantón manejaba el gario con precisión y delicadeza.
No descomponía la serenidad del rostro, ni aún cuando quedaba exánime por el esfuerzo, caminaba muy recto y ejercía un control firme y calmo sobre su enorme fuerza. No usaba el dedo índice, no se sabe si por lesión o por fineza. No se le conocía maledicencia, ni mostraba ira. Su espíritu se reflejaba en su cuerpo y era quietud, sobriedad y fortaleza. Todo él era una columna dórica. Su estampa, toda mesura, placidez y vigor, era de una elegancia natural, rara y exquisita.
Sobre sus albarcas, caminaba despacio y hablaba reposadamente. Su ambición personal era ajena a él: que otros cumplieran el sueño que a él le estuvo vedado, estudiar primero y volar después. El sentido de su esfuerzo, su triunfo era el vuelo de los otros.
Si el cuadro de los zapatos de labriego es el paradigma del arte para el más grande pensador del siglo XX, este coloso sobre sus albarcas, es el paradigma de una gigantesca dignidad, sobria y elegante.
Erguido sobre sus albarcas triunfó el terco gigantón: aprendimos y como él decía, volamos. Hoy tras haber diluviado los años, sabemos (Sócrates lo advirtió) que volamos sobre el abismo de nuestra ignorancia: ¡Pero volamos!
Jose Luis Escobar
Sobre “Las abarcas desiertas” de Miguel Hernández:
Declamada por Manuel López Castilleja
http://www.ivoox.com/miguel-hernandez-las-abarcas-desiertas-audios-mp3_rf_216476_1.html