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Cuidado con qué llenamos la España vacía
- Daniel Gascón acaba de publicar una novela sobre los pueblos despoblados, ‘Un hispter en la España vacía’
- “Es una divertida narración sobre urbanitas que comen quinoa, ejercen una ideología vagamente ecológica y se instalan en el campo huyendo del mal de la ciudad”
- “Farsa de enorme gracia y finamente dibujada, en realidad nos está avisando de que el problema de la España vacía es con qué o quienes la llenamos”
Si hay un género que nos va como anillo al dedo ese es el de la farsa, anclada en el expresionismo propio del Barroco, donde el trazo gordo es consustancial, al igual que el reírse del prójimo hasta la extrema crueldad, rasgo común en los procesos medievales y que nosotros heredamos en una especie de mitología donde se juntaba el guerrero de linaje añoso, un país de fidalgos y de fijosdalgo, con el muerto de hambre, sin remisión alguna y donde el orgullo del apellido se aunaba al crimen por quitarle al vecino unas migajas. Esta realidad, la de la picaresca y la de nuestro Quevedo, triunfó sobre la comprensión del humanismo de Cervantes, probablemente lleno de Iluminismo y, por lo tanto, manchado de herejía, una comprensión del ser humano que dio lugar a una de las creaciones más hermosas de la literatura occidental en la figura de don Quijote y que fue mucho más comprendida en Inglaterra, por ejemplo, que en nuestro país.
Valle Inclán y Camilo José Cela quizá hayan sido los representantes más señeros de la farsa en el siglo pasado y que en el cine ha dado obras maestras, como ciertas películas de Berlanga, desde luego Viridiana, de Luis Buñuel o Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda, y cito esta última aposta porque viene a cuento al enlazar el género con el tema que nos ocupa, el de la novela que acaba de publicar Daniel Gascón sobre los pueblos despoblados, Un hispter en la España vacía (Literatura Ramdom House, 2020), una divertida narración sobre los urbanitas que comen quinoa y ejercen una ideología vagamente ecológica y que se instalan en el campo huyendo del mal de la ciudad, que en realidad es malestar de uno mismo, en este caso un amor contrariado, y que terminan llevando el caos a unas poblaciones que languidecen acosadas por los precios a la baja de las multinacionales, y que pasan sus vidas entre mujeres que cosen, machismo exacerbado y puticlub a las afueras, en justas palabras de Alberto Olmos, y que el urbanita, en un exceso de celo arcádico, pretende remediar plantando quinoa y cosas así y, de paso, acumulando la mala leche de los vecinos del pueblo que no aguantan semejante intromisión que poco o nada tiene que ver con sus preocupaciones.
Lejanos están los tiempos de El malvado Caravel, de Fernández Florez y que llevaron al cine Edgar Neville en 1935 y Fernando Fernán Gómez en 1955, donde el urbanita hace una excursión a la sierra y al respirar aire puro enferma sin remisión por lo que los amigos piensan que el único remedio para que sane consiste en echarle humo de cigarrillo para que lo respire. Ahora el urbanita va al pueblo y cree que regresa a los orígenes cuando es probable que haya ya por medio varias generaciones que le separan de esos supuestos ancestros, y no sólo no enferma sino que hace que enfermen los del pueblo.
En Un hispter en la España vacíaesa falsa apariencia arcádica esconde en realidad una profunda herida que poco o nada tiene que ver con lo rural. El problema de escapar de ese modo es que uno no cambia de lugar sino que se traslada porque en realidad uno no puede escapar de lo que es, de lo que lleva y de lo que goza y padece. Daniel Gascón (Zaragoza, 1981), editor de Letras Libres, es autor de una novela, Entresuelo; tres libros de relatos, El fumador pasivo, La edad del pavo y La vida cotidiana y un ensayo ya célebre, El golpe posmoderno, sobre aspectos insospechados del procés, como es el de su vocación de confundir la realidad con la que se vive en lo virtual, y que suele ser producto de las modernas técnicas de publicidad aplicadas a la política donde el éxito de una campaña se confunde con un cambio social.
A Enrique, nuestro protagonista, se le va la novia y no se le ocurre otra cosa que huir de ese embrollo al pueblo de su tía, La Cañada, un lugar de Teruel que representa el típico paisaje de lo que se ha dado en llamar la España vacía. Allí le da por hacer yoga mañanero, cultivar quinoa en un huerto ecológico, se sube a las eras en busca de la era ideal donde haya cobertura para alimentar su Instagram y, después de todo esto, monta un taller sobre nuevas masculinidades y pone el nombre de Gramsci a una calle. Pero Enrique es hombre capaz de remontar, cuan Quijote en pueblo del Maestrazgo, enormes dificultades sin igual y sin dejarse amilanar por el cartel con el que algunos le han dado la bienvenida, “Forastero gilipollas”, termina por llegar a alcalde, que es cuando le da por aquello de Gramsci y poner películas coreanas con subtítulos en el frontón e instruir a los habitantes sobre el problema del racismo con el moro que vive en el pueblo que en realidad está más integrado que él…
Farsa de enorme gracia y finamente dibujada, en realidad nos está avisando de que el problema de la España vacía es con qué o quienes la llenamos. Ya nos lo dijo de otra manera y con extrema lucidez José Luis Cuerda cuando los habitantes del pueblo nacían de repollos, comentaban novelas de Faulkner y algunos volvían a escribir Ada o el ardor… Seguimos en la farsa. Pues eso.