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COMPARTIENDO DIÁLOGOS CONMIGO MISMO
Me ensimisma crecer con la esperanza
del niño que fui, del hombre que soy.
Tras la noche continuamente llega la luz,
que nos aviva, que nos despierta.
A mí perenemente me gusta animarme
con el camino, reanimarme con la vida.
Aunque las sendas parezcan túneles,
sin primavera alguna, yo me injerto
abecedarios de alegría en el corazón
y sueño con el regocijo de vivir,
pensando en abrazarme al amor,
por el que vivo y me desvivo cada día.
Me gusta cultivar la ilusión del niño
en mi seno, la convicción de que Dios
nos acompaña y acompasa en silencio,
dándonos aliento, abriéndonos paso,
conduciéndonos y reconduciéndonos,
por muy oscuros que sean los momentos.
Ahí está la angustia del crucificado,
el dolor de la ausencia, el sufrimiento
de un hombre torturado, muerto,
despojado de Dios, ensuciado de mundo,
que retorna a la belleza de la poesía,
porque el amor siempre vence y convence.
Tras esta cruz, pues, nace la bondad,
con el naciente del amor que da savia,
y, al florecer, todo se engrandece.
Es Jesús Resucitado el que nos consuela,
dejémonos custodiar por su Palabra,
y que sea el Verso quien nos transforme.
Veámonos en este celeste cielo de salmos
y de salves, tomemos esta inspiración
como un modo de ser, hagamos una lista
de hábitos y, al formular las plegarias,
saltemos de gozo que la gracia es grande:
¡Alabar a Dios por siempre y para siempre!
Víctor Corcoba Herrero
2 de abril de 2016