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CON LARGAS FALDAS ENTRE ANTROPÓFAGOS Y MANDARINES
Ediciones Casiopea publica las andanzas de las trotamundos victorianas por el Lejano Oriente
A pesar de declaraciones como esta: «Una dama no debería jamás desplazarse sin acompañante a un lugar recóndito», de boca de un editor inglés de guías de viajes del siglo XIX descubrimos cada día nuevas damas victorianas que se aventuraron por países remotos. Ediciones Casiopea, y en concreto, su directora, Pilar Tejera, apasionada de las trotamundos decimonónicas, ha contribuido en gran parte a su conocimiento por parte del público. En este nuevo libro, se recogen las andanzas de algunas de estas aventureras por zonas del Lejano Oriente como China, Japón o el Sudeste Asiático. En palabras de Pilar Tejera, autora también de otros libros dedicados a las trotamundos victorianas: «Mientras se cuestionaba la capacidad de la mujer para desenvolverse sola, muchas de ellas lograron liberarse de las limitaciones de su educación victoriana participando en el juego masculino de la exploración y también, en el conocimiento del imperio “extramuros”».
No todas eran solteronas feas y excéntricas
«Durante mucho tiempo el común estereotipo fue el de que todas ellas eran unas solteronas feas y excéntricas rebelándose contra las restricciones de género de la sociedad victoriana. Llevó un tiempo el reconocimiento de su figura, de “su belleza”, de los diversos contextos en los que viajaron y de la variedad de modos, itinerarios y actitudes que adoptaron». La autora ha recogido en su libro un conjunto de viajeras de lo más dispar, pero a las que les unió su curiosidad.
«Hoy sabemos que contaron sus vivencias de una manera diferente a la de los hombres. La mayoría hablaron a través de “las sensaciones”, y esto enriqueció enormemente la literatura viajera de la época restándole academicismo y pomposidad».
Una era marcada por las exploraciones
Todo esto ocurría en un período de cambios producidos a nivel mundial. Fue el primer siglo en el que tuvo lugar una interacción generalizada entre las culturas. Parte de ello fue resultado de las guerras, pero la colonización y la consolidación de las grandes potencias europeas también contribuyeron. Los europeos comenzaron a viajar por placer gracias al ferrocarril y a las grandes embarcaciones. Cuando la poderosa armada británica erradicó la piratería, cuando surgió el barco de vapor y se abrió el canal de Suez, se facilitaron los viajes al extranjero. Y en este escenario no pocas damas se aventuraron por países remotos como la China o Japón.
«La mayoría pertenecían a una clase social media imbuida de firmes principios familiares, sociales y religiosos, y por ello resulta más sorprendente descubrir la facilidad con la que muchas de ellas se desprendieron de tales principios para adecuarse al entorno que les tocó vivir», afirma Pilar Tejera.
Poco queridas por los editores y por la sociedad
Con frecuencia encasilladas bajo la etiqueta condescendiente de “excéntrica viajera”, estas aventureras hicieron frente a la sátira o la censura al romper con las normas de la feminidad comúnmente aceptadas. Al principio, pocos editores aceptaron y apostaron por sus escritos de viajes. Solo los más avispados intuyeron que con sus narraciones y puntos de vista, podían ejercer una poderosa influencia en la sociedad, y ellos de paso, ganar dinero con sus libros. Este fue el caso de Jhon Murray, editor de la trotamundos Isabela Bird, primera mujer admitida miembro de la Real Sociedad Geográfica de Londres. Pese a los logros y descubrimientos de mujeres como ella, hasta bien avanzado el siglo XIX las instituciones científicas no hicieron gran cosa por revisar la poca estima que les merecía la incursión femenina en un asunto considerado patrimonio del hombre. Viajar, visto como un complemento en la educación de los jóvenes acomodados y un ejercicio saludable, resultaba poco recomendable para la mujer.
En su propio velero, misioneras, pintoras, trotamundos e institutrices
«Su sexo y su entendimiento las hacen ineptas para la exploración y este tipo de trotamundos femeninos es uno de los mayores horrores de este fin de siglo XIX», declaraba Lord Curzon desde su silla de presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres. Pese a ello, la mujer hizo oídos sordos a declaraciones como esta. Beth Ellis en Burma, Annie Brassey navegando en su propio velero, Mary Crawford Fraser viajando como esposa de un diplomático a Pekín y Tokio, Alicia H. Neva, casada con un empresario establecido en China, la misionera Annie Taylor en las estribaciones del Tíbet, las trotamundos Isabela Bird, la pintora Marianne North, perdida por las junglas de Java y Sumatra, Ida Pfeiffer, desconcertando con su humor a los antropófagos de Borneo, Constance Cumming, pintando los volcanes activos en Japón, Marie Stopes, recogiendo fósiles en Japón, Anna Leonowens el rey de Siam (El rey y yo), Harriet McDougall, viviendo en Borneo durante veinte años, Emily Innes en las ciénagas de Malasia, Sophia Raffles en las selvas de Sumatra, Helen Caddick recorriendo China y Japón, o Eliza Scidmore, a quien se debe los cerezos japoneses a orillas del rio Potomac, en Washington DC, son algunas de las protagonistas de este libro que pone de relieve que aquellas mujeres merecieron su propio espacio en el siglo de las exploraciones.