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Claudia Masin nació en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Es escritora y psicoanalista. Coordina talleres de escritura. Fue docente de la materia Poesía en la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes de Argentina. Publicó diez libros de poesía, (entre ellos Geología, La plenitud, El verano, La cura, La siesta) dos antologías de su obra y una edición de su Poesía Reunida en Argentina, España, México y Chile. Su libro La vista ha obtenido por unanimidad el Premio Casa de América de España en 2002. Su libro Abrigo ha obtenido una mención del Fondo Nacional de las Artes en 2004. Su libro Lo intacto ha obtenido un premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina en 2017. Su poema Tomboy del libro Lo intacto, en traducción al inglés de Robin Myers, ha ganado el premio 2019 de la revista Words Without Borders/Asociación de Poetas Norteamericanos de EEUU.
Textos suyos han sido traducidos al francés, inglés, sueco, portugués e italiano.
La helada (La plenitud, 2010)
Quien fue dañado lleva consigo ese daño,
como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es inocente una helada
cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío,
su necesidad de caer, había esperado
-formándose lentamente en el cielo,
en el centro de un silencio que no podemos concebir-
su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin ansiar la descarga,
aunque en ese rapto destroces la tierra,
las casas, las vidas que se sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el mundo a salvo,
durante largas estaciones en las que el tiempo se divide
entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los unos a los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y ser curados.
Potrillo (La cura, 2015)
Cada uno carga su familia como los mendigos sus bolsas raídas,
esas cosas que ya no sirven para nada,
pero no se pueden abandonar: son parte del propio cuerpo,
del camino recorrido. Es difícil soltar lo que nos ha acompañado
tanto tiempo, aunque lastime y agobie, y la espalda se incline
bajo el peso. Como si fuéramos la muesca diminuta
sobre el arma disparada en un pasado remoto,
en una tierra desconocida decidieron por nosotros, antes
de que naciéramos, hasta los muertos que tendríamos que llorar.
Pero si nos acompaña una multitud a cada paso, pienso,
el aislamiento no resuelve nada. Ni construir una cabaña
con las propias manos en el monte impenetrable,
darle la espalda al mundo y a los demás, volverse un paria
que ha rechazado su lugar entre los otros
para quedar libre de una deuda
que de todas maneras va a tener que pagar. Entonces,
si los cuerpos reunidos al principio
quedan atados por un nudo que atraviesa el tiempo, una cuerda
increíblemente firme, imposible de desatar,
¿cómo ser en la vida algo más que una especie
de fenómeno natural: un latigazo del cielo, un rayo
que destroza sin razón y sin sentido, o al revés,
una lluvia suave que reverdece el campo seco y trae alivio
a los cultivos casi muertos? Es decir,
¿cómo ser algo más que un impulso ciego
que actúa sin voluntad de hacer el bien ni el mal,
por pura inercia desprendida del pasado, de los terrores,
los deseos, las pasiones de la tribu?
A veces creo, pero es una cuestión de fe, no sé si es cierto,
que se puede construir una familia a partir de cosas ínfimas
que no forman parte de la historia contada
a través de las palabras o del cuerpo de los que amamos.
Que podríamos descender en el tiempo
hasta el instante en que aún no habían empezado ni la fealdad
ni el miedo, a través de una memoria física que nos devuelva
la humilde y pura gracia de respirar. Hablo
de atarnos a detalles tan insignificantes que no serían jamás
parte del drama y por eso mismo no podrían
convertirse en el hueso de tu infelicidad.
Sería tan distinto, claro,
si tu familia fuera el día en que conociste el verano,
la primera experiencia de alegría bajo un chorro de agua
en el sopor pesado de la siesta, el olor de la tierra mojada
y el contacto del pasto en los pies descalzos. La risa, levantándose
como la bruma del calor hacia lo alto. Si fuera tu destino ese punto
del pasado, ese resplandor que quedó grabado a fuego,
clavado en tu carne como la herradura en la pata de un caballo joven,
de un potrillo que en el momento de entrar al establo
se retoba y corre y es capaz de fugarse de la vida que le espera.
La luz de la luna (Lo intacto, 2018)
Hay quienes no formamos parte de la especie
más que como el error, la anomalía que confirma la precisión
y el equilibrio de las cosas. Como las crías enfermas,
defectuosas, que las perras apartan alzándolas del cuello con la boca,
no se espera de nosotros ninguna fortaleza ni coraje. La mayoría de las veces
no hace falta matarnos: el cuerpo vaciado del amor
y del deseo de los otros pasa rápido. Una mancha en el cielo
que pocos llegan a ver antes de que se apague
a miles de años luz, sin poder hacer contacto con la tierra,
sin que nadie la extrañe. Pero algunas veces,
contra todas las probabilidades, una raíz crece desaforada,
sostenida en el aire hasta clavarse en la materia,
arrastrada por un deseo salvaje, por el empuje de la vida
que resiste aunque sepa que en ese esfuerzo descomunal
corre el riesgo de quebrarse. Dejá
que tu cabeza descanse en mis manos, me dijiste, prometo
no soltarte. Y yo, que lo único que sabía
era que había que escapar del amor como quien escapa
de una pedrada en el pecho, un golpe bien dado en el lugar
más vulnerable, me quedé
sin embargo en ese abrazo y fui curado
de las enfermedades de los otros, de lo que hicieron conmigo
para salvarse. No hizo falta que nadie más me tocara. Un cuerpo
sostenido en otro cuerpo se vuelve una casa.
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