Celuloide y silencios, las fronteras de la guerra
Perfil de un Premio Pulitzer, Rodrigo Abd
Le costaba respirar, el interior de la carreta y el pajonal que lo cubría desde los pies a la cabeza le impedía todo tipo de movimiento, es más, cualquier meneo de la paja los delataría, Rodrigo junto al camarógrafo Ahmed intentaban no respirar, fuera, un cordón de militares sirios se encontraba vigilando los accesos. Entrar había sido dentro de todo fácil, el salir podría ser la última jugada sobre un tablero en el que no cabían más muertos.Fotorreportero nacido en Buenos Aires durante la primavera de 1976, ganador junto a otros fotógrafos de la AssociatedPress del Premio Pulitzer en el año 2013 por la cobertura del conflicto armado de la guerra civil en Siria. RodrigoAbd se ha convertido desde el 2003 en una de las promesas del periodismo argentino.
El gobierno oficial no estaba dando visas a personal de prensa, todo Oriente Medio era una olla en estado de ebullición y nadie en la comunidad internacional quería levantar la tapa. Sin embargo, esto no fue impedimento para que un joven fotógrafo decida abordar un avión que luego de varias escalas lo depositaria en Antioquia, donde a pie y acompañando a un camarógrafo marroquí intentaría, escondido en un tractor por un grupo de contrabandistas, llegar al Ejército Sirio de Liberación. Una facción de la sociedad que había decidido tomar las armas ya cansada de los crímenes que venía llevando adelante el líder del país Bashar Al Assad.
Parece uruguayo, el mate amargo lo acompaña en cada viaje hacia una nueva fotografía, “para dulce está la vida”, dice con cierta ironía, como quien intenta convencer al resto de la caterva que no hay nada más agrio que la vida misma. Pelo largo entremezclado con rulos, una barba tupida que acaricia cada vez que se encuentra ante una situación crítica, un andar parsimonioso y seguro lo hace un blanco fácil, pero eso parece no preocuparle. Las fotos parecen rimar cada vez que dispara la cámara, el horizonte se estanca allá a lo lejos y la imagen viene hacia delante, se aquieta como el agua esperando la tormenta que aún no ha de venir.
A comienzos de 2003 tomó su notebook y la cámara de caja antigua y se dirigió hacia Guatemala, con foco en la realidad latinoamericana retrató a los aborígenes, una suma de adrenalina y tensión extrema se apoderó de sus ojos. Esos mismos años, las Maras, pandillas callejeras guatemaltecas lo llevaban para retratar la corredera de sangre que dejaban a su paso. Un rojo carmesí, que, junto con el iris y el diafragma, bailaban al son de un silencio sepulcral, entre la muerte y la desesperación de los familiares de sus víctimas.
La mirada de terror del niño detrás de la 9 milímetros cortaba como una gillette el aire del salón de exposición en 2011, el país centroamericano albergó una muestra de sus fotografías que aún resuenan en los pasillos de la sociedad toda. En “A Peace More Violent than War”, una paz más violenta que una guerra, los servicios fúnebres enmarcaban los planos y los féretros abiertos daban ese no sé qué en la metrópoli del que se cómo. Una escuela en el centro mismo de la capital guatemalteca, un banco en la penumbra, la puerta entreabierta, un haz de luz que muestra lo inmostrable. Una concatenación de cementerios, Argentina, Bolivia, Haití, Afganistán, Perú, Siria, Libia y Guatemala. Celuloide y silencios, fronteras de la guerra.