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CAUTIVADORA CIRCE , POR ANTONIO COSTA GÓMEZ
George Romney a finales del siglo XVIII estaba enamorado de lady Hamilton, la amada del almirante Nelson. (También la amó Goethe en las fiestas de Nápoles). Y la pintó con los rasgos de Circe.
Circe es la maga que retiene a Ulises en su camino a Ítaca. Es la que impide el regreso al hogar, el cumplimiento del deber. Ella pone la pasión antes que el deber. Le proporciona al héroe unas experiencias increíbles y convierte a sus compañeros en cerdos.
Circe es la maga y defiende la magia. Defiende las transformaciones oníricas en lugar de llegar a los destinos. Defiende la experiencia intensa en lugar de volver a la casa de siempre. Defiende el vértigo como las sirenas. Pero aquel Ulises era tan sensato, tan razonable.
Aquel Ulises no había leído aún a Cavafis. No pensaba qué coño importaba llegar pronto a Itaca, no pensaba como Cavafis que lo mejor es vivir la vida antes de perderla. Que lo importante del viaje no es llegar a ninguna Itaca, sino vivir la magia de los instantes, la eternidad de los instantes.
Aquel Ulises tampoco había leído a Cunqueiro. Pero Homero sí que los había leído de algún modo. Homero nos puso esos episodios para que pudiéramos vivir antes de cerrar el libro. Antes de que los recitadores terminaran de recitar. Nos puso todo eso para llenar el libro como Lucano puso en “La Farsalia” a la maga de Tesalia. Qué soso hubiera sido llegar simplemente a Itaca de manera funcional.
Como quieren los que construyen carreteras, los que nos suben a aviones. El mundo se está resumiendo y se le quita todo su sabor. Toda su pasión. Con la obsesión de la rapidez se elimina la vida entera. Pero Circe nos daba la vida. Nos transformaba en cerdos como se transformaban los personajes celtas. Y nos hacía alucinar. Y nos cautivaba porque ella tenía el encanto. Nos encantaba porque era encantadora. Igual que aquellas diablesas de que hablaba Potocki en su “Manuscrito hallado en Zaragoza”, que apartan al viajero de la funcionalidad de su viaje.
Romney puso en ella la fuerte personalidad, el salirse de la compostura, la sensualidad impetuosa. Tiene el pelo casi suelto en ondas grandiosas, no cautivo en un peinado. Los ojos grandes y negros están llenos de misterios y de propósitos que no se sospechan. La boca grande y entreabierta, llena de sensualidad e invitación, casi besa al que la mira. La tez es pálida pero las mejillas están sonrosadas por el fuego y la fiebre.
El escote amplio muestra el comienzo de los pechos. La mitad del rostro está envuelto en sombra, los contornos se difuminan, se acentúa la morbidez y la sugerencia. Y de fondo no hay un salón de ceremonias con su mobiliario de alta sociedad , sino la pura sombra, las pinceladas agitadas, la indefinición que invita a todo.
Romney pinta a su amada como una bruja apasionada, como la pasión cósmica contra la represión de los clérigos, como lo salvaje contra los códigos de la sociedad. El fervor contra la ceremonia, la noche contra el día. Las confidencias de una mujer contra las conveniencias de una dama.
Romney sueña unos momentos de libertad con ella, conocerla apasionadamente, asomarse a su misterio. Entrar con ella en lo salvaje, en el mito. Ese cuadro es una declaración de amor en la noche.
Quién no se desharía en besos con una mujer que se desborda con esa boca. Quién no se acercaría a esos ojos que se salen de la Historia y las declaraciones sociales. Quién no se olvidaría de su Ítaca. Quién no soltaría ese pelo que ya está a punto de soltarse. Quién no se lanzaría a esa noche.
Fue mi magia culminante en la Tate Gallery de Londres hace un año. Quería sobre todo ver ese cuadro, esperé mucho tiempo a que abrieran el museo. Había deseado tanto verlo, desde hacía años. Aprendí tanto de esa lady Hamilton retratada como Circe.
Me dejé llevar tanto por ella, le dije que tenía razón. Hablé durante horas exaltado con ella en las noches. Para mí ella tenía para mí “el fuego y el sueño”, como titulé uno de mis libros. El año pasado, al filo del otoño, conseguí por fin contemplarla.
Quiero hablar en defensa de Circe. Quiero defenderla contra los que quieren simplemente llegar a su casa, a lo cotidiano. Y quiero defender a Romney que, aunque lo consideran un clásico, pintó a su amada imposible con los rasgos de Circe. Que vio en ella toda la personalidad y todo el embrujo que tenía Circe. Y aunque digan que era un clásico pintó como si Shakespeare pintara.
ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR