Las Máscaras del Diablo

Así comienza Las Máscaras del Diablo

CAPÍTULO I

Gijón, 10 de noviembre de 1930 Penal de «El Coto»

Capítulo I

         A media noche igual que lobos aullando, oía al viento colarse por las rendijas de la ventana, algunas veces me parecía el llanto de espíritus errantes vagando sin rumbo; otras, quejidos de sufrimiento aterradores, como de ultratumba o venidos del más allá.

       Con espanto a mi mente acuden los fantasmas que unas noches atrás, con luna clara, vinieron a visitarme; me dijeron que no me queda mucho de estar en este infierno y que el reino de los muertos se estaba abriendo para mí. Por ello, antes de que mi nombre: Roberto Salinas Hoz, hijo de Juan y Lucía, sea tachado del libro de los vivos, les he pedido un poco más de tiempo, el suficiente para aprovechar el escaso aliento que me queda a fin de volver revivir el pasado recorriendo en mi mente el camino tantas veces andado, y en el que nunca encontré una explicación de por qué el 24 de junio de 1909, con tan solo veintisiete años me encerraron en esta mazmorra, de cuál fue mi crimen. La balanza de la justicia no siempre sostiene los platillos en equilibrio y ni siquiera con ese desequilibrio fui juzgado obligándome a permanecer cautivo entre los húmedos y fríos muros de piedra de este mausoleo: «Pendiente de causa».

     Los espectros, sin decirme nada, convirtiéndose en halcones nocturnos, salieron volando por la enrejada ventana: En poco tiempo regresarán por mí.

        Hoy aquí dentro hace mucho frío, mi cuerpo reseco que ya apenas produce sombra ni genera calor ahora está sufriendo la tortura de los dolores reumáticos, por eso estoy sentado en el

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catre, encogido con las rodillas contra el pecho, cubriéndome el cuerpo con una raída manta; entre mis amarillentas y huesudas manos mantengo un cuaderno en el que a simple vista todas sus hojas parecen en blanco y, sin embargo, cada una de ellas contiene mil fábulas, mil recuerdos, mil cartas de amor.  

         Puntual como siempre, a las siete, mi carcelero ha metido por la trampilla de treinta por veinte centímetros una pequeña bandeja con un mendrugo de pan y un par de piezas de fruta de sangre.

        Me ha dicho que en la calle hace mucho frío, y que anoche ha pasado mucho miedo; que le parecía el fin del mundo por la tormenta que lo ha arrasado todo, arrancando árboles, tejados y chimeneas que salían volando. Luego de un golpe cerró la trampilla y se marchó, con la bandeja en las manos me quedé escuchando sus pasos alejarse mientras ensimismado veía la bruma  a través de la pequeña ventana.

       Mis pensamientos han sido interrumpidos al escuchar como otro de los guardianes con voz monótona, sin pausas, mal canta «El Coro de los Esclavos». Al oírlo, la nostalgia y los recuerdos me han hecho su presa recorriendo por mi cuerpo un escalofrío que ha entumecido aún más mi consumido cuerpo; recuerdo bien aquella tenebrosa noche, la noche que sentí este mismo estremecimiento.

     

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         Ahora que por fin se ha callado el pajarraco de malagüero, poseído por la melancolía, siento que es el momento de revivir el pasado dejándolo escrito, sabiendo que cuando termine los fantasmas regresarán para sacarme de aquí.

          Sentado frente a la mesa, hago un espacio apartando el plato de fruta, el pan y la jarra con agua; con el tintero frente al cuaderno abierto, y mi pluma mojada con el espeso y negruzco color de la noche, empujada por el viento de los recuerdos, dejará encarcelados en el papel una parte de mi existencia.

         Todo comenzó una noche de «San Juan» en el interior de una taberna, en el que un hombre; Miguel Munset, como lanzándome un hechizo o una maldición me narró una historia.  

 

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las mascaras del diablo

Carlos J. Rascón

Impactante, repleta de escenas de suspense, humor, ironía, sexo y una profunda psicología del ser humano.

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