Caminito argentino, corazón español

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Fernando Rivero
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Detesto el lenguaje co-educado y la corrección política. Creo que son inventos del Poder para desnaturalizar la lengua y minar nuestra propia libertad de expresión, excesiva, según su parecer. Si tenemos que andar midiendo nuestras palabras para no ofender al puritano, que en cualquier caso se hará el ofendido -porque es su condición-, no podremos expresarnos con espontaneidad y hablaremos todos de un modo parecido, sin salirnos de la estrecha senda que nos marcan. Ese camino nos lleva inexorablemente al Pensamiento Único. No encuentro a priori lo negativo de palabras como negro, gitano o gordo, así que me siento con libertad para utilizarlas cuando me venga en gana.

Pero más aún que este lenguaje estúpido y absurdo, detesto esas palabras que son intrínsecamente despectivas. Éstas definen más a quienes las utilizan que a lo que nombran. Jamás me oiréis decir mariposón, negrata o charnego. Hasta escribirlas me produce escalofrío. Si tengo la tentación de decir polaco, me acuerdo de Lluís Llach o de mi familia catalana y eso me basta para no usarla. Me pregunto cómo podemos denigrar con una sola palabra a un colectivo formado por infinidad de personas, entre las cuales habrá gente de todo tipo y, seguro, muchas dignas de nuestro respeto.

Otra de esas palabras que me revuelve las tripas es sudaca. ¿Es que Hispanoamérica no nos ha aportado bastante, no nos ha dado suficientes lecciones como para que los sigamos mirando por encima del hombro? Cuando apostamos por ser europeos, dimos la espalda a los países árabes e hispanoamericanos, porque Europa es superior, sin darnos cuenta de que renegábamos de gran parte de nosotros mismos.

No creo en la Madre Patria, pero sí en la fraternidad entre España y los pueblos de América –con los que, por cierto, siempre hemos tenido más que ver que con los anglosajones- y creo que nuestro país, sumándose ciegamente a la tecnocrática Europa, ha perdido una oportunidad de oro de ser un puente, de abanderar la alianza entre nuestro continente y los países hispanohablantes, que tanto tienen que aportar.

Si utilizara la palabra sudaca, estaría renegando de una parte muy importante de mí mismo, de gente que me ayudó sin saberlo a ser quien soy, esos grandes cantores argentinos herederos del indio Atahualpa Yupanqui que mis padres me regalaron: José Larralde o Jorge Cafrune, asesinado éste último por la extrema derecha argentina en 1978; Olga Manzano y Manuel Picón, que dieron voz a los hermosos poemas de Neruda; Alberto Cortez y Facundo Cabral, profundo, místico y religioso, también éste asesinado a tiros hace tres años por la extrema derecha guatemalteca. Renegaría de Les Luthiers, con quienes tan buenos ratos he pasado.

Chile fue la esperanza a principios de los setenta con Salvador Allende, el político que osó enfrentarse al imperio y murió aplastado por su bota. Mataron a la persona, no la idea. Chile también me regaló al poeta más grande y por mí más querido, Neftalí Reyes, que se hizo llamar Pablo Neruda, el ritmo de cuyas poéticas palabras se me clavó en la piel y en los oídos e influyó en mi propio ritmo; o a Víctor Jara, más como icono de rebeldía y libertad que como cantor.

Si dijera sudaca, renegaría de la Nueva Trova Cubana, de las bellísimas canciones de Pablo Milanés y, sobre todo, de mi dilecto Silvio Rodríguez, con cuya voz y palabras compartí mis largas horas de adolescencia. Renegaría, pues, de Chavela Vargas y José Alfredo Jiménez, de Cortázar y Darío, de Octavio Paz, de Jorge Luis Borges, del domador de palabras Mario Vargas Llosa y del otro fabuloso escritor peruano Alfredo Bryce Echenique, cuyo No me esperen en abril sigue resonando en mi cabeza veinte años después de haberlo leído.

¿Cómo no mirar con un ojo a Europa y a Hispanoamérica con el otro si de allí procede el más grande escritor del siglo 20? Sin duda, Gabriel García Márquez me ha regalado los mejores momentos delante de un libro en prosa. Todos me han gustado pero Cien años de soledad brilla con luz propia. De hecho, siento envidia de quien no lo ha leído, pues aún está a tiempo de leerlo por primera vez y sentir así una de esas experiencias por las que merece la pena vivir. Os recomiendo, por cierto, leer a otro colombiano actual: Héctor Abad Faciolince. Su libro El olvido que seremos es de una delicadeza exquisita.

Desde el punto de vista político, la izquierda europea, muerta o cuando menos convaleciente, debe mirar hacia Hispanoamérica como única esperanza de supervivencia. Las ideas tradicionales en que se basa la izquierda han quedado obsoletas en un continente que ha perdido la imaginación y ha abrazado a ciegas el hiperconsumismo. No diré que de esos males no adolecen también nuestros hermanos, pero allí las diferencias sociales son tan grandes que todavía podemos esperar ideas novedosas que traten de acabar con el mundo injusto y absurdo que nos ha tocado vivir.

         Diréis que no es oro todo lo que reluce, que de allende los mares también nos han llegado los culebrones que tanto daño han hecho y siguen haciendo, que junto a los músicos mencionados encontramos a Ricky Martin, Elvis Crespo, Chayanne o los nuevos que mezclan rap con letras y melodías cursis y sensibleras, que las dictaduras más atroces, cuya represión y tortura se ha cobrado la vida de miles de personas, vienen de allí. ¡Qué le vamos a hacer! El mundo no es perfecto. También nosotros les hemos enviado a los Iglesias y a la Pantoja, y de dictaduras carniceras en Europa tampoco podemos dar muchas lecciones.

Fernando Rivero García

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