Calamidades, Simbolismos

Calamidades, Simbolismos

Antonio Costa Gómez
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Calamidades, Simbolismos

        En tiempos de calamidades viene bien tomar aliento en los sueños.  Los simbolistas rusos surgieron al final del zarismo. Querían escapar de la vulgaridad y la rigidez. Querían el latido incontrolable, el misterio. No soportaban la tiranía zarista. Algunos se apuntaron a la revolución. Pero tampoco soportaron la brutalidad de la revolución, su materialismo aplastante.  Algunos quisieron engañarse, pero la revolución fue a por ellos. La vida no estaba ni en una sociedad ni en la otra, no estaba en la Historia, La vida estaba en el mito y el sueño.

      El romántico Fiódor Tiútchev en “Silentium” hablaba de lo inefable y de lo que no cabe en las palabras: “Sabe vivir dentro de ti mismo: / hay en tu alma un mundo / de sombras enigmáticas y encantadas;/ se ahogarán con el ruido de fuera,/ la luz del día las echará, / escucha su canto y calla”.

Simbolismos        Vladímir Soloviov en “Lecciones sobre la divinohumanidad” hablaba de divinizar al hombre aprovechando, según la creencia cristiana, que Dios se humanizó. Identificaba a María con la Sofía,   el conocimiento místico, el descubrimiento interior y apasionado. En  “Crítica de los principios abstractos” habla de la incapacidad de los conceptos (los principios abstractos) para captar los secretos contradictorios y cambiantes de la vida. El mundo íntimo se conoce más que nada por el amor. Me pasé días y días buscando esos libros por las bibliotecas de la Universidad de Compostela y los encontré en traducción italiana en la Facultad de Derecho.

     Todos bebían de Dostoievski.  De la santidad epiléptica del príncipe Mischkin en “El idiota”, de los estados más íntimos de Rsakolnikov en “Crimen y castigo”, de  las confesiones en que el hombre de “Memorias del subsuelo” dice que no le arregla nada que dos y dos sean  cuatro y hasta le parece dudoso , de los momentos fugaces y contradictorios de “Noches blancas” junto al canal Fontanka en San Petersburgo.

    El simbolismo surgió en Rusia al mismo tiempo que en Francia y Bélgica. Los escritores se cansaron del supuesto realismo que no capta la realidad, de las definiciones precisas que siempre son falsas, de la mirada puramente exterior y mecánica. Buscaron el interior, los sueños, las fantasías, lo inexpresable. Algunos tuvieron sueños revolucionarios, que luego los comisarios del pueblo se encargaron de convertir en pesadillas de acero.

    Dmitri Merezhkovski hablaba de la colisión del misterio con la Historia en “Jesús desconocido”, “Napoleón”, “Dante”, para él Nikolái Gógol con “Almas muertas” fue un profeta y un mártir al que los rusos despistados no hicieron caso. Valeri Briúsov publicaba una antología de “Simbolistas rusos”, en que ponía a los rusos al lado de Verlaine y Rimbaud.  Y tituló su primer libro con orgullo “Obras maestras”. En un poema dice “Cuando caen las cortinas de la casa y la luz atenuante de las lámparas / muestran las sombras pacíficas de las cosas / oigo el canto de la alegría. / Yo no necesito los resplandores asombrosos”.

     Innokenti Annevski hablaba  en “El cofrecillo de ciprés” del lado indefinible de la vida : “Existe un amor que es como la sombra,/ si es de día está a tus pies como un sabueso,/ si es de noche te abraza totalmente,/ hazte como la sombra, reúne la noche y el día”.  ¿A quién no le recuerda el cofre de George Rodembach, o el armario en que Nikolaus Lenau encuentra todo el perfume de su madre?

    Fiódor Sologub veía el mundo como algo maligno de lo que hay que escapar en “El demonio mezquino”. Imaginaba otro mundo más vital y más amplio. Que es verdad, que está dentro de nosotros.  Konstantin Balmont, emigrado en París, escribía en  “Edificios en llamas”: “Vamos al horizonte secreto, / hacia la Eternidad donde arden las flores nuevas”.

     Alexandr Blok en  “Los poemas de la Bella Dama” hablaba de una divinidad perdida en la niebla de nuestros sueños que nos acompaña y nos alienta siempre. Todavía recuerdo mi primera impresión de Blok por una antología en la colección Visor, con aquel poema sobre un caballo en la niebla y sus pisadas onotomatopéyicas: plac, plec, ploc, plic.  Intentó convertir a los revolucionarios doctrinarios en algo misterios en “Los doce”. Pero a los  comisarios del pueblo no les convenció.

     Andréi Bieli se inspiraba en “ Los demonios” de Dostoyevski,  y hablaba  de un conspirador que planeaba atentar  contra su propio padre en una  “Petersburgo” alucinada donde todo tenía  significados simbólicos , donde  aparecía  todo lo que podría haber sido y no era. Las ocurrencias asediaban al protagonista, le llenaban  la ciudad de sombras mientras planeaba su plan de destrucción y discutía con el Jinete de Bronce que representaba al Zar.

      Los pintores aportaban sus visiones.  Mijaíl Vrúbel pintó antes de volverse loco “El demonio de Lérmontov” : un demonio de belleza sobrehumana que se enamora de una muchacha, la seduce cuando se ha metido monja. Víctor Samirailo en  “Noche”  presentaba  formas perturbadoras que llegaban desde la oscuridad hasta las figuras asombradas.  León Bakst trabajaba para los Ballets Rusos de Diáguilev, pero en “Terror antiguo” soñaba el mundo desparecido de la Atlántida hundido con todas sus plenitudes. Víctor Borissov pintaba  palacios perdidos en el pasado y en la memoria. El primer Kankinsky  mostraba la energía como un dragón en mar verdoso junto a un castillo arrebatado en lo alto. En tiempos de calamidades apetece  coger energía en los sueños.

ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR

 

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