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Me parece que he pasado más de la mitad de mi vida preocupándome por cosas que jamás solucionaría. Y mucho menos la que describo, estampado ante una de las más espesas y suculentas secciones de cualquier ayuntamiento: urbanismo. No obstante, disfruto con la inoportunidad a cuestas.
Madejas de cables recorren con zigzagueantes descaros las fachadas de multitud de edificios. Imagino que los celosos arquitectos urbanitas, diseñadores de los rostros de las viviendas, dirán alguna vez para sus adentros: «Tanto esmero para que unos entramados de anárquicos cables estampen sus perversas firmas y rompan la esbeltez pretendida».
Cables por doquier serpentean nuestras ciudades, dando la sensación de que manos chapuceras los sueltan al caprichoso albur, caigan donde caigan, cuelguen como deseen.
Un ejemplo paradigmático lo vemos en la mayoría de las poblaciones marroquíes donde un caos de maromas y aisladores medievales compite con laberínticos zocos de callejuelas que desafían a los gps en caso de pérdida. Porque la mentalidad de los pueblos y personas se refleja en los pequeños detalles.
Iglesias románicas, por ejemplo, conservadas milagrosamente durante siglos, ven heridas sus venerables piedras por cables, quizá buscando los caminos más cortos por fríos objetivos mercantilistas sin que las autoridades pongan resistencia alguna. Cables y más cables con aparatosas cajas al servicio de las fibras ópticas crispan a los amantes de las buenas fotografías. Y todo a cambio de unos consentimientos las más de las veces incumplidos en sus acuerdos por unas subcontratas que velozmente las colocan ante la escasa remuneración de las grandes multinacionales. Cajas de todos los tamaños, algunas sin tapas, denuncian a una plebe de chambones amantes del trabajo mal hecho. Resultan sintomáticos los bucles que de vez en cuando surgen, enredos de electrones rebelados del camino recto de las normas y los bellos cánones.
Hace muchos años un amigo emigrante en Bruselas me comentaba al respecto: «Allí no verás un cable por una fachada, van enterrados. Es un completo despropósito observar un panorama tan feo en nuestros pueblos y ciudades».
Leí que parte de la salud mental ciudadana depende del agradable diseño de las ciudades, cada vez más populosas e ingobernables, y lo creo sin la menor duda, consciente de mi perturbado psiquismo. En definitiva: que estas letras ponen de manifiesto mi cabreado estado, aunque espero que no constituya una excepción.
Dicho lo cual prefiero caminar con la cabeza inclinada por los territorios edificados para no aumentar mi malestar descrito y con la ventaja de esquivar las numerosas caquitas de los canes urbanos.
Los cables ya pertenecen a mis legados filosóficos que se tonifican con la simple divulgación. No deseo pertenecer a la tribu de los que tienen la mala costumbre de responder con el silencio a lo que nos incomoda y preocupa.
Manuel Filpo